Nación para mascar
9 Octubre 2022

Nación para mascar

Desde el pasado 18 de septiembre comenzó a emitirse por Señal Colombia un ambicioso proyecto de 14 capítulos sobre la historia de nuestras nuevas sonoridades bautizado 'Nación rebelde'. También estuvo en cartelera el documental ‘Pablus Gallinazo´. ¿Cómo debe contarse la historia de la música en un país en el que el rock ha sido una excepción y no una regla? Reflexiones sobre una aventura documental definitiva y un homenaje a una leyenda de la canción protesta.

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Nacion rebelde
Fotograma de la presentación de 'Nación rebelde'. Foto: Colprensa/RTVC.

Por Sandro Romero Rey
En 1955, James Dean protagonizó una película de Nicholas Ray titulada Rebelde sin causa con la que se institucionalizó la idea de que la juventud era la protagonista de una actitud contestataria frente al mundo. Dos años antes, el impulso venía tomándose gracias a la figura de Marlon Brando, por un lado, y a la canción Rock around the clock de Bill Haley & His Comets por el otro, las cuales darían la largada a la felicidad y al desorden. El otro héroe que protagonizó esta gesta fue Elvis Presley, quien lanzó su primer sencillo en 1954 y de quien se ha realizado una nueva biopic dirigida por el australiano Baz Luhrmann. No han pasado 70 años y el rocanrol y sus derivados no cesan de pedirle pista a la nostalgia.

Atercios
Héctor Buitrago y Andrea Echeverri, integrantes de Aterciopelados y protagonistas de 'Nación rebelde'. Foto: RTVC


Por todas partes aparecen libros, series, documentales y ficciones en las que se cuenta la gesta de una de las aventuras culturales más importantes de todos los tiempos y que definen, para bien o para mal, la banda sonora del siglo XX. Pero resumir el universo en un junco audiovisual tiene sus riesgos. Y, el más evidente, es el hecho de que nadie quede contento. Cuando Peter Jackson lanzó al mundo los 478 minutos de Get back, los que no pertenecen a la religión beatle se quejaron por su extensión. Cuando se realizó el documental Crossfire hurricaine, a propósito de los 50 años de los Rolling Stones, los fanáticos de la banda pusieron el grito en el cielo porque la saga terminaba en 1980. América Latina no ha sido la excepción. Con la aparición de la serie titulada Rompan todo, realizada en seis episodios y emitida por la plataforma Netflix, se alborotó la ira de los fanáticos y por poco hay una asonada continental ya que la experiencia sobrevaloró estrellas y desechó planetas sin mayores explicaciones. Sí. Al parecer, es una regla general: nadie queda satisfecho. Todos a una quieren hacer su propio documental en la cabeza y quienes se atreven a realizarlo, con las complicaciones de producción que ello implica, corren el riesgo de morir crucificados. Ahora le tocó el turno a Colombia.

Por todas partes aparecen libros, series, documentales y ficciones en las que se cuenta la gesta de una de las aventuras culturales más importantes de todos los tiempos y que definen, para bien o para mal, la banda sonora del siglo XX.


Debo aclarar que escribo el presente comentario luego de ver tres capítulos al aire y no puedo juzgar más allá de lo que he podido conocer. Me entrevistaron para la serie y no sé en qué contexto aparecerán mis declaraciones. Así que no opino ni como claque de Nación rebelde ni como crítico del mismo. Tan solo escribo como espectador al que le interesa el tema y quiere pensar en voz alta sobre lo que implica una aventura de este tipo. Para mi sorpresa, no ha habido una avalancha de comentarios en las redes sociales sobre los primeros episodios emitidos. Y me temo que esto se debe a la revolución de los formatos en el siglo XXI. Quizás, en una traviesa parodia de la máxima latina citada por Italo Calvino (“Fastina lente”, apresúrate despacio), el público del presente no quiere esperar ocho días para ver capítulos de media hora (“una mezcla de ejaculatio praecox y coitus interruptus”, como me dijo una estudiante de latín, luego de ver el primer episodio). Necesita, de repente (tal como sucedió con Rompan todo), devorarse la serie en una sola sentada y salir a opinar a gritos, para luego olvidarse del asunto.
Supongo que RTVC y su equipo de investigadores, con el productor Mauricio Tamayo a la cabeza, decidieron no darle muchas vueltas al asunto y lanzarse a realizar esta estupenda prueba de alto riesgo, sin preocuparse de las consecuencias. No quiero ni imaginarme las reuniones de preparación del proyecto, con todas las miradas, las limitaciones, el precio de los derechos, los que dijeron que sí y los que dijeron que no, para luego armar una historia que no se cuenta nunca como se debe sino como se puede. Insisto en que me suena siempre arrogante la postura de aquellos que opinan desde lo que no aparece en una producción y se olvidan que un trabajo como Nación rebelde debería juzgarse por lo que es y no por lo que yo quisiera que fuese. De repente, esa es la razón por la cual la serie tuvo como título un eufemismo, para no ser víctimas de lo que hicieron los creadores de Rompan todo: subtitularlo, con todas sus letras, “la historia del rock en América Latina”. Allí fue Troya. Me imagino que Nación rebelde nació como “la historia del rock en Colombia”. Pero pronto aparecerían los “¿y qué hacemos con…?” ¿Y qué hacemos con el rap? ¿Y qué hacemos con el metal? ¿Y qué hacemos con Shakira? ¿Y qué hacemos con el hip hop? ¿Y qué hacemos con el tropi-pop? Entonces recurrieron a un “nación rebelde” para empaquetar en un solo aliento a todos los que, tarde o temprano, podrían protestar. Yo no sé si la “rebeldía” de la serie sea la misma de James Dean en el año 55, o si el Concierto de conciertos, organizado durante la alcaldía de Andrés Pastrana, fuese un evento transgresor. El hecho es que las evidentes virtudes de la serie, a mi modo de ver, no pasan por “la rebelión” de sus protagonistas sino por sus valores musicales y la influencia que pudieron tener entre sus seguidores.

