Crédito: Jossie Esteban Rojano
Tabaco, el pueblo fértil perdido por la fiebre del carbón
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Al menos 24 comunidades han sido desterradas por la expansión de la mina de carbón a cielo abierto en La Guajira. Varias de ellas aún esperan que se haga justicia.
Por: Rainiero Patiño M.
Cuando Eulalia Arregocés Díaz era niña, hace poco menos de 83 años, Tabaco era un pueblo pequeño con un puñado de casitas construidas alrededor de un arroyo generoso y tenía una buena calidad de tierra para cosechar patilla, melón, ahuyama, guineo, millo, maíz, yuca, mango y guayaba, que crecían de manera silvestre bajo las grandes ramas de roble, ceiba, jobo y trupillo. También crecía, por supuesto, el tabaco. Esta vitalidad hizo que el pueblo creciera muy rápido. Pasó a convertirse en caserío y luego en un corregimiento de Barrancas, con colegio, puesto de salud, iglesia y hasta su propio santo, San Martín de Porres, el primer mulato beatificado de América.
En Tabaco todo era tranquilidad hasta finales de la década de 1970, cuando recibieron las primeras visitas de personas que les vinieron a hablar de “progreso, riqueza y bienestar”. Eran los delegados de lo que hoy todos conocen como el Cerrejón, el proyecto de minería a gran escala que ha influido, para bien o para mal, durante más de 40 años en la vida de los habitantes del departamento de La Guajira. Por lo menos 24 comunidades como Tabaco han sido desterradas desde entonces.
Allí, Eulalia, sus 10 hijos y su esposo, Salvador Solano Parodi, además de dos rosas de verduras –como se les conoce a los cultivos pequeños en la costa colombiana– que les alcanzaban para comer y regalar, tenían ganado y hacían queso que llevaban a vender a Maicao. No eran ricos, pero nunca les faltaba comida y trabajo. Por eso, siempre les generó mucha tristeza tener que salir de su tierra. “Es que allá la gente solo se moría de vieja”, dice Eulalia, a quien conocían en el pueblo como Yaya, la matriarca.
Foto: Jossie Esteban Rojano.
El pueblo era reconocido como “tierra de Bárbaros Hoscos”, por su historia de resistencia desde que descendientes de esclavos africanos se asentaron en el lugar en 1780, y también por su participación en la Guerra de los Mil Días. Luis Carlos Romero Daza tiene 56 años, nació igualmente en Tabaco, es amigo de los hijos de Eulalia y se considera víctima del Cerrejón. Recuerda cómo las cerca de 100 familias recibieron las primeras visitas de los delegados del proyecto Carbocol e Intercor; algunos de ellos solo hablaban en inglés. Lo primero que hicieron los forasteros fue hablar con los mayores de las familias, como Talo Romero, su padre, quien era el dueño de la tienda.
Luego los convencieron de que les rentaran un terreno para hacer un campamento. Emiliano Carillo, un vecino de los Romero, se los dio en un solar que estaba a más o menos 1 kilómetro al norte de Tabaco. Allí los “gringos” se instalaron y muy cerca hicieron una pista de aterrizaje, en tierras de Uro Solano, otro vecino. Esa zona se convirtió en privada desde ese momento.
Los nuevos vecinos se hicieron amigos de los lugareños, hasta fueron padrinos de bautizo de muchos niños de Tabaco. Sin embargo, el paso de los años develó que la supuesta amistad tenía solo un interés: lograr convencerlos mediante engaños de que vendieran sus tierras. “Les decían ‘compadre, nunca van a tener estos recursos; si no venden, el Estado los va a sacar’”, cuenta Lucho Romero. Así que un sector del pueblo, temeroso, accedió ante el peligro de que los expropiaran o de que no pudieran trabajar con libertad en sus fincas. El avalúo de las tierras lo hacía la misma empresa. Fue una imposición y el contrato decía que los mismos vendedores tenían que encargarse de la demolición de las casas. Eso ocurrió entre 1995 y 1998, pero una parte de la comunidad no accedió y decidió quedarse hasta las últimas instancias. La empresa inició un proceso de demandas y, finalmente, el Estado emitió una orden de desalojo de la población.
Así, el 9 de agosto de 2001, por orden de la jueza de San Juan del Cesar y con la participación de hombres del Ejército y del Esmad de la Policía, la empresa logró sacar a los pocos que quedaban en Tabaco. Con maquinaria pesada tumbaron el colegio, el puesto de salud, las redes de comunicación y hasta la iglesia. En ese momento, por orden administrativa, el pueblo ya era parte del nuevo municipio de Hato Nuevo. Eulalia dice que los “sacaron a lo macho y a los coñazos” y que ese día golpearon tan fuerte a su vecino Emilio Pérez, que tuvieron que llevarlo de emergencia al hospital en Valledupar. Para Lucho Romero lo que hicieron fue “acabar el pueblo a sangre y fuego”.
Foto: Jossie Esteban Rojano.
Tabaco quedó escrito en la historia como el primer pueblo del departamento de La Guajira y el segundo del país al que le aplicaron la Ley 685 de 2001, que regula el Código Minero y dictaminó que su subsuelo era de utilidad pública, así que los intereses del negocio primaron sobre el arraigo de la gente que sumaba más de dos siglos.
“Sus horas están contadas”. Era el 25 de octubre de 2022, a las 9:30 de la mañana; una voz le dijo eso a través del teléfono a Jazmín Romero Epiayú. Esa no era la primera vez que esta activista ambiental e investigadora wayuu recibía una amenaza de muerte por la defensa de la cultura, los derechos y el territorio de su etnia. Así que, aunque tuvo que hacer el denuncio ante la Fiscalía, ella siguió en resistencia.
Jazmín, como integrante del Movimiento Fuerza de Mujeres Wayuu, participó en la elaboración del libro “Tierra, Territorio y Carbón”, y su voz ha sido una de las más críticas contra las acciones de la minera Cerrejón por temas como el desplazamiento de comunidades, el irrespeto por los sitios sagrados, el desvío del arroyo Bruno y el del río Ranchería, y por la contaminación generada por la empresa con el polvillo del carbón.
La historia minera de La Guajira empezó en 1971 con la licitación por el Gobierno Nacional de la Zona Centro de Cerrejón, que fue ganada por la compañía Peabody Coal pero, ante los pobres resultados, hubo cancelación unilateral del contrato. La nueva licitación la ganó el consorcio Domi-Prodeco-Auxini a comienzos de la década de los ochenta. En 1976, de forma paralela, el Estado había adjudicado, bajo asociación, a Carbones Colombianos S.A., Carbocol e Intercor, la explotación en las zonas sur y norte de la mina, que incluyó obras complementarias como construcción de carreteras, la vía férrea, el puerto, aeropuertos y una ciudadela habitacional en Barrancas, lo que fue realizado por la Morrison Knudsen International desde 1982. Esto “causó remoción de toneladas de tierras fértiles, el confinamiento, desplazamiento y despojo de diversas comunidades indígenas y afrodescendientes que vivieron el paso de las obras de infraestructura con una fuerza irreparable”, según documentó del Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep).
Desde el año 2002, BHP, Anglo American y Glencore se quedaron con todo el negocio bajo el nombre de Carbones del Cerrejón Limited. Sin embargo, en 2022, la casa matriz suiza de Glencore hizo la adquisición total del Cerrejón por 538 millones de dólares, con un pago efectivo de 101 millones de dólares.
Jazmín se atreve a decir que no se puede hacer para la gente guajira ningún balance comparativo de ganancias y pérdidas después de más de cuatro décadas, porque, para ella, la minería sigue haciendo estragos y sigue explotando carbón, de hecho, con más volumen y con mejores ganancias en el mercado internacional.
Foto: Jossie Esteban Rojano.
Sus investigaciones concluyen que todo ha sido pérdidas, porque antes de la minería la zona tenía garantizada su soberanía alimentaria, con algunas fortalezas comerciales y en menor grado industriales. También dice que, durante todo este tiempo, alrededor de 12.000 hectáreas de bosque seco tropical han sido absorbidos por la mina, que era donde mayormente cultivaban los pobladores. 12 cuerpos de agua y dos lagunas han sido desviados y destruidos, todos importantísimos para el Ranchería, el río principal de la región.
“Cortarle la vena al río es como cortarle las venas a la madre naturaleza. Carbones del Cerrejón está acabando con la riqueza de la madre naturaleza, así como destruyó el cerro Cerrejón original, donde estaba el laboratorio de las plantas medicinales, el sitio de los espíritus de los wayuu. Estamos entregando vidas de niños que se mueren porque su alimentación no está garantizada”, dice Jazmín.
Una investigación realizada por Indepaz en 2018, titulada “Si el río suena, piedras lleva”, determinó que el río Ranchería presenta altos niveles de contaminación debido a la minería, después de su paso por Barrancas. Eso ocurre porque al río lo cargan con metales pesados como arsénico, bario, cadmio, manganeso, plomo, selenio, estroncio, zinc y uranio, todo como resultado de los residuos y de las aguas industriales que son vertidas sobre su cauce.
Otro documento del Cinep muestra que desde 1985 hasta 2020, al menos 24 comunidades wayuu, afros y campesinas, con las mismas características de Tabaco, fueron desterradas bajo una promesa de desarrollo para La Guajira por la expansión de la mina del Cerrejón. Entre esos pueblos también está la comunidad afro de Roche, vecina de Tabaco y donde vivía Idilia Fuentes Pinto, quien es una de las pocas personas que se quedó en la zona y sigue haciendo resistencia.
Ella y su familia vivieron en 2016 otro violento operativo que los sacó de sus tierras en Roche, ejecutado por el Esmad. La familia completa tuvo que salir corriendo ese día, porque en medio del operativo una de sus hijas que estaba embarazada tuvo complicaciones de salud y perdió a su bebé. A otras dos se las llevaron presas. De Roche solo quedó el cementerio. “Hasta los perros los mataron ese día”, cuenta Idilia.
Ella y Tomás, su esposo, se regresaron a los pocos días y se instalaron en una parcelita que era de la familia. Delegados de la empresa pasaron a advertirles que estaban invadiendo tierra ajena. Ellos se plantaron a defenderla y dijeron que solo iban a salir muertos. Ya cumplieron más de seis años ahí, tienen un corral con chivos, un gallinero, dos guacamayas, uno cuantos cerdos y una alberca gigante para almacenar agua, que irónicamente se las llena una vez a la semana un camión de Caypa, que es como se conoce la zona centro de la mina del Cerrejón.
Idilia cuenta que les ofrecieron negociar, pero que cada vez que encontraban una tierra que les sirviera para tener los más de 300 chivos que poseían en ese momento, la empresa decía que era muy cara. Por la soledad y el ambiente pesado que genera la mina, los hijos se fueron a vivir a otros pueblos. Vuelven cada cierto día de visita y aprovechan e intentan ir a cazar conejos en las tierras cercanas a donde estaba el pueblo; pero ni eso pueden porque la seguridad privada de la mina se los impide. Ya les han retenido tres veces la moto. Donde antes estaban Tabaco y Roche, ahora hay un tajo enorme de la mina y un botadero. La tierra fértil de antes ahora es una montaña de piedra negra. Desde el aire se puede ver cómo la mina pinta una línea desierta que se estrella con el verde del bosque que aún no ha sido tocado, en un contraste evidente.
Desde 2019, varias de las familias originales de Tabaco conformaron una junta pro-reubicación y tomaron acciones legales contra Cerrejón. En el 2017, la sentencia T-329 de la Corte Constitucional estableció que se deben hacer unos compromisos para la reubicación del pueblo, a través de un acuerdo tripartito, entre la empresa, el municipio y la comunidad. Pero Lucho Romero dice que nada se ha cumplido y que 22 años después del desalojo no ha habido justicia para los tabaqueros, porque les mal pagaron sus casas y nunca hubo resarcimiento de parte de la empresa, porque tenían al Estado como cómplice. “El pueblo se convirtió en una diáspora que perdió su identidad, usos y costumbres”, explica, sentado en el patio de la casa de Eulalia en Barrancas, mientras Polo, uno de los hijos menores de ella, escucha con atención. La última reunión se hizo a mitad de noviembre, pero la empresa insiste en que no tiene obligación alguna con los tabaqueros.
Para Jazmín, la Corte, con sus sentencias, trata de impartir justicia, pero sus decisiones parece que se vuelven solo documentos porque nadie les hace arbitraje y como ejemplo está el fracaso de esas reuniones. “Habilidosamente la multinacional coge o copta líderes que no son realmente de las comunidades afectadas y terminan manoseando los procesos”, explica. A eso, cree la investigadora, hay que sumarle la oleada de corrupción que azota al departamento y el desconocimiento de los líderes locales sobre el tema medioambiental.
El impacto del Cerrejón para los guajiros también va más allá del tema físico. El avance devorador de la mina ha convertido en gigantes zanjas sobre la tierra zonas donde antes los wayuu referían contactos espirituales con sus ancestros. Ese es el caso de la comunidad de Tamaquito II, que sufrió desplazamiento y confinamientos por la expansión de la frontera minera del Tajo La Puente y, según el Cinep, fue sacada mediante engaño de compras de tierras, a precios irrisorios, y sometida a un reasentamiento engañoso.
El caso lo conoce bien la periodista y líder indígena Eduvilia Uriana, quien ha escuchado cómo los habitantes de Tamaquito II cuentan que, debido a la destrucción de sus territorios y sus cementerios, no se han podido volver a comunicar con sus ancestros. “Hoy en día ya no estamos soñando como antes”, relatan, porque ese traslado afectó su espiritualidad, cosa que resulta muy grave para cualquier miembro de esta etnia en la que los sueños tienen un peso muy fuerte en las decisiones de la vida.
Una muestra evidente de los problemas generados por la minería son los constantes bloqueos de las comunidades a la línea férrea de la mina, según explica Eduvilia, porque la gente encontró en ese acto una herramienta válida para reclamar el incumplimiento de la empresa a lo establecido en las sentencias de la Corte Constitucional, como la T-302 de 2017, por la cual la Corte declaró el Estado de Cosas Inconstitucionales frente a la protección especial de los derechos al agua, salud y alimentación para las comunidades indígenas Wayuu de los municipios de Riohacha, Manaure, Uribia y Maicao.
“Las comunidades siguen denunciando, también siguen mostrando evidencias de que no se ha visto esa transformación o ese cambio o ese desarrollo que la empresa le prometió a la comunidad. Siguen exigiendo agua y que se les cumpla con lo que fue pactado”, señala.
CAMBIO contactó, después de varios intentos fallidos, a la oficina de Reputación y Comunicaciones del Cerrejón para obtener sus respuestas ante los cuestionamientos de los habitantes de Tabaco y para resolver inquietudes sobre el cumplimiento de los acuerdos y de las sentencias de la Corte. Pero hasta el cierre de este informe, no recibimos respuesta. Eduvilia dice, también, que la empresa rara vez responde a cuestionamientos y que solo se limita a emitir comunicados de prensa resumiendo la plata que ha invertido en cada comunidad cuando hay un bloqueo. En la página web del Cerrejón, por ejemplo, se puede leer que en el año 2022, esta realizó una inversión en proyectos sociales de casi 130 mil millones de pesos, en proyectos ambientales de 395 mil millones y que pagó 3,7 billones de pesos en regalías. Esto debido a una producción de 579,5 millones de toneladas en los últimos 20 años de operación, siendo el año 2012 el de mayor producción con un pico de 34, 3 millones de toneladas.
Cifras como esas son las que resentían a Eulalia cada vez que las escuchaba. “El Cerrejón nos mal compró, no nos dio lo que tenían que darnos, nos encerraron, no teníamos quién nos asesorara, después vinimos abriendo los ojos”, reclamaba y lloraba, porque decía que no sabía nada de quiénes fueron sus vecinos en Tabaco, y que a sus tres hijas les había tocado irse a buscar futuro a otros lados.
Días después de que Lucho Romero, tratando de encontrar rastros de su niñez, hiciera un recorrido por las tierras cercanas a donde estaba Tabaco, Polo, el hijo de Eulalia, avisó que su madre había sufrido una caída, que había tenido fracturas delicadas y que habían tenido que llevarla de emergencia hasta el hospital de Valledupar, como ocurrió el día del desalojo del pueblo, cuando llevaron a su amigo Emilio Pérez, quien mientras esperaba la llegada de una prótesis desde Medellín, supo que su madre, Yaya, como le decían por cariño, se había descompensado y la habían internado en la Unidad de Cuidados Intensivos. Los pulmones se le habían llenado de agua. Murió la noche del 20 de diciembre. “Ombe, sin poder volver a su pueblo”, sentenció Romero.