Gozar Leyendo con CAMBIO: antología de cuentos del escritor filipino Nick Joaquin
6 Febrero 2024

Gozar Leyendo con CAMBIO: antología de cuentos del escritor filipino Nick Joaquin

Nick Joaquin es el narrador filipino más destacado del siglo XX. En esta antología de cuentos se establece una línea divisoria entre lo imaginario y lo real muy diferente a la que ha constituido el racionalismo occidental. También es una mirada acerca de cómo las Filipinas han intentado construir una identidad tras tres siglos de ocupación española y 50 bajo la tutela de Estados Unidos.

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Por Darío Jaramillo Agudelo

Sabemos poco de las Filipinas. Yo, nada. Por eso es tan oportuno y tan necesario el prólogo de Paula C. Park que precede la edición que hizo Pre-Textos de La mujer con dos ombligos, una selección de cuentos del más notable narrador filipino del siglo XX, Nick Joaquin (1917-2004).

En su prólogo, la señora Park nos cuenta que las islas Filipinas son 7.000, que en el país hay población china y, al sur, hay población musulmana, pero que en el país “predomina el cristianismo, resultado de la prolongada colonización española (333 años) que comenzó en 1565”. Durante ese periodo los ingleses trataron varias veces, infructuosamente, de arrebatarles su dominio a los españoles, “pero no fue hasta 1898 cuando un nuevo imperio, Estados Unidos, consiguió poner pie en forma duradera en el archipiélago”. Este dominio duró hasta después de la Segunda Guerra Mundial, cuestión que lo convirtió en objetivo militar durante esa guerra: “Se dice que Manila fue la segunda ciudad más destruida por la guerra después de Varsovia”. Luego, en 1946, se declaró finalmente la independencia de Filipinas.

Después de este breve resumen, la señora Park se pregunta: “¿En qué consiste la filipinidad, luego de más de tres siglos bajo tutela colonial española y casi 50 como colonia estadounidense, tres de ellos bajo la ocupación japonesa? ¿Cómo resurgir de las ruinas tanto de la colonización como de la guerra? Estas son algunas de las preguntas abordadas por la obra de Nick Joaquin. Sus cuentos y crónicas ofrecen una mirada única de Manila antes y después de su destrucción en 1945, así como del prolongado período colonial español y de la ocupación americana”.

Las narraciones de Joaquin establecen una línea divisoria entre lo real y lo fantástico muy diferente a la trazada por el racionalismo occidental. En ellas, se dan por ciertas algunas creencias heredadas del más cerrado catolicismo –para los filipinos provenientes de España–, como también ciertos atavismos propios del archipiélago. El mismo Joaquin se refirió a ese enfoque como gótico tropical: “Una fusión de elementos góticos (como el interés por el misterio, la muerte y lo sobrenatural) con el entorno tropical, el folclor y la cultura de Filipinas”. Por ejemplo, en La misa de San Silvestre se menciona “la antigua creencia de que quien asista hasta el final de la misa de San Silvestre, verá mil años nuevos más”. Sin embargo, para participar de los milagros de esa ceremonia, advierte Joaquin, “solo los ojos de un muerto podrían contemplar los santos misterios”. Por eso mismo, “Mateo el Maestro profanó la tumba de un santo para arrancarle los ojos; tras injertárselos en las cuencas oculares, una Nochevieja se escondió en la catedral”. Pero no le fue bien: “Mateo el Maestro se transformó en piedra. Y allí ha permanecido todos estos años y, durante generaciones, su forma agazapada ha servido de advertencia para los niños malos que se duermen en misa”.

Joaquin
Varias de las historias están construidas alrededor de rituales religiosos, casi siempre católicos, pero no necesariamente. Solsticio de verano es un cuento que transcurre durante una ceremonia pagana de tres días “bajo la luna para celebrar la fertilidad femenina”, la Tadtarin: “La primera noche, una joven encabeza la procesión; la segunda, una mujer madura; y la tercera, una anciana que muere y vuelve a la vida”. Toda la fiesta es una celebración de la mujer: “La reina vio antes que el rey, la sacerdotisa antes que el sacerdote, y la luna antes que el sol”. La tercera noche es la apoteosis: “Cuando salió la luna e inundó con su resplandor cálido la plaza abarrotada de gente, las mujeres de chales negros dejaron de lamentarse y una muchacha se acercó y desenmascaró a Tadtarin que abrió los ojos y se incorporó con el rostro erguido hacia la luz de la luna.

