Gozar Leyendo con CAMBIO: los recuerdos y consejos de Robert Louis Stevenson
7 Marzo 2024

Gozar Leyendo con CAMBIO: los recuerdos y consejos de Robert Louis Stevenson

'Vivir', del gran escritor escocés Robert Louis Stevenson, es una colección de ensayos, recuerdos y consejos sobre lo divino y lo humano.

Por: Darío Jaramillo Agudelo

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El subtítulo completo de este libro es Ensayos personales y biográficos y lo primero que hay que reconocer es que se trata de una muy consecuente recopilación que sigue con fidelidad los enunciados de ese subtítulo. Lo que no dice por ninguna parte es quién es el autor de esa selección. En todo caso, todos los textos fueron traducidos por Amelia Pérez de Villar.
De entrada, en el primer ensayo, Robert Louis Stevenson (Edimburgo, 1850- Vailima Upolu, Samoa Occidental, 1894) comienza diciendo que “la añoranza que sentimos por nuestra niñez no es del todo justificable” y luego señala, a manera de ley, que “en el universo infantil, un universo donde las sensaciones son borrosas, el juego lo es todo”.
Enseguida, usando sobre todo referencias literarias, Stevenson se dedica a hablar del matrimonio. Para el sentido del pudor de nuestro tiempo, bastante más permisivo que lo que pudo ser para un muchacho escocés de 27 años en el siglo XIX, en las 50 páginas de Virginibus puerisque –así se titula su texto– no hay absolutamente ninguna alusión al deseo ni a las relaciones sexuales. A no ser que se entienda –haciendo un gran esfuerzo– que todo el tiempo, sin mencionarlo, Stevenson está en el tema. A pesar de que recomienda al lector que se case, juzga “el matrimonio, si bien confortable, no es heroico: no cabe duda de que angosta y sofoca el carácter de los hombres generosos. Cuando se casan, los hombres se vuelven vagos y egoístas, y sufren una enorme degeneración de su catadura moral (…). Para las mujeres, sin embargo, el peligro es menor. El matrimonio es de gran utilidad a una mujer: incrementa sus posibilidades en la vida y la instala en la senda de libertad y de la utilidad de tal modo que se case bien o mal, siempre podrá sacar algún beneficio”. Después de esta extraña ley en donde aparece el hijo de puritanos, sentencia: “Si la gente solo se casara cuando se enamora, la mayor parte moriría célibe”.
Vendrá luego una seguidilla de leyes y definiciones a las que no les falta humor: “Consideremos el matrimonio poco más que un tipo de amistad avalada por la policía”. O esta, en la que se hace el harakiri: “Si yo pudiera evitarlo, no me casaría con una mujer que escribiera. La actividad de la escritura ejerce una presión tremenda sobre la inteligencia y, tras una hora o dos de trabajo, no queda en el escritor nada de humano: se convertirá en un matón malhablado y puñales serán para otros sus palabras”, termina diciendo con una alusión a Hamlet (“no usaré puñal, aunque puñales para ella serán mis palabras”).

Libro
En vez de escritores delirando, “Un capitán de barco será el hombre ideal (…), pues las ausencias ejercen una buena influencia en la relación amorosa: la mantienen radiante y sutil”. Y con eso de la escogencia, viene la tapa: “Por último (y esta es quizá la regla de oro) ninguna mujer debería casarse con un abstemio o con un hombre que no fume”.
En todo caso, “es posible que no haya en la vida del hombre un acto más insensato, al que se procede con la cabeza menos fría, que a este del matrimonio”. Más por lo que significa como cambio de vida que porque alguno de los concurrentes esté enamorado. Stevenson piensa que “enamorarse es única empresa ilógica, lo único que estamos dispuestos a considerar sobrenatural en este mundo nuestro tan vulgar y sometido a la razón”. Pero “enamorarse no está al alcance de todos” y llega a conjeturar que tipos como Walter Scott o Henry Fielding nunca llegaron a enamorarse.
Para que el matrimonio funcione Stevenson destaca la sinceridad como una condición. Y ve muchas dificultades en esto porque “las mentiras más crueles suelen decirse en silencio”, porque “la verdad entendida como fidelidad a los hechos no siempre es fidelidad al sentimiento”, porque “la auténtica veracidad es una verdad en espíritu, y no al pie de la letra”.
Cambiando de tema, más adelante Stevenson hace una Apología de los ociosos: “Lo que llamamos ocio, que no consiste en hacer nada, sino en hacer mucho de eso que no reconocen los dogmáticos formularios de la clase dominante”. Para empezar, el ocioso pasa la mayor parte del tiempo al aire libre, con que cuida su salud, “pero, además, el ocioso tiene otra cualidad más importante (…): su buen juicio. Él, que ha contemplado la satisfacción infantil con que los demás ponen en práctica sus aficiones, contemplará la suya con poco más que irónica indulgencia”.

“La literatura, en muchas de sus ramas, no es más que la sombra de una buena conversación”: R. L. Stevenson.


