La cultura paisa en el nombre de la madre, del hijo y de la montaña

Crédito: X: @GobAntioquia

9 Abril 2024

La cultura paisa en el nombre de la madre, del hijo y de la montaña

Si hay algo que pueda llamarse cultura antioqueña, será algo entre la tradición y el presente, entre las montañas que resguardan vírgenes, tiples, madres y aguardientes. Y será, sobre todo, un orgullo para quienes la portan.

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En 1868 el poeta y escritor Epifanio Mejía, que había nacido en el pueblo de Yarumal, Antioquia decidió hacer un poema para honrar lo que le habían enseñado en su familia tradicional, rezandera y orgullosa de su lugar de procedencia. Resultó en un texto de 23 estrofas que tituló ‘El canto del antioqueño’. Más tarde este poema sería entonado sin falta en actos cívicos y políticos, en conmemoraciones y graduaciones, en izadas a la bandera: se convirtió en el himno de Antioquia. Oh libertad que perfumas / las montañas de mi tierra, / deja que aspiren mis hijos tus olorosas esencias, dice la última estrofa del poema que luego se convertiría en la entrada y el cierre del himno y que guarda en ella tres de los símbolos de lo que podría llamarse una idiosincrasia antioqueña: montaña, madre y libertad.
 
En Antioquia hay páramos, ríos, bosques, ciénagas, llanuras, altiplanos y un pedazo de mar. Pasan por su suelo, también, dos ramales de la cordillera de los Andes: la Occidental y la Central. Estas últimas ofrecen un paisaje repleto de montañas y esto define el territorio como ningún otro accidente geográfico; las elevaciones son el lugar donde los antioqueños viven y trabajan, es el límite que se han impuesto: parece que es solo ahí, rodeados de subidas, bajadas y túneles que son más libres. Es justo un horizonte de montañas lo que señala el hombre en la obra más nombrada cuando se quiere hablar de Antioquia, esa pintura al óleo de Francisco Antonio Cano que muestra una sagrada familia de hombre y mujer con niño en brazos delante de un saco de granos que habla del alimento pero también de esta tierra fértil donde ha crecido caña, maíz, fríjol, plátano y mucho café.
 
Este hombre retratado en el cuadro que lleva por nombre Horizontes, tiene en su mano derecha un hacha, un objeto a la que Mejía también le dedicó algunos versos: El hacha que mis mayores / me dejaron por herencia, / la quiero porque a sus golpes / libres acentos resuenan. Junto al machete se convirtió en un símbolo del trabajo, ambos objetos sirven para abrir trocha, para moldear la tierra y lo que sale de ella como plazca. Las dos son armas para labores peligrosas, artefactos de muerte. La mujer del mismo cuadro lleva en su ropa el blanco y el azul, colores comunes que se asocian a María, la madre de una deidad caída. El culto mariano en Antioquia es extendido y proverbial, y en muchos casos se le confiere más poder y fervor que a Cristo; hay esculturas de vírgenes en las laderas de las carreteras curvas y pronunciadas, hay altares en calles cualquiera y están insertadas en pedazos de montaña, se reparten detentes y está en pequeños dijes al final de los escapularios. Algunos le dicen mamá, mamita. Le rezan las madres que tienen a sus hijos sorteando contextos ruinosos y algunos hombres piden a María Auxiliadora que la bala caiga donde corresponde.
 
El historiador y periodista antioqueño Jorge Orlando Melo escribió que “(...) no es la vida de las ciudades, no es el mundo de la industria, no es la literatura de Fernando Vallejo lo que constituye la identidad antioqueña, sino el carriel, el tiple, los ancestros blancos e hidalgos, el aguardiente y ciertos rasgos psicológicos (rezandero, tumbador, trabajador, emprendedor, ingenioso, bebedor) que solo los antioqueños –aunque no todos– tendrían”; a esa lista material pueden unirse la mula y el oro –la plata o el billete en todas sus presentaciones– y a los rasgos les falta la amabilidad esperada, cierta alegría que siempre crece en diciembre, una recursividad que no descansa, la determinación y claro, la malicia que se desprende de sutiles leyes colectivas: el vivo vive del bobo, al caído caerle.
 
Sin embargo, no hay que pensar que porque en la estampa paisa aún están el carriel o la mula aquí se vive en el pasado; todos los símbolos y lo que podría reunirse bajo la etiqueta enorme de cultura paisa se usa en nombre del porvenir. El trabajo, protagonista de la cotidianidad en este lugar, no es un hacer para la vida quieta, aquí se respira por cuenta del progreso y lo que se usa del pasado solo aparece cuando es útil, porque es útil, porque son las anclas que justifican el presente que solo se admite abundante. La tradición es flexible y conveniente y sin embargo, no se aparta la mirada ante ella. Para ver fijamente esa identidad construida se acude al origen y al movimiento: a la madre y a la montaña y a la libertad de movernos entre tradiciones y presentes para abrir caminos donde antes hubo monte.
 
El compositor medellinense Héctor Ochoa escribió en la canción ‘Muy antioqueño’: Soy paisa, aventurero y soñador, / tengo finca en el cielo y un negocio en el sol, / mi orgullo es mi ancestro montañero, / para todo soy bueno, y en amores mejor y ahí está: anclados en lo conocido hay una búsqueda por la aventura y una vez conquistada la hazaña nos encargamos de decir que fue un antioqueño quien lo hizo. Hay orgullo aquí. Como mejor lo dijo Mejía en esa canción común: Bajamos cantando al valle / porque el corazón se alegra; / porque siempre arranca gritos / la vista de nuestra tierra. No por nada, por más lejos que lleguen los caminos que abren los antioqueños, siempre se busca la forma de volver a casa, a esta voluptuosa casa.
 

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