Se puso en pie y extendió la varita y las plantas, y las mujeres se le unieron en un grito profundo. Se quitaron y agitaron los chales, y se agruparon y empezaron a bailar de nuevo, y reían y bailaban con un desenfreno tan pletórico que la gente de la plaza y de las aceras, e incluso la de los balcones, se sumó a la danza y al jolgorio. Las chicas se separaron de sus padres y las mujeres de sus maridos para unirse a la bacanal”. Un marido, maltratador, le dijo a su mujer que se fueran ya de ahí: “Ella tiritaba fascinada. Las lágrimas temblaban en sus pestañas. Asintió dócilmente y se dejó llevar. Mas, de repente, se soltó de su brazo, salió corriendo y se introdujo en la multitud de mujeres danzantes. Se llevó las manos al pelo y se lo desordenó y descompuso. Desmelenada, alzó los brazos en alto, comenzó a bailar a un compás ágil, siguiendo un movimiento folclórico instintivo. Ella echó la cabeza hacia atrás y el arco de su garganta lució blanquecino. Sus ojos estaban rebosantes de luz de luna; y, su boca, de risa”.

El marido, Don Peng, la persiguió gritando su nombre, pero ella se mezcló entre el grupo de mujeres dentro del cual el tipo quedó encerrado entre jubilosas mujeres danzantes. Entonces “Don Peng, preso de un pánico repentino, al verse atrapado entre tantas mujeres, luchó por escapar. Las voces airadas resonaron a su alrededor en aquella oscuridad sofocante (…). El terror se apoderó de él y golpeó con ambos puños salvajemente, usando toda su fuerza, pero le respondieron con igual contundencia; muros sólidos de carne lo aplastaron y le inmovilizaron los brazos, mientras manos invisibles le pegaban repetidamente en la cara, y le destrozaban el pelo y la ropa, y le arañaban la piel, y también le daban patadas y golpes, y ya estaban cegados sus ojos, y ya se sentía el sabor salado de la sangre en su boca desgarrada, y lo tiraron al suelo, lo pusieron de rodillas, lo arrastraron hasta la puerta y lo sacaron a la calle. Se levantó enseguida y se alejó con tal dignidad que la multitud reunida no pudo ni reírse ni compadecerse de él”.

Enseguida, Don Peng fue a buscar a su mujer. En principio con la intención de golpearla, pero ella logra someterlo: “Ven, arrástrate por el suelo y bésame los pies”. Entonces “sin dudarlo un instante, Don Peng se echó al suelo y, moviendo la brazos y las piernas, culebreó resoplando, como un gran lagarto agonizante, mientras su mujer retrocedía sin cesar a medida que él se acercaba, y lo miraba con avidez, con las fosas nasales dilatadas, hasta que a sus espaldas, en la ventana abierta, asomaron la enorme luna brillante y los destellos fugaces de los relámpagos. Ella se detuvo, jadeante, y se apoyó en el alféizar. Él yacía exhausto a sus pies, con la cara contra el suelo. Doña Lupeng apartó las faldas y sacó despectivamente un pie desnudo. Él alzó el rostro chorreante de sudor y le rozó los dedos de los pies con sus labios magullados. Levantó las manos y agarró el pie blanco y lo besó con furia…”.

Solsticio de verano es una buena muestra de la fuerza de la escritura de Joaquin, de su mundo poblado de rituales y de purificaciones, de su lucidez, capaz de mostrar sin tapujos el maltrato a las mujeres y –también– su vocación indeclinable de venganza. También aparece en sus narraciones (en La leyenda de la calavera agonizante) la doble moral de quien predica y no aplica, de quien peca y reza sin empatar: Como tantos cristianos, se había fiado en exceso de una vieja familiaridad infantil con el cielo, y la familiaridad había generado presunción. ¡Se había atrevido a dar por sentado el cielo! Y mientras tanto, había seguido sus apetitos adondequiera que lo llevaran. Y lo habían llevado muy lejos: lo habían perdido por completo. ¿Cómo podía presumir que su maldad fuese sólo una máscara? Más bien su piedad era su máscara, una pose asumida para impresionar a la Virgen y a viejas inocentes como su propia madre (…). Había representado ante sí mismo el papel de calavera cansado, de Tenorio Místico, desgarrado entre el vicio y la piedad, que lloraba por el cielo incluso mientras reía en los burdeles (…). Ay esta era la última vez que mantenía su pose. Aquí, en los confines de la tierra, solo bajo el cielo, se había desnudado hasta los huesos y abierto hasta los tuétanos para morir al menos honestamente sabiéndose malo, sabiéndose condenado al infierno y sabiéndose condenado justamente”.

Solsticio de verano es una buena muestra de la fuerza de la escritura de Joaquin, de su mundo poblado de rituales y de purificaciones, de su lucidez, capaz de mostrar sin tapujos el maltrato a las mujeres y –también– su vocación indeclinable de venganza.

A veces el malo es bueno. A veces, lo contrario: el bueno es malo. Esta última es la historia de un obispo de Manila, una historia que comienza con una escena gloriosa:En tiempos de galeones, el arzobispo de Manila fue llamado a participar en un consejo en México, pero durante la travesía se topó con unos piratas que asaltaron su embarcación, la saquearon y mataron a la tripulación, y estaban atando al arzobispo al mástil cuando una tormenta repentina los hizo naufragar tanto a la embarcación pirata como al galeón de Manila, por lo que se ahogaron todos los tripulantes, salvo el arzobispo, quien, atado a la cruz del mástil, surcó las olas manteniéndose a flote pese a la furia de las aguas, y así llegó a la costa de una isla desierta, una isla reseca que no era más que un promontorio de arrecifes, donde, durante un año asfixiante, vivió de la pesca y de la oración, de la lluvia y de la meditación, sumido día y noche en profundas cavilaciones al pie de la cruz del mástil que había plantado en la orilla, completamente solo entre las sobras del océano, hasta que un barco ocasional, desconcertado por el reflejo de la cruz gigantesca que brillaba en el aire, siguió el espejismo hasta el horizonte y se encontró con la isla desierta, y con la cruz del mástil plantada en la orilla, y con el encorvado, arrugado y mudo anciano en cuclillas, totalmente desnudo y medio ciego, y negro como el carbón de tan quemado por el sol, y el pelo y la barba canosos le llegaban hasta el ombligo, y apenas era capaz de mantenerse en pie o de moverse o de hablar no de entender y en ese triste estado fue llevado de vuelta a Manila adonde llegó un par de años de su partida gloriosa como un prócer deslumbrante (…) su supervivencia inaudita había devenido en leyenda (…), de modo que su fama de santo a quien Dios había concedido grandes gracias místicas se propagó de tal forma que, cuando el arzobispo emergió por fin de una larga convalecencia, sintiéndose más fuerte pero ya no el de antes, se encontró con que era venerado como santo en la tierra. Aquello era una ironía: se honraba como santo al arzobispo que ahora se sabía un ser vacío. Desnudo en la isla desierta, durante aquel año penitencial había reflexionado sobre sí mismo y sobre la vanidad y la impostura de su vida entera. Su ambición juvenil buscó dónde medrar y escogió la Iglesia como la vía más rápida para llegar a los altos puestos del mundo (…). Bien sabía, cuando fue llamado al mencionado consejo de México, cuán lejos había llegado su nombre, por lo que se embarcó deslumbrado por los nuevos horizontes que se abrían ante él (…). De vuelta a Manila, otra vez en pie tras haber tenido que aprender como un bebé a caminar de nuevo, a hablar y a abrir los ojos, andaba avergonzado entre las multitudes que clamaban por tocarlo y se preguntaba qué clase de santo creían palpar bajo su túnica. No era ningún santo sino la cáscara vacía de un hombre, pues había regresado a la infancia espiritual (…). Ah, si la isla le había enseñado algo al arzobispo, era cómo seguir aprendiendo. Pues allí se dio cuenta de que las figuras vívidas que había tomado por sí mismo (el joven ambicioso, el fraile astuto, el arzobispo turbulento, el guerrero indoblegable) no eran sino máscaras, imágenes, fantasmas del yo; vapores liberados por los fuegos de la carne, por la ambición, por las ansias de poder, por el afán de gloria”.

Hasta aquí sólo me he referido a unos pocos de estos textos, riquísimos en contrastes, escritos con una fuerza simplemente excepcional, historias que no son espejos pero casi, que tampoco son realidad presente pero casi, en fin, que son excelente y muy distinta literatura. La traducción es de Luis Castellví Laukamp.
 

Nick Joaquin,
La mujer con dos ombligos
Editorial Pre-Textos

Cuentos irlandeses
 

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