En otro ensayo titulado La edad provecta y la juventud hace un recorrido por las edades del hombre: “Con la prisa que llevamos siempre apenas hemos dejado de ser niños cuando ya somos adultos, apenas nos hemos enamorado cuando ya nos están dando calabazas o nos estamos casando, apenas hemos vivido una etapa de la vida cuando ya pasamos a otra, apenas estamos en plenitud como seres humanos cuando comenzamos el declive que nos llevará a la tumba (…). Cuando un hombre ha vivido la vida de mala gana y ha ido ahorrando para el festival que nunca llega, su existencia se convierte en una especie de tragedia de ritmo histérico que raya con la farsa (…). La infancia está hecha para pasar de largo, igual que la juventud, a medida que se acerca la vejez. La auténtica sensatez es estar siempre en consonancia con la etapa que se vive y acomodarse de buen grado a los cambios de circunstancias”.
En todo caso, dirá más adelante, “si nos detenemos a pensar en la muerte, ¿quién encontrará coraje suficiente para vivir?”. Y, adicto a la paradoja, afirmará irrefutablemente: “Es seguro que, muera un hombre a la edad que muera, morirá joven”.
Ah, ahora a mis 76, tropiezo con esta otra afirmación de Míster Hyde (también de Jekyll): “Cuando un hombre llega a los 70 años su existencia ya en sí misma es un completo milagro”. Mejor sigo.
Sigo con un delicioso ensayo sobre la conversación: “La literatura, en muchas de sus ramas, no es más que la sombra de una buena conversación”. Dice que los temas de la conversación “pueden reducirse a tres: que yo soy yo, tú eres tú, y que hay otras personas de las que se entiende, más o menos, que no se parecen ni a uno ni a otro”. Y precisa que, por un lado, “la conversación es, sin duda, el escenario y el instrumento de la amistad” y, por otro, que “el matrimonio es una larga conversación salpicada de disputas”.

“El mejor artista no es el hombre que pone el ojo en la posteridad, sino el que disfruta con la práctica de su arte”. R. L. Stevenson


Para Stevenson “los almirantes son representativos de lo inglés en toda la extensión de la palabra”. Desnuda la simbología mostrando lo obvio, que los leones no tienen nada que ver con esa isla, cuya identidad está en su relación con el mar: “Imagino que no hay otro país que haya perdido tantos barcos, ni enviado tantos bravos al fondo del mar, como Inglaterra”.
Después, Stevenson muestra la distancia entre Inglaterra y su natal –y amada– Escocia: “La primera impresión que provoca la sociedad inglesa es comparable a la que produce lanzarse de cabeza al agua helada: es posible que el escocés llegue buscando demasiadas cosas, y no hay duda de que su primera experiencia será fallida. Pero tampoco hay duda de que su queja es fundada: seguramente el discurso del inglés carece, en demasiados casos, de generoso ardor, la mejor parte del ser humano se mantiene casi siempre al abrigo del intercambio social y evita horrorizado el contacto de su mente con otra mente (…). El egoísmo del inglés es reservado: no busca el proselitismo. No le interesan ni Escocia ni los escoceses y, lo más antipático de todo, no se molesta en justificar su indiferencia”.
Después de un texto sobre un jardinero (“jardín y jardinero son inseparables: cada uno forma parte del otro”), Stevenson dedica un texto a su padre, Thomas Stevenson, ingeniero de faros, que formaba parte de una cadena familiar en la que varias generaciones se había dedicado a lo mismo. Thomas Stevenson “era un hombre de cepa antigua, en cierto modo: con una mezcla de severidad y dulzura muy escocesa, que al principio desconcertaba un poco; con una melancolía y una disposición profundas y esenciales y (algo que suele acompañar a todo esto) un humor genial cuando estaba en compañía; era astuto e infantil, de afectos apasionados; era un hombre de extremos, con muchos defectos de temperamento, sin un punto de apoyo estable para sí, en medio de las dificultades de su vida. Aún así, era un sabio consejero”. Ah, y “estaba en favor de una ley matrimonial en la que cualquier mujer pudiera obtener el divorcio si lo solicitaba y un hombre no pudiera obtenerlo en modo alguno”. Stevenson dedica dos capítulos a su familia, uno a sus antepasados y otro a la compañía de faros, encabezada por su familia desde el siglo XVIII.

"Las ausencias ejercen una buena influencia en la relación amorosa: la mantienen radiante y sutil”: R. L. Stevenson.


Uno de los textos es una especie de cómico tratado de psicología canina: “La diferencia principal entre el perro y el hombre (…) es que uno puede hablar y el otro no. La ausencia de ese poder del discurso limita al perro el desarrollo de su intelecto y le mantiene al margen de muchas especulaciones, pues las palabras son el origen de la metafísica (…). Los defectos del perro son numerosos: es más orgulloso que el hombre, siente un singular afán de llamar la atención, es tremendamente intolerante al ridículo, suspicaz como los sordos, celoso hasta el punto del frenesí y radicalmente desprovisto de sinceridad”. Y halla un cambio radical –para menos– en el carácter del perro “una vez que dejó de cazar y se convirtió en lamedor de los platos que le pone el hombre”.
El libro se cierra con recuerdos de su época de estudiante entre los que incluye un curioso tratado sobre el paraguas. Y, a lo largo, no faltan las agudezas sobre el arte de escribir: “La dificultad de la literatura no es la que supone escribir, sino escribir lo que quiere expresar uno; y no afectar al lector, sino a sí mismo, tal como uno desea”. O ésta, con la que termino: “El mejor artista no es el hombre que pone el ojo en la posteridad, sino el que disfruta con la práctica de su arte”.

Robert Louis Stevenson

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