Pablus
Pablus Gallinazo.


Durante los días en los que se comenzó a emitir Nación rebelde apareció, para sorpresa de todos, un documental de largometraje en las pantallas colombianas, sobre la vida del cantor protesta por excelencia en Colombia, conocido como Pablus Gallinazo. Dirigido por Alberto Gómez Peña, con el apoyo de Caracol Televisión, Dago García y Cine Colombia, el documental es un afectivo retrato de uno de los cantautores emblemáticos de la contracultura local de los años 70. Con un problema que, a mi modo de ver, los de Nación rebelde lucharon por evitar: a Pablus Gallinazo, el documental, le falta contexto. Le falta historia. El hecho de ver a Andrea Echeverri o a Edson Velandia cantando los temas inconformes de Pablus en medio de las calles y las movilizaciones populares del 2021 no explican lo que significó Una flor para mascar, Hay un niño en la calle, Mula revolucionaria o incluso Boca de chicle en su momento. No se toman el trabajo de analizar el curioso fenómeno de la fusión entre la canción protesta, el hipismo, los jingles comerciales y el rock en un solo fenómeno que se llamó Pablus Gallinazo el cual, a las nuevas generaciones de “rebeldes” colombianos, poco o nada les dice. Ambos ejemplos son pertinentes y, si se quiere, complementarios. Creo que, una vez más, la palabra “rebelde” se convierte en una piedra rodante en el zapato, toda vez que los protagonistas de esta aventura, ante todo musical, no son precisamente adalides de una transgresión.

Pero pronto aparecerían los “¿y qué hacemos con…?” ¿Y qué hacemos con el rap? ¿Y qué hacemos con el metal? ¿Y qué hacemos con Shakira? ¿Y qué hacemos con el hip hop? ¿Y qué hacemos con el tropi-pop?


En Nación rebelde valoramos la presencia de Tania Moreno y de Los Yetis, de Chucho Merchán (¿nunca van a decir que fue bajista de David Gilmour y de Pete Townshend?) y de Los Flippers, de Elsa Riveros y de Hora Local. Lo valoramos y lo aplaudimos los que hemos estado interesados en nuestro pequeño Woodstock. Pero quienes nacieron después de 1970 deberán hacer un esfuerzo adicional: no es fácil entender estos territorios si no se arman de rigor y de alta dosis de curiosidad. Ni Nación rebelde ni Pablus Gallinazo son documentales de la talla del reciente Once were brothers, sobre la historia de The Band, solo por citar un ejemplo significativo. Por supuesto, no hay términos de comparación, ni en presupuesto, ni en principios, ni en material de archivo, ni en unanimidad en el punto de vista. Pero justamente, por el hecho de que Augusto Martelo, Kraken, Los Aterciopelados y Ana y Jaime no son, ni mucho menos, lo que los grandes mitos universales de los sonidos del siglo XX generaron para este pobre planeta que se enreda en sus propias furias, por eso mismo hay que inventarse una estética propia para que proyectos documentales como los citados se consoliden.

Quienes nacieron después de 1970 deberán hacer un esfuerzo adicional: no es fácil entender los territorios de 'Nación rebelde' y 'Pablus Gallinazo, el documental' si no se arman de rigor y de alta dosis de curiosidad.


El primer gran paso es haberlos hecho. “Somos tan originales que hasta copiando somos originales”, reza una de las frases promocionales de Nación rebelde. Esperamos que esta ráfaga plural de sonidos donde las caras visibles de la promoción son Carlos Vives, Juanes, Monsieur Periné y Andrés Cepeda nos ayude a encontrar un estilo para que lo que falte no se extrañe y lo que sobre no moleste. Quizás, en el fondo, el escritor Jacobo Celnik (colaborador de Nación rebelde) encontró el equilibrio salomónico al titular su libro La causa nacional. Historias del rock en Colombia. Al llamarlo así, sabemos que el autor no está tomando la parte por el todo. No sé si al titular una serie Nación rebelde se esté limitando lo que se cuenta con tanto entusiasmo o se esté sobrevalorando lo que el rock poco necesita.

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