La democracia en Colombia y sus momentos críticos

Capitolio Nacional

Crédito: Colprensa

21 Abril 2024 03:04 pm

La democracia en Colombia y sus momentos críticos

El historiador Jorge Orlando Melo hace para la serie de Cambio, Imaginar la democracia, un recuento de la historia de Colombia desde la Independencia hasta hoy, y pronostica lo que nos puede suceder una vez concluya el período presidencial de Gustavo Petro.

Por: Jorge Orlando Melo

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Colombia ha vivido un poco más de 200 años en una democracia, limitada y llena de crisis. Muchos colombianos se han sentido orgullosos de ella y han insistido en que el país, a diferencia de otras naciones, no ha tenido casi regímenes militares ni dictaduras, y en él siempre ha funcionado la legalidad. Pero al mismo tiempo, otros han insistido en que, desde el siglo XIX, este sistema político ha sido muy limitado por la existencia de una gran violencia y porque ha sido una ‘democracia de las oligarquías’.

Jorge Orlando Melo
Jorge Orlando Melo, historiador, profesor universitario y periodista colombiano.
Foto: cortesía Jorge Orlando Melo.

Antecedentes indígenas y coloniales

El territorio colombiano estuvo ocupado por pueblos indígenas de muy diversos grados de desarrollo, que no crearon un modelo político diferente a la autoridad del padre o del cacique. Fueron invadidos por los españoles, que seguían una tradición cristiana de poder monárquico sin límites, excepto los de la religión y las costumbres: en el Nuevo Reino, los descendientes de los españoles pensaban que tenían derechos como elegir cabildos y participar en la gestión pública, pero que los indios, esclavos y mestizos no. Por otra parte, desde la conquista, los indios habían perdido sus tierras a manos de los conquistadores y sólo conservaron en casi todos sus pueblos un pequeño trozo, protegido por la ley, llamado ‘resguardo’. De este modo, los ciudadanos eran los prósperos, los campesinos pobres no tenían ciudadanía y la desigualdad era rasgo central del orden social. 

En el siglo XVIII surgieron ideas según las cuales los ciudadanos eran iguales y la sociedad podía organizarse para que pudieran gobernarse a sí mismos. Los criollos tradujeron los documentos sobre igualdad de derechos y se enteraron de la independencia de los Estados Unidos que dio a sus colonos derecho a gobernar. La crisis de la monarquía española en 1808 permitió a los ‘súbditos’ blancos del imperio formar Juntas Autónomas de Gobierno, en España y América. Desde 1810, dichas juntas se formaron en Cartagena, Bogotá, Socorro y otras ciudades. Algunas de ellas promovieron la idea de un gobierno independiente, en el que los ciudadanos eligieran administraciones que los representaran, limitadas por la ley y por la separación entre poderes ejecutivo, legislativo y judicial. 

‘En el siglo XVIII surgieron ideas según las cuales los ciudadanos eran iguales y  la sociedad podía organizarse para que pudieran gobernarse a sí mismos’

Esta época enfrentó a los defensores de la soberanía tradicional –cada pueblo tenía el derecho a elegir su cabildo– y a los partidarios de una ‘soberanía del pueblo’ que incluyera todo el Nuevo Reino, y condujo a que las primeras democracias –codificadas en más de 15 constituciones aprobadas entre 1811 y 1815–, discutieran sobre el centralismo y el federalismo, e incluso se hicieran guerra por esta razón. En 1821, la Constitución de Cúcuta trató de resolver el primer gran problema de la democracia –¿quiénes son los hombres que tienen derechos?–, dando la ciudadanía sólo a los que la tenían en el gobierno español –los varones notables de los pueblos–, es decir, quienes demostraran un ingreso mínimo y supieran leer y escribir. 

Las guerras de independencia dieron fuerza a los que pudieron dirigir ejércitos. Entre 1826 y 1831, los partidarios de los militares y los defensores de los principios legales, estudiados en las universidades, se enfrentaron en el primer momento crítico de la democracia colombiana: la lucha entre Simón Bolívar, que pretendía establecer una dictadura con base en ‘pronunciamientos’ populares, y Francisco de Paula Santander, defensor del respeto literal a la ley. Finalmente se impusieron los legalistas, y la Constitución de 1821 fue reformada sólo en 1831: la constitución bolivariana, propuesta en Ocaña en 1828, no logró ser aprobada. 

Durante todo el siglo XIX, los militares de la independencia y los abogados se dividieron. Se formaron grupos que querían dar la ciudadanía a más y más habitantes: fueron en general los ‘liberales’, que deseaban que el gobierno representativo tuviera la fuerza del apoyo de los antiguos esclavos, de los indios y los mestizos. Los ‘conservadores’, por su parte, intentaban mantener el orden jerárquico colonial con su ciudadanía limitada a los poseedores de tierras, así como el respeto a las enseñanzas de la Iglesia. Liberales y conservadores lucharon durante todo el siglo XIX, y ambos grupos se apoyaron en ejércitos reclutados por propietarios y funcionarios locales. En las pequeñas parroquias, el gamonal o cacique imponía su voluntad en las elecciones y repartía los cargos públicos a sus amigos. El poder se obtenía por las elecciones, pero había que defenderlo si los enemigos se levantaban en una guerra civil.

