¿Qué es la democracia?

Crédito: Colprensa

¿Qué es la democracia?

¿Cómo fueron los orígenes de este sistema político y los aportes que a través de la historia han hecho no sólo los grandes pensadores, sino los líderes de los diferentes movimientos políticos a lo largo de la historia colombiana? El abogado y doctor en ciencia política, Mauricio García Villegas, responde.

Por: Mauricio García Villegas

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Con mucha frecuencia damos por entendidos los conceptos claves del sistema político, pero tal vez no deberíamos pasar por alto sus complejidades. Todos tenemos una idea de democracia que vale la pena profundizar, confrontar y enriquecer y a eso se destina este proyecto. 

Mauricio García
Mauricio García Villegas, profesor de la Universidad Nacional de Colombia, columnista y ensayista.
Foto: cortesía Mauricio García Villegas. 

Empecemos entonces por los orígenes. La democracia, tal como la entendemos hoy, es un concepto moderno que fue afinado entre los siglos XVIII y XIX. Es verdad que los griegos antiguos también hablaban de democracia, pero la suya era una democracia de tipo directo, es decir, basada en la reunión del pueblo en la plaza pública (el ágora) para tomar las decisiones políticas fundamentales. Aunque conservamos algo de ella (cuando votamos en un plebiscito, por ejemplo), nuestro sistema no es el de una democracia directa debido a que nuestros pueblos son demasiado grandes, lo cual hace imposible reunirlos en un lugar e incluso, si eso fuese posible, no habría un método fiable para que se debatiera y se tomaran decisiones. 

‘La democracia, tal como la entendemos hoy, es entonces liberal, de ciudadanos e individuos que actúan colectivamente sin perder su autonomía, sin disolverse en el pueblo’

Pero hay una diferencia aún más importante. Los griegos tenían una visión organicista de la sociedad. Para ellos, la sociedad era un cuerpo en el que, como en todo órgano viviente, las partes son menos importantes que el todo. Esto significa que un individuo (o un grupo) siempre está subordinado a la sociedad. Las nociones de dignidad humana y derechos individuales no existían en la Grecia antigua, y por eso se justificaba el sacrificio de una persona en beneficio de la colectividad. Las minorías no tenían voz o, peor aún, eran vistas como enemigas del cuerpo social. Para nosotros, modernos, o al menos hijos de la modernidad, el fin primordial del sistema político es el individuo, y éste, como lo dijo Kant, no puede ser tomado como un medio para alcanzar fines sociales. 

Esto muestra que el gran aporte de la modernidad al pensamiento democrático es el liberalismo, es decir, la teoría política según la cual, para garantizar las libertades, hay que establecer controles estrictos al ejercicio del poder político. La democracia tal como la entendemos hoy, es entonces liberal, de ciudadanos e individuos que actúan colectivamente sin perder su autonomía, sin disolverse en el pueblo. Más aún, los pensadores modernos, como los antiguos griegos, desconfían de la democracia entendida como el gobierno de las multitudes. Hamilton y Madison, por ejemplo, estaban convencidos de que el pueblo era demasiado emocional y con frecuencia se inclina por la defensa de intereses politiqueros, a lo cual llamaban ‘faccionalismo’. Sólo hasta finales del siglo XIX, cuando la democracia se conecta con el liberalismo, adquiere una connotación positiva. 

‘Los pensadores modernos, como los antiguos griegos, desconfían de la democracia, entendida como el gobierno de las multitudes’

Hasta aquí he señalado dos elementos esenciales de la definición de democracia: 1) la participación del pueblo en las decisiones del poder político y 2) el respeto de la dignidad humana y de los derechos individuales. A esto debemos agregar un tercer elemento, también moderno, y es la existencia de normas previas que regulen la participación democrática y el ejercicio del poder. Esto significa que la democracia no es el gobierno del pueblo, como se suele pensar, sino la participación reglada del pueblo en las decisiones políticas. En la modernidad no se adoptó la democracia a secas, sino una democracia con adjetivo: la democracia constitucional. 

‘La democracia no es el gobierno del pueblo, como se suele pensar, sino la participación reglada del pueblo en las decisiones políticas’

Con estos tres elementos podemos armar la siguiente definición mínima: la democracia es el sistema en el cual los ciudadanos participan en la toma de las decisiones políticas, lo hacen en un ambiente de derechos y de competencia libre de ideas e intereses y se someten a reglas previamente establecidas en una constitución.

Democracia
Crédito: Germán Hernández y Carlos Sanabria. 

Esta definición puede parecer poco satisfactoria. Muchos la consideran fría, legalista y procedimental. La democracia, dicen, necesita más sustancia, menos reglas, más pueblo. Los desencantados suelen proclamar su insatisfacción invocando El contrato social, de Jean-Jacques Rousseau, un pensador singular, agudo y nostálgico de mediados del siglo XVIII. En ese libro luminoso se explica cómo el poder debe ser el resultado de un contrato (supuesto) entre gobernados y gobernantes. En una democracia, señala Rousseau, el poder político es el reflejo de lo que llamó la voluntad general, que no es otra cosa que el querer real del pueblo; repito estas últimas palabras porque son muy importantes: “el querer real del pueblo”. 

La voluntad individual, explica Rousseau, coincide con la voluntad general, y si alguien piensa lo contrario es porque está errado y no se da cuenta de lo que realmente quiere (o es un traidor). Y aquí viene la escena central del teatro roussoniano: el contrato social tiene lugar cuando cada individuo cede todos sus derechos a la voluntad general. Tal cosa parece una renuncia muy propia de régimen autoritario, pero Rousseau dice que esto no es así y lo explica con la siguiente voltereta lógica: cuando la persona cede todos sus derechos a la voluntad general, en realidad no cede nada porque su voluntad individual coincide con aquella. 

Varias objeciones saltan a la vista. La primera y más evidente es que no es tan fácil establecer qué es la voluntad real del pueblo y menos aún en sociedades tan complejas como las que tenemos hoy. Todos los políticos, cómo no, dicen saberlo y hablan en nombre del pueblo, pero eso es más un ejercicio retórico que algo real y la prueba es que no siempre están de acuerdo entre ellos. En segundo lugar, incluso si pudiésemos saber qué es esa voluntad, cuál es su contenido, es difícil saber quién tiene derecho a representarla: ¿el líder del partido mayoritario? ¿La asamblea popular en pleno? ¿Un comité nombrado por las mayorías? El mