Gozar Leyendo con CAMBIO: 'El libro del duelo', una epopeya de resistencia y justicia
16 Enero 2024

Gozar Leyendo con CAMBIO: 'El libro del duelo', una epopeya de resistencia y justicia

Ricardo Silva Romero

Crédito: Carolina López

En esta entrega, 'El libro del duelo' de Ricardo Silva Romero, 'Peregrinos', el último libro del poeta Juan Manuel Ponce y una recomendación para leer en esta quincena.

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Por Darío Jaramillo Agudelo


Ricardo Silva Romero, El libro del duelo (Alfaguara)
Ricardo Silva Romero
(Bogotá, 1975) es uno de los más notables narradores colombianos del presente y El libro del duelo un texto conmovedor, fuerte y magníficamente bien escrito. En entrevista en El Tiempo, Silva declara que cree que es una novela “pero, como se puede decir que su género es el homenaje, y está bien llamarlo biografía, crónica o fábula ejemplar, me parece que lo más preciso es llamarlo libro y sumarle la palabra ‘duelo’: es un libro que, palabra por palabra, trata de responderle a una pérdida”.
La pérdida es la de Raúl Antonio Carvajal, un cabo del ejército colombiano. El día 20 de septiembre de 2006 a las 8:38 de la mañana, llamó a su padre y le dijo: “Esto por aquí está muy feo”. Don Raúl, el héroe de este libro, le preguntó por qué y su hijo contestó: “Porque me mandaron a matar dos muchachos para hacerlos pasar por guerrilleros muertos en combate y yo dije que no”. Y advirtió: “Yo creo que me tienen echado el ojo y que me miran mal y que me hacen cara de ‘usted pa’ qué se puso de sapo’, pero qué más podía hacer yo si esos no son los principios míos”.
Era la época de los falsos positivos. ¿Falsos positivos? Sí, este es el eufemismo que disfraza uno de los asuntos más repugnantes que hayan ocurrido en Colombia. El presidente les pidió a los militares que intensificaran la guerra contra las guerrillas. Y comenzó a medir el mayor o menor éxito de las operaciones según la cantidad de muertes que produjeran en las fuerzas enemigas.
Entonces algunos oficiales de alto rango, generales incluidos, comenzaron a fabricar muertos: secuestraban jóvenes, los asesinaban, los disfrazaban de guerrilleros y los presentaban como muertos en combate. Cuando el escándalo estalló, el ejército declaró que ningún oficial de alto rango estaba vinculado con el asunto y en 2016, un general, el comandante del ejército, tuiteó lo siguiente: “Somos soldados del ejército colombiano y no nos dejaremos vencer por más víboras venenosas y perversas que quieran atacarnos, señalarnos o debilitarnos. Oficiales, suboficiales y soldados, no nos rendimos, no desfallecemos, siempre fuertes con la cabeza en alto. Dios está con nosotros”. Esa actitud, inmodificable, conduce a que cualquier crítica sobra, cualquier crítica te convierte en enemigo de la impertérrita institución socia de Dios: históricamente, por más de un siglo, los civiles son seres inferiores que no comprenden la majestad del destino de la institución armada, y los civiles que interlocutan con los uniformados no se atreven a la menor crítica, así ellos sean los comandantes de la fuerza por mandato de la Constitución. Se dirían que, por tradición, los civiles que tienen que ver desde el gobierno de Colombia con los militares se han sometido a esa imagen intocable del estamento castrense. Uno de los epígrafes de la página oficial en internet del expresidente Uribe es una de sus frases: “Asumí un compromiso solemne: ser el primer soldado de mi patria”. Y los soldados no chistan: aceptan sin críticas lo que diga mi general.
Eso fue precisamente lo que mostró el primer civil del gobierno que aceptó la existencia –antes rotundamente negada– de los asesinatos llamados falsos positivos. Fue Juan Manuel Santos. Y admite la falta de niveles críticos en los juicios del gobierno sobre las fuerzas armadas: “Al comienzo no pasaban de ser rumores sin evidencia que los sustentara y por eso no les di credibilidad, no, no me cabía en la cabeza que algo así pudiera estar ocurriendo”, cuenta Silva que dijo Santos. “Pero a principios de 2007 empecé a recibir informes de fuentes creíbles y empezamos a actuar (…). No me cabe duda de que lo que dio pie a estas atrocidades fue la presión para producir bajas (…). Me queda el remordimiento y el hondo pesar de que durante mi ministerio muchas, muchísimas madres, incluidas las de Soacha, perdieron a sus hijos –unos jóvenes inocentes que hoy deberían estar vivos– por culpa de esta práctica tan despiadada”.
Esta declaración la hizo Santos el 11 de junio de 2021 ante la Comisión de la Verdad. Al otro día, a las 11:11 de la mañana del sábado 12 de junio de 2021, como si culminara una misión, murió don Raúl Carvajal.

En minutos, la versión de Cuervo cambió del ELN a las Farc, de Tibú a El Tarra. Lo curioso es que ni ese día ni en los siguientes hubo noticias sobre esos enfrentamientos.


Por fin, en 2021, un tribunal especial, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), reconoció que en Colombia al menos 6.402 personas fueron víctimas de los llamados falsos positivos, muertes presentadas ilegítimamente por el Estado como bajas en combate entre 2002 y 2008. Es un hábito universal: instituciones impermeables a la crítica, que siempre responden con el mismo argumento: somos perfectos y solo hay casos aislados. Al parecer, los casos aislados pueden significar muertos, pero no manchas para el inmaculado ejército. Como en Colombia hay más de 10  millones de jóvenes, pues 6.402 casos, así hayan sido fríamente asesinados, así sean muertos, perdón, ‘falsos positivos’, son casos aislados.

Duelo
El caso de Raúl Antonio Carvajal es el de un suboficial que se resiste a esta conducta asquerosa, y lo que sucede pocos días después de esa llamada es otra llamada el 8 de octubre de 2006 que contesta la hermana de Raúl: “Le habla el mayor Cuervo, del Ejército Nacional de Colombia, para reportarle con dolor de patria la muerte del cabo Carvajal. Hubo una operación militar esta mañana en el cerro de El Martillo, por los lados de Tibú, que terminó en un enfrentamiento de un par de horas con una columna móvil del ELN (…) y según se me informa, desde un rancho, entre una loma del alto, un francotirador de la guerrilla les disparó a la cabeza a tres soldados (…). El cabo Carvajal murió en combate”.
Doris Patricia Carvajal no sabía cómo les iba a dar la noticia a sus padres. Sin saber muy bien por qué, llamó al mismo número de donde le habían dado la noticia y pidió que le repitieran “qué paso con Raúl Antonio”: “El cabo Carvajal cayó en combate con otros cuatro soldados, señorita (…). Fue que en el medio de una operación de contraguerrilla, en el Cerro de la Virgen de la vereda de El Tarra, un francotirador de las Farc le dio un tiro de gracia desde una loma”. En minutos, la versión de Cuervo cambió del ELN a las Farc, de Tibú a El Tarra. Lo curioso es que ni ese día ni en los siguientes hubo noticias sobre esos enfrentamientos.

“Don Raúl fue un hombre brillante, un lúcido narrador de la guerra, un padre de un coraje que solo se da acá en Colombia. Su legado es su valor, pero también su comprensión de que hacer justicia acá es contar la historia hasta que no solo sea escuchada, sino comprendida con el corazón y con el estómago”: Ricardo Silva.


Lo que siguió para la familia Carvajal fue rescatar el cadáver de su hijo. El ataúd venía firmemente cerrado con muchas puntillas. Al fin pudieron abrirlo: “Tenía la frente partida en dos, le hacían falta un par de huesos en el cráneo y se le veía un ojo cercenado con sevicia desde la ceja hasta la órbita. Traía en los tobillos y en las muñecas señales de haber sido golpeado, amarrado, torturado. Estaba maquillado, encerado a más no poder, como si no hubiera sido un hombre sino un remedo, un añoviejo”.
Y es aquí en donde aparece el héroe de este libro, don Raúl Carvajal. Dijo Silva en la entrevista ya citada: “Yo supe de don Raúl cuando él cruzó el país desde Montería hasta la Plaza de Bolívar de Bogotá, en su camión, para que todo el mundo se enterara de que le habían devuelto el cadáver de su hijo asesinado. Se sentó con el cuerpo de ese hijo a sus pies. Dijo que se lo habían matado por negarse a cometer ‘falsos positivos’. Y así consiguió que muchos nos fijáramos y que siguiéramos su historia hasta su muerte”.
Y así define Silva al héroe de su libro: “Don Raúl fue un hombre brillante, un lúcido narrador de la guerra, un padre de un coraje que solo se da acá en Colombia. Nació en las montañas de Antioquia. Se llenó de valor en Montería. Vivió de su camión durante muchos años. Fue el esposo de una mujer muy sabia que se llama Oneida Pinto. Fue el papá de Doris Patricia, de Raúl Antonio, de Israel David, de Richard de Jesús. Y al final, cuando se sintió obligado a contar el asesinato de su hijo, día por día, en el furgón blanco que se volvió parte de su identidad, se convirtió en el llamado ‘padre de la resistencia’. Su legado es su valor, pero también su comprensión de que hacer justicia acá es contar la historia hasta que no solo sea escuchada, sino comprendida con el corazón y con el estómago”.
Y añade: “Cada quien se convence a sí mismo, a su manera, de dedicarle la vida a una historia. La historia de don Raúl es una historia para siempre, claro, como una tragedia griega o un poema épico: la historia de aquel padre que, en un país sin padres, dedica su vejez a ser el evangelista de su hijo. Pero también es la historia de ese colombiano justo que atraviesa Colombia para pararse en el centro de Bogotá a contarnos que la guerra está en pie y nos ha empobrecido hasta los huesos. Y también es la historia de su hijo: un soldado honorable que encarna lo mejor de lo que somos porque en nombre de la familia que ama, en nombre del ejército que adora, se niega a cometer ‘falsos positivos’. Y, sin embargo, según mi experiencia, uno solo escribe una novela –que es, repito, vivir toda una vida– si está resolviendo algo muy personal: yo sospecho que, como se lee en 'Historia oficial del amor' o en 'Río muerto' o en 'El libro del duelo, me duele especialmente lo que le sucede al corazón de una persona a la que le han asesiinado a su hermano, su padre, su hijo. Conozco de primera mano ese dolor que no se acaba nunca porque en mi propia familia sucedió un par de veces. Y yo creo que escribirles novelas a esas penas es al menos hacerles compañía”.
Un libro excelente. Un libro doloroso.

Peregrinos
Juan Manuel Ponce, Peregrinos (Taller de Edición Rocca)

Ya en el # 121 de Gozar Leyendo registré el libro Amistad de árbol, del tulueño Juan Manuel Ponce (1949). No existe ruptura formal entre ese libro y el último publicado por él, Peregrinos, pero sí temas nuevos, como unas muy sentidas elegías. La de su amigo, el artista Antonio Caro, termina diciendo: “Maestro Caro, vete al cielo / de los que no conocieron la codicia / y fueron siempre libres”. Y la de Raúl Gómez Jattin –de quien Ponce fue su primer editor– llega a decir: “Tuvo fama y las alabanzas / fueron un bálsamo / de corta duración. / La soledad de la locura lo esperaba en la puerta. / Destino raro el suyo / morir mientras vivía / y vivir después de muerto / con tantas personas que lo aman”. Ponce parece conversar en susurros, comunica sus confidencias, que son las de un hombre que tiene la lucidez de un hombre honesto, la trasparencia de un hombre amable.


La soledad es callada
casi no es justo hablar de ella.
Rodea como un manto las horas
los días, cada minuto.
Se hace querer algunas veces
por último, fatiga.
Luchamos por quitarnos su frío ropaje
pero está pegado a la piel
y se resiste.
Ya que persiste, hay que hacer
tratos con ella: no dictes su voluntad
a mis sueños.
Pon tu mejor cara cuando estemos solos
no pretendía instalarte
entre el amor y yo.
Eres un don y un infierno
igual que el mundo.
JUAN MANUEL PONCE
***
La cadencia secreta de la vida
está en el llanto del recién nacido
en el jadeo del amor
en el ritmo del corazón que ama.
El origen del universo
es la atracción de la materia
urgida por el amor.
El espacio infinito y el mar
caben en un beso.
Toda la eternidad, tu casa blanca
la cordillera, las hortensias del jardín
la luna y las lagunas
celebran este día, ese instante
en que sonríes
como un dios.
Lo grande habla en lo pequeño.
JUAN MANUEL PONCE
***
Entre las piedras grises de Monte Albán
ordenadas hace siglos por pueblos
sapientes y sensibles
honra de dioses desaparecidos
reemplazados por otros
palabras.
Testigos de la vida
y se respira en la gran plaza
una luz de eternidad.
JUAN MANUEL PONCE
***
Hace ya tiempo que la muerte
tomó tu lugar, madre.
El patio donde el guayabo no descansa
de ofrecer sus frutos
me trae tu voz, tu dulce voz
hasta el corazón.
¿Y qué fue de nosotros sin tu luz y tus regaños?
Aquí en la vida repitiendo
lo que parecen vidas únicas
y son en realidad la simple vida.
Ya nuestros nietos saben cantar.
Ha pasado casi toda el agua bajo nuestras vidas.
Pero tu recuerdo sigue joven
como si la muerte fuera
un refugio de la belleza y la ternura
para siempre.
JUAN MANUEL PONCE
***
Tras una bella lectura
quedan volando las palabras en desorden
como una bandada de pájaros
espantada del árbol en que reposan.
Giran unos minutos azarosos
y regresan a sus ramas
en un orden nuevo que es
sin saber
otro poema.
JUAN MANUEL PONCE
***
La lluvia de la noche
no se desprende de los árboles.
A cuentagotas desciende de los techos
no quiere irse y el cielo ya la abandonó.
La lluvia de anoche
como un amor caído
llora ya de no ser.
Demos al sol su merecida bienvenida.
Él dará cuenta de las viejas lágrimas.
JUAN MANUEL PONCE
 

Así limpio el mundo

 

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Recomendado de la quincena:

Así limpio el mundo de María Tabares. Ilustraciones de Santiago Guevara
 

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