‘El poder se obtenía por las elecciones, pero había que defenderlo si los enemigos se levantaban en una guerra civil’

La democracia colombiana en el siglo XIX se apoyó en esas contiendas, pero siempre el poder dependía de las elecciones. En todo el siglo XIX sólo una guerra, la de 1859-61, llevó al establecimiento de un gobierno que había ganado su derecho por la fuerza, aunque fue sometido a refrendación electoral. De este modo, los dirigentes del país aprendieron a ‘respetar’ los resultados de las elecciones, pero limitaron el poder de los políticos más fuertes para que no se impusieran sobre las reglas constitucionales. 

En 1853, los liberales impusieron una reforma a la constitución que otorgó el sufragio universal a todos los varones: esta norma se aprobó un poco después de una ley que liberaba todos los esclavos y que provocó una guerra civil impulsada por los conservadores. Como en 1854 los sectores populares y artesanales atacaron a los políticos amigos de los comerciantes que estaban eliminando esa protección, los dirigentes de los dos partidos se unieron y derribaron al general José María Melo, que, desde una dictadura, apoyaba a los artesanos. Ambos grupos, unidos, avalaron en 1858 la Constitución de la Confederación Granadina, que establecía el federalismo, para evitar que un jefe militar centralista pudiera imponerse sobre las regiones. 

De este modo, el segundo momento crítico de la democracia colombiana fue la época de guerras civiles, uso de elecciones y conflictos por la ampliación de ciudadanía que rigieron, sobre todo, desde 1841 a 1930. El principal empeño de los dirigentes de ambos partidos, en sus diferentes pactos, fue frenar a los políticos con mucho poder: a Mosquera, liberal, al que los radicales impusieron en 1863 una constitución federalista y con presidencias de dos años, sin mucho poder, lo que permitió gobiernos conservadores en algunos estados como Antioquia y Tolima. Después de 1876, dirigentes de los dos partidos se pusieron de acuerdo para frenar el movimiento Olimpo Radical, que chocaba con la Iglesia por la política educativa, y desde 1880 pusieron en marcha La Regeneración. 

Como sucedió en 1854, 1858 y 1863, en 1886 aprobaron de común acuerdo una constitución que buscaba garantizar el poder de los empresarios de ambos partidos, que querían impulsar las exportaciones y la construcción de vías para desarrollar la economía. Además, ambos partidos estaban de acuerdo en algunas políticas sociales, sobre todo en la educación básica de toda la población –aunque concebida en forma muy diferente– y en aceptar algunas reglas laborales como el descanso dominical, que atendían en buena parte las ideas religiosas, vistas como gestos generosos hacia los trabajadores. 

Para mantener la democracia, los dirigentes de los dos partidos insistían en la necesidad de que hubiera elecciones limpias, en las que los políticos locales no impusieran su voluntad, como ocurrió con mucha frecuencia desde 1810. Por eso, cuando otro jefe militar, Rafael Reyes, trató de reformar la constitución para garantizar su permanencia, se unieron otra vez para frenarlo y aprobaron una norma según la cual los grupos minoritarios tendrían siempre algo de poder en los órganos electivos: la regla –vigente desde 1910– de que en toda elección en donde haya tres o más cargos, la minoría debe tener al menos uno. 

'Los dirigentes de los dos partidos insistían en la necesidad de que hubiera elecciones limpias, en las que los políticos locales no impusieran su voluntad'

A pesar de ello, las elecciones seguían siendo fuente de conflictos, fraudes y engaños, y aunque desde 1910 a 1930 hubo más o menos paz, se estableció la cédula de ciudadanía y la obligación de pintar de tinta el dedo al votar, para evitar que muchos ciudadanos lo hicieran más de una vez con complicidad de los jurados electorales. 

En 1930, los comicios dieron el triunfo a los liberales. Fue el único país de América Latina en donde hubo en ese año –tras la crisis mundial de la economía de 1929– una transición pacífica entre partidos rivales. 

Los liberales trataron de retomar entonces algunas de sus propuestas, como el voto universal y la educación libre de control religioso. De este modo, las reformas políticas, y en especial las constitucionales de 1936, con su ‘readopción’ del sufragio universal y de la democracia impulsada por los liberales, llevaron a la ruptura del acuerdo vigente y a la oposición conservadora a la ‘república liberal’, que buscaba frenar a la Iglesia, dar poder al sindicalismo y, también –en lo que estaban de acuerdo los conservadores– promover la educación amplia de la población. Y todos estaban de acuerdo en impulsar las exportaciones, en crear un modelo económico liberal lleno de controles y restricciones al poder económico del Estado, con intervención estatal limitada a algunos apoyos al crecimiento de la economía y al bienestar de los sectores trabajadores, pero basados en impuestos limitados y en el control del crédito público por el Banco de la República. Este conflicto se fue extendiendo por las dificultades para establecer un sistema electoral limpio, y por los esfuerzos del dirigente conservador Laureano Gómez de seguir el ejemplo del modelo de gobierno español, y llevó a algunos golpes momentáneos a la democracia como la prisión, en 1944, del presidente López Pumarejo. 

Desde los años veinte, algunos intentos para reducir estos problemas, sin resolverlos, se hicieron cuando el Estado apoyó, con aceptación de los empresarios, la formación de asociaciones de los más débiles para que, unidas, pudieran contrarrestar el poder de los más adinerados: fueron sobre todo los sindicatos, que entre 1930 y 1949 agruparon a los obreros, los que les dieron algo de poder político, aunque nunca la igualdad. Después, por el tipo de desarrollo económico reciente del país –el predominio de formas de trabajo y mecanismos de contratación informales y por la historia de represión de un sindicalismo que se había vinculado en muchos casos a grupos de disidentes armados– se debilitó nuevamente el sindicalismo, e incluso hoy tiene un poder tenue: en la sociedad colombiana actual no se puede considerar que haya igualdad entre el poder político de los grandes empresarios, dueños de industrias o bancos y propietarios de los medios de comunicación de mayor circulación y audiencia y, por ejemplo, los vendedores ambulantes u otros sectores populares. De todos modos, desde los años veinte, muchos de los dirigentes obreros y de los intelectuales –sobre todo liberales– asociados con ellos, consideraron que el sistema democrático otorgaba todo el poder a los empresarios y llegaron a la conclusión de que sólo mediante la fuerza podrían modificar este fenómeno. La tradición de guerras civiles del siglo XIX servía para evocar la idea de revoluciones armadas, obreras o campesinas para cambiar las reglas que favorecían a los empresarios. 

‘La tradición de guerras civiles del siglo XIX servía para evocar la idea de revoluciones armadas, obreras o campesinas para cambiar las reglas que favorecían a los empresarios’

Estos intentos produjeron la represión violenta de la acción sindical, y varias masacres obreras, como la de las bananeras, en Ciénaga, en 1929. Por un lado, los amigos radicales de los obreros promovían un cambio revolucionario de la sociedad y, por el otro, los partidarios del gobierno defendían la represión violenta para frenar a los “revolucionarios” identificados con criminales. Allí es cuando se plantea lo que podremos llamar el tercer momento crítico de la democracia colombiana: la contraposición entre el sueño de cambio de los liberales, en el gobierno entre 1930 y 1946, en un período en el que, de 1910 a 1948, los liberales parecen dar algo de razón al argumento obrero y promueven desde el poder algunos cambios para favorecer a los sindicatos, mientras que se da el empeño de los conservadores por defender el orden del ataque liberal, masónico y comunista, como fue definido por Laureano Gómez. La tercera gran crisis de la democracia colombiana, que podemos considerar equivalente a la ruptura del orden pacífico democrático y al surgimiento de la violencia entre liberales y conservadores, ocurrió en un ambiente de exasperación creado por las elecciones, y culminó entre 1948 y 1958, cuando se presentó la violencia amplia, sobre todo después del asesinato del dirigente liberal popular Jorge Eliécer Gaitán. 

Jorge Eliecer Gaitán
Jorge Eliecer Gaitán fue asesinado el 9 de abril de 1948.
Foto: Colprensa.

Las autoridades locales usaron su poder para impedir el voto de los opositores, y estos se armaron. Esa violencia se dio por el esfuerzo del partido conservador por recuperar la iniciativa política: la defensa de la tradición cristiana, de la república orgánica y del corporatismo, y la acusación de fraude y corrupción a los liberales, sobre todo electoral: según Gómez, los liberales habían expedido 1.800.000 cédulas falsas a sus seguidores. De hecho, los empresarios de ambos partidos, reunidos en la ANDI, FENALCO y Fedecafé, coincidían en lo esencial de las propuestas: concesiones pequeñas a los sectores laborales a cambio de una política estatal de apoyo y de orden presupuestal, que no trajera mucho impuesto. Pero no apoyaban el radicalismo corporatista de la oposición conservadora. El Partido Conservador, para recuperar el poder sin los límites usuales de la democracia, y atraído por el ejemplo del régimen dictatorial de España, empezó a hacer esfuerzos por cambiar el personal de gobierno local en Boyacá y los Santanderes: estar en el partido de gobierno servía para conseguir chanfa y tener influencia en los contratos locales. El riesgo de perder todo esto llevó a respuestas locales de violencia, en el contexto nacional de enfrentamiento. La violencia era más dura en donde los funcionarios locales no eran grandes propietarios –que eran ausentistas–, sino ante todo abogados y graduados de los colegios. Por eso, esta violencia migró en forma fácil hacia 1950-53 a los departamentos cafeteros, en donde la oligarquía terrateniente era marginal –en sentido económico, tenía mucha tierra, pero la usaba poco–, o a zonas cafeteras, como el suroeste antioqueño, Tolima o el Tequendama, en Cundinamarca.

‘Las autoridades locales usaron su poder para impedir el voto de los opositores, y estos se armaron’

Limitaciones de la democracia y lucha armada: El Frente Nacional

La adopción, desde los años veinte, por la izquierda política –en el contexto de desarrollo económico, surgimiento de la industria y crecimiento de las ciudades–, de una ideología que proponía la adquisición de poder mediante el uso de la lucha armada –sobre la base de una caracterización del sistema político como algo diferente a una democracia “verdadera” y de un relato en gran parte verídico que señalaba que en este sistema político los dirigentes lograban mantener la explotación o la opresión del pueblo mediante las ficciones de la democracia y, cuando estas no eran suficientes, a través de la violencia armada e incluso el poder militar, sin tener que abandonar nunca los sistemas electorales–, condujo a una polarización muy fuerte de la democracia colombiana, e hizo que la violencia armada se convirtiera en un rasgo central de ella.

‘La adopción, por la izquierda política, de una ideología que proponía la adquisición de poder mediante el uso de la lucha armada, condujo a una polarización muy fuerte de la democracia colombiana’

Después de 1951, los simpatizantes de la guerrilla respaldaban lo que se veía como el único camino para lograr el poder popular –la violencia armada revolucionaria–, mientras los defensores del status quo buscaban defenderse usando los elementos más represivos o ilegales de la función estatal. Entre 1946 y 1949 hubo frenos al derecho de huelga, y el gobierno impulsó un sindicalismo cristiano, el de la UTC –se eliminó la prohibición de paralelismo sindical–. En 1949, el Partido Comunista reconoció “al proletariado y al pueblo la necesidad de defenderse, replicando a la violencia de los bandidos fascistas con la violencia organizada de las masas”. 

De este modo, hacia 1951, comenzó el proceso que creaba la cuarta gran crisis de la democracia colombiana, que enfrentó al Estado con la guerrilla, y que contraponía la sociedad existente, desigual o limitada a un modelo utópico de sociedad justa. Esto llevó al enfrentamiento de los conservadores contra las guerrillas liberales y, después, sobre todo, contra las influidas por la visión comunista del cambio social –Villarrica 1954–, y llevó a un golpe militar en 1953, en el que el jefe del Ejército tomó el poder para buscar eliminar la violencia entre liberales y conservadores. Esa violencia siguió, y el nuevo gobierno, de Laureano Gómez, no logró mantener el respaldo de los dos partidos: los empresarios urbanos más importantes acabaron promoviendo nuevamente un acuerdo entre esos partidos, que se expresó en la propuesta del Frente Nacional, en 1957, por la cual liberales y conservadores, que se habían enfrentado a sangre y fuego pero estaban en muchos asuntos de acuerdo, se repartían constitucionalmente el poder, elegían un congreso paritario y alternaban la ocupación de la presidencia de la república, al menos hasta 1970 en las normas, pero hasta los noventa en la realidad. 

De este modo, el motivo fundamental de la violencia política clásica, el enfrentamiento electoral entre dos partidos con una adhesión emocional fuerte de la población, se eliminó. Y fue reemplazado por la defensa de la violencia como medio para cambiar el sistema como una de las múltiples y necesarias “formas de lucha”, que debían combinarse y aplicarse todas… Y esto se sostuvo por los partidarios del cambio social, influidos por el marxismo, en forma dogmática: la revolución es algo predeterminado, un paraíso terrenal ordenado desde siempre por la “dialéctica de la historia”: las contradicciones del sistema económico y social local llevarán a una crisis final y, de esta, surgirá la república comunista. Pero esto conduce a una utopía que no fue vista realmente como paraíso terrenal por los obreros –ni por los campesinos, dejados en gran parte al lado–. 

La debilidad de la izquierda electoral, que lleva a muchos reformistas a proponer en diversos momentos la “revolución armada” como el único camino eficaz, estaba en que para la población su utopía no era atractiva. Era llamativo el reformismo, la legislación laboral (salario mínimo, descanso obligatorio, jornadas limitadas, atención de salud). Pero esto se compartía con el liberalismo y hasta con buena parte de los empresarios conservadores. Por eso era clave pintar al conservatismo y a toda la oligarquía como opuestos a estas reformas: sólo la revolución las garantizaba. Y este sigue siendo el dilema de la izquierda: los objetivos absolutos de fondo parecen incompatibles con algunos de los medios relativos, graduales y pausados de lograrlos.

El dilema de la izquierda sigue siendo que los objetivos absolutos de fondo parecen incompatibles con algunos de los medios relativos, graduales y pausados de lograrlo

La adopción del Frente Nacional, en 1958, produjo un creciente desencanto de liberales y conservadores con los dos partidos tradicionales. En 1970, el candidato opositor, Gustavo Rojas Pinilla, casi le gana al aspirante del Frente Nacional, Misael Pastrana. Esta desilusión popular con el Frente Nacional fue vista por la izquierda como una señal de que sus propuestas estaban ganando el apoyo de la población y podría, eventualmente, llegar a tener el voto de la mayoría: desde entonces, la ‘línea electoral’ se vuelve muy importante en los partidos de izquierda. Lo que estaba ocurriendo era que, en el marco del crecimiento urbano, las masas de las ciudades no tenían un apego tan radical a los partidos tradicionales y se enfrentaban a problemas nuevos de adquisición de vivienda o de subsistencia y regulación del trabajo, y esperaban que los gobiernos, no importa quién los formara, frenaran el alza de precios y ayudaran socialmente a los grupos débiles con políticas de vivienda y de apoyo laboral. 

‘La adopción del Frente Nacional, en 1958, produjo un creciente desencanto de liberales y conservadores con los dos partidos tradicionales’

Esto condujo a que en la guerrilla se creara un movimiento que expresaba este anhelo confuso de un cambio radical: el M-19. Y su acogida popular hizo que los dirigentes de la sociedad se dividieran entre los partidarios de una represión muy fuerte de la guerrilla y sus ‘simpatizantes’, y quienes estuvieran de acuerdo en que la violencia era en buena parte resultado de una democracia que no funcionaba y de unas ‘condiciones objetivas’ de injusticia que no podían resolverse. Y en estos grupos dirigentes se formaron tendencias reformistas, que buscaban cambiar las condiciones objetivas de injusticia, y que se enfrentaron a los seguidores del orden en los dos mismos partidos tradicionales, que se dividieron. Muchos, encabezados por Belisario Betancur y los jefes liberales, empezaron a promover una negociación con la guerrilla para buscar una solución pactada al conflicto. 

La negociación condujo, desde 1982, a varios acuerdos de paz, el más importante de los cuales fue el del gobierno de Barco con el M-19 y otros grupos armados. Esto llevó en 1991 a la convocatoria de una constituyente, que fue impulsada en gran parte por los grupos armados, y entre ellos la UP: un grupo legal creado por la guerrilla de las Farc para buscar también la revolución por medio del voto. Esa negociación se complicó por la presencia de grupos armados basados en el negocio de la droga, que se inspiraron en el ejemplo de la guerrilla para buscar negociaciones y concesiones del Estado. En efecto, desde los setenta, en el contexto de una sociedad desesperada y sin muchas salidas, el tráfico de estupefacientes se había convertido en un elemento esencial de la economía. Había producido grupos armados en el campo y en las principales ciudades, que desafiaban a la Policía y al Ejército y, eventualmente, se aliaban con algunos de sus miembros; y había introducido formas de conflicto político y de violencia delictivas muy elaboradas, que alcanzaron su mayor auge a finales de los ochenta, cuando desafiaron la capacidad de control del Estado con una ola terrorista que tuvo su peor año en 1989. 

‘Desde los años setenta, en el contexto de una sociedad desesperada y sin muchas salidas, el tráfico de estupefacientes se había convertido en un elemento esencial de la economía’

La democracia ampliada de 1991: sus limitaciones en el último medio siglo

Entre 1930 y hoy, el problema de la democracia ha estado en su vinculación estrecha con una situación de violencia. La generada entre los dos partidos tradicionales, se frenó en parte con el Frente Nacional, pero fue sustituida por otra que tenía como objetivo el cambio social y por la que tenía un componente fuerte de delincuencia: violencia para apoyar negocios criminales. Desde 1990 a hoy, los ideólogos políticos colombianos reformistas han seguido promoviendo otra vez una visión del país que ha logrado un amplio acuerdo: Colombia es muy desigual, corrupta y violenta, y esto debe corregirse por una reforma radical que cree una sociedad justa e igualitaria. Esta reforma, en principio, por la oposición de las oligarquías y las limitaciones de la democracia, sólo es posible mediante una revolución armada, pues las masas engañadas no votan por lo que quieren. 

‘Entre 1930 y hoy, el problema de la democracia ha estado en su vinculación estrecha con una situación de violencia’

De todos modos, la Constitución de 1991 hizo algunas reformas claves: como uno de los problemas en el que había cierto acuerdo era el dominio excluyente de los dos partidos tradicionales –que se habían repartido legalmente ese poder–, trató de debilitar esos partidos al crear un sistema de elección al Senado que daba más fuerza a los grupos pequeños pero presentes en varios lugares. Además, estableció muchos mecanismos de ‘participación’ ciudadana: la revocatoria del mandato, el plebiscito, el referendo, etc. Fortaleció además la protección de los derechos humanos, que volvió a enunciar expresamente en el texto constitucional –lo que se había omitido en 1886– y diseñó un mecanismo de exigencia popular –la tutela– que hizo que muchos ciudadanos descubrieran con sorpresa una frase hecha a la medida: “¡Como que yo también tenía ese derecho!”. Además de mecanismos de protección legales, como el de acudir a Corte Constitucional, etc. 

Firma de la Constitución de 1991
Firma de la Constitución de 1991. De izquierda a derecha: Álvaro Gómez, Antonio Navarro y Horacio Serpa.
Foto: Colprensa. 

El efecto involuntario de la reforma de 1991, sobre todo del cambio en las formas de elección y de la ampliación de la descentralización administrativa, que permitió dirigir recursos tributarios a los pueblos y zonas rurales para hacer pequeñas obras públicas y pagar servicios sociales, fue fortalecer el clientelismo. Este se convirtió en una forma central de distribución de fuentes presupuestales del gobierno nacional a las localidades, la cual muchas veces se fue organizando en manera corrupta: los dirigentes locales, que tenían el apoyo de los habitantes para hacer determinadas obras y contaban ahora con el apoyo de grupos ilegales y paramilitares, organizaron los sistemas de contratación para quedarse con parte importante de esa financiación y para nombrar a sus amigos en cargos públicos, como había ocurrido desde 1810. La corrupción se convirtió en forma dominante de operación del gasto estatal, a veces sin hacer las obras., a veces con una buena organización operativa, que llevaba a que “robaran, pero hicieran”. 

En la realidad, se ha modificado el consenso sobre lo que es posible lograr, en especial después de que la Constitución de 1991 amplió el campo político. En efecto, antes de ese año el consenso, promovido por los empresarios y acogido por los jefes tradicionales de los dos partidos, era que podía avanzarse gradualmente dentro de un sistema capitalista ampliando la participación popular y logrando una distribución de beneficios sociales más extensa. Para ello era esencial tener una política económica prudente, que evitara los riesgos de las revoluciones –como las de Cuba o Venezuela–, pero que estuviera abierta a algunos elementos de avance social. Había que mantener los impuestos dentro de límites que no llevaran a la desestimular la inversión, y ampliar lentamente los servicios sociales –educación, salud y apoyo a vivienda, sobre todo– en un nivel que garantizara la adhesión de la mayoría de los electores. Esto llevaba a una democracia limitada, con altos niveles de abstención electoral y un Estado incapaz de controlar al menos los problemas centrales de la vida diaria, como la inseguridad, y de gestionar con algo de eficacia los problemas creados por la urbanización acelerada del país. 

Al mismo tiempo, los partidos tradicionales se estaban desbaratando y reemplazando por conjuntos de organizaciones locales clientelistas fragmentadas. Violencia, inseguridad, corrupción y alta desigualdad seguían marcando la democracia entre 1970 y el año 2000, aunque los indicadores económicos y sociales principales estaban mejorando. 

En los últimos 30 años, después de 1991, los movimientos populares no han podido definir un proyecto político alternativo, y han estado vacilando sobre cómo lograr el cambio social y reducir la corrupción. Los grupos de notables de ambos partidos han confirmado su acuerdo básico de luchar contra la violencia mediante las elecciones y el uso de los mecanismos represivos, el ejército y la policía, aunque el rechazo general ha hecho que se condenen las formas de represión más violatorias de los derechos humanos: las desapariciones o, después de 2002 o de 2016, los ‘falsos positivos’ y la persecución de dirigentes populares, que se apoyan en gran parte en la estrecha relación local entre las organizaciones sociales, las guerrillas y los grupos campesinos vinculados con la siembra de la coca y su procesamiento y comercio, que hace que muchos tiendan a suponer, sin razones concretas en cada caso, que las víctimas tienen que ver con los grupos armados que dominan esas zonas.

De este modo, el país ha oscilado entre un populismo represivo, que da importancia a derrotar la inseguridad, y el relato del país injusto y socialmente atrasado y violento con los movimientos populares. Mientras la guerrilla tenía algún apoyo importante, esto consolidaba, por reacción, la fuerza política de grupos que promovían ante todo la seguridad, como el uribismo. 

‘El país ha oscilado entre un populismo represivo, que da importancia a derrotar la inseguridad, y el relato del país injusto y socialmente atrasado y violento con los movimientos populares’

Pero, en 2016, los principales grupos guerrilleros, ante las propuestas de paz del gobierno de Juan Manuel Santos, abandonaron su lucha y el enfrentamiento ha sido desde entonces entre el populismo represivo y el revolucionario, ambos con apoyo y bases electorales y con sitios de ensayo en las ciudades, donde deben mostrar cierta eficacia mínima administrativa y de gestión, sobre todo en relación a la inseguridad diaria y a los problemas de los sectores más pobres, de transporte, vivienda y condiciones básicas de vida. 

Los grupos de intelectuales que daban apoyo a la lucha armada fueron tentados por la posibilidad de lograr acuerdos de paz que permitieran algunas de las reformas propuestas. Las negociaciones incluían elementos de reforma social fuertes, como en los años ochenta o noventa, pero también débiles, como en La Habana en 2010-2016, con algo de reforma agraria local –‘territorial’ se convirtió en la palabra para indicar esas reformas tibias y localizadas–, y algo de cambio en la administración del orden público o en la propiedad de la tierra. 

Mientras tanto, algunos de los procesos sociales, en parte estimulados por la reforma de 1991 y en parte por cambios económicos, modificaron el contexto. La población tiene más acceso a la educación y a los medios sociales y la vivienda urbana se reformó radicalmente a partir de 1970 con los UPAC, lo que transformó las ciudades. Las mujeres y las minorías se han hecho más visibles y sus representantes tienen más peso en el sistema político. La atención de salud fue reformada y ampliada con la ley 100 de 1994. No se han encontrado mecanismos eficientes y universales para mejorar la distribución del ingreso, excepto subsidios a los ancianos y a las familias con hijos en las escuelas, que han llegado a parte importante de la población rural y de los barrios populares. 

De este modo, el animus de los ciudadanos tiende a ser de rechazo a la lucha armada –sobre todo por el secuestro y por las condiciones generales de violencia, que conducen a nuevas formas de retaliación–, de simpatía difusa por movimientos radicales que expresan sus deseos, de confianza en que el clientelismo o los subsidios permitirán mejorar las condiciones propias, o incluso de certeza en que un triunfo electoral de la izquierda o de los sectores enemigos de la corrupción pueda dejar recursos para mejorar las condiciones de vida de los trabajadores informales o los habitantes de los barrios populares. Así, desde 2002, el voto de la izquierda –algo ambiguo, pues iba a grupos que habían renunciado a la lucha armada, pero se apoyaban en las guerrillas–, ha aumentado sustancialmente, sobre todo cuando sus representantes han sido claros en el rechazo a la lucha armada. En 2016, la desaprobación del acuerdo de paz con las Farc por la mayoría, muy estrecha, de los votantes, mostró que la mayor parte de la población no está de acuerdo con los objetivos de los grupos armados cuando trata de imponerlos con las armas. Cree que conduce a más violencia y a más corrupción. 

Al mismo tiempo, las elecciones de 2018, 2022 y 2023 mostraron que los partidos sólidos de Colombia se habían deshecho, tanto los tradicionales (liberal y conservador) como los de oposición (Partido Comunista), y que se está reviviendo cierto grado de populismo, heredero de la Anapo y grupos similares, sobre todo en las zonas urbanas, que enfrenta a los que desean más políticas sociales y los que esperan sobre todo un gobierno que muestre su autoridad y pare la inseguridad y la corrupción.

Los sectores empresariales en los partidos tradicionales parecen aceptar, pese a las declaraciones enérgicas contra los impuestos y contra el reemplazo de la iniciativa empresarial por la estatal, que los gobiernos subsidien más y más al electorado, que busquen soluciones a los problemas de acceso a pensiones y a salud y que traten de reducir, siempre que no dañen el ambiente económico, la desigualdad social, y también que intenten otorgar poder a las minorías que el relato vigente señala como víctimas: los indígenas y los afrocolombianos, los trabajadores informales y los campesinos desplazados y sin tierra. El electorado es, por su parte, cada vez más educado y más universitario y, de hecho, ha abandonado al apoyo a la lucha armada y se define como de centro, o incluso del centro del centro. 

La revolución no parece ya atractiva para la población, pero no hay programas reformistas radicales, ni partidos con un proyecto claro de cambio, ni movimientos sociales organizados. En cierto modo, lo que puede esperarse en el futuro es que los avances sociales se sigan logrando poco a poco: habrá más gente con educación, acceso a salud y contrato laboral, pero también menos informales y gente sin pensión. Pero la contraposición ‘dueños de los medios de producción’ y ‘obreros’ del marxismo tradicional, parece haber perdido todo sentido y no resulta ya clara. En el futuro, casi todos los trabajadores tendrán contrato y pensión de retiro, mientras que la educación y la salud serán universales. En ese momento, ¿qué justificaría al cambio social radical? ¿La posibilidad de definir la orientación esencial de la sociedad, si se trata de una sociedad centrada en la acción empresarial (liberal) o en la iniciativa del estado y de los ideólogos que puedan orientarlo (socialistas)? 

Así pues, la democracia bajo la Constitución de 1991, que podríamos llamar el quinto momento crítico de la democracia colombiana –corrupta, violenta, administrativamente ineficiente, clientelista, pese a sus rasgos positivos y sus esfuerzos de desarrollo participativo– ha hecho evidentes limitaciones hoy comunes con muchos países: población descontenta pero sin proyectos de reformas, utopía social comunista sin apoyo real y gobiernos atrapados por la corrupción y la incapacidad de frenar la inseguridad y la violencia de los grupos criminales, y de gestionar con gran éxito la economía y las nuevas tecnologías. Una democracia que, pese a su representatividad, se ve insuficiente y en crisis permanente, sujeta siempre al riesgo de la protesta (o “participación”) popular. 

A esta democracia le surgió una variante en 2022 al elegirse un presidente proveniente de la guerrilla, pero que había reiterado al menos desde hacía unos 40 años su compromiso democrático. A partir de 2026 es probable que Colombia confirme esta nueva fase de su democracia, si ella logra sobrevivir, demostrando su tradicional solidez institucional. Y los ciudadanos pueden decidir en las elecciones entre apoyar al gobierno actual, que estará probablemente en una crisis presupuestal y de ejecución inmensa, o escoger un opositor de éste. Será entonces, en su sexto momento crítico, de 2026 en adelante, una democracia que alternará probablemente períodos dominados por la preocupación por la inseguridad, y periodos dominados por el cambio social, la defensa del medio ambiente y la mejor seguridad social de los sectores más débiles. 

Gustavo Petro
Posesión Gustavo Petro, presidente de Colombia. 
Foto: Colprensa. 

Si Colombia logra demostrar la fuerza institucional y mantener el esquema de cambio democrático, habrá sectores que lograrán la elección al identificarse, por la gestión en las grandes capitales regionales, con la represión policial al delito, al homicidio y al hurto. El desencanto con sus resultados sociales puede llevar a la alternación periódica con gobiernos empeñados en ampliar los sistemas de pensiones, educación y salud públicas. Estos gobiernos probablemente no lograrán resultados económicos muy positivos, y serán reemplazados a su vez. De todos modos, en esa alternación, los viejos problemas que han condicionado la democracia, como la pobreza masiva, el trabajo informal o la desigualdad en las ciudades, irán resolviéndose y Colombia se modernizará poco a poco al extender muchos beneficios sociales a las poblaciones intermedias y a algunas zonas rurales. 

Lo que seguirá será la corrupción, desafortunadamente tolerada si viene con una gestión eficaz. Vías, escuelas y hospitales se construirán para una población más exigente, con ingresos a sus contratistas, de modo que, si la compra de votos u otras formas burdas de corrupción logran reducirse, se reemplacen por nuevos tipos de contratos con el Estado y nuevos desarrollos tecnológicos. En efecto, esta fase puede estar muy marcada por el uso de los medios de comunicación virtuales, por elementos de propaganda e información falsa estimulados por el populismo y por el enfrentamiento entre grupos políticos denunciados por sus oponentes en ámbitos virtuales como corruptos, violentos y mentirosos. 

También parece difícil reducir bruscamente, sin procedimientos arbitrarios, la actual violencia. Los alcaldes tratan de hacerlo presionando al gobierno nacional para aumentar el número de policías, que funciona por su capacidad disuasiva más que judicial o investigativa: su presencia hace menos probable que los delincuentes roben un celular o una bicicleta, pero no que haya una mejor investigación y se condene a los culpables. De hecho, por el millón de asesinatos cometidos en los últimos 40 años (25.000 anuales) hay unos 25.000 presos, apenas los responsables de un año. De este modo, el sistema judicial y la amenaza de cárcel no reducen el delito, y éste se concentra en los sitios donde la delincuencia armada tiene grupos más fuertes, y donde hay cultivos, procesamiento y embarque de coca. 

Por esta razón, los problemas pendientes de la democracia en Colombia parecen ser hoy la inseguridad criminal –incluyendo en ella los grupos de origen guerrillero vinculados a las drogas y la influencia de estos grupos sobre los cultivos de coca–, el abuso de la autoridad y la corrupción, la ineficacia de los sistemas judiciales –se sanciona a un porcentaje mínimo de delincuentes–, la debilitad administrativa para gestionar salud y educación o los problemas urbanos –transporte, servicios públicos, basuras, barrios populares– y la falta de un compromiso mayor de la población urbana y rural pobre con los valores democráticos, así como la escasez correlativa de organizaciones populares. La educación puede en parte ayudar a introducir ciertos elementos democráticos en el ambiente social, a impulsar desde la escuela el hábito de resolver los problemas mediante la discusión y el debate como forma de aprender a vivir con los conflictos, que ya se reconocen como inevitables, sin soñar con eliminarlos. Pero puede que se acojan políticas represivas como las de El Salvador, respaldadas por una población exasperada por la violencia cuotidiana y los delitos comunes. 

Para enfrentar desde un punto de vista democrático y no represivo estos problemas, tendrían que formarse movimientos sociales amplios y pacíficos que impulsen el cambio social igualitario, aunque todavía los debates sobre algunos de los servicios principales parecen darse ante todo entre sus partidarios, que no definen bien sus rasgos ni cómo se pondrán en práctica, y los que, por el peso de la opinión empresarial, se oponen, pues no están de acuerdo con los mecanismos centrales para lograrlos: altos impuestos o empresas estatales para su gestión. 

Ya se abandonó la petición de reforma urbana, frecuente entre 1950 y1970, y ha desaparecido casi del todo la movilización por ‘reforma agraria’, que se ha reducido a un eslogan de intelectuales urbanos. Del mismo modo, frases como “educación gratuita para todos” o “no más informalidad,” se promoverán y llevarán a acciones adecuadas a las condiciones fiscales de los próximos años. Un país sin reformismos radicales, con populismos alternos, uno que subraye la seguridad y otro la justicia social y el medio ambiente, pero sin grandes reformas reales y con cambio social gradual, parecen ser las alternativas más probables de la democracia colombiana. La sociedad colombiana parece estar agobiada por problemas como inseguridad, pobreza, sesgo social y deficiencia de la educación, etc., y es probable que la democracia tampoco funcione muy bien con la población menos pobre y mejor educada, pues los problemas que enfrentamos requerirán muchos años y muchos esfuerzos para resolverlos, y la democracia no es una solución mágica para esos problemas. Pero habrá que seguir haciendo el esfuerzo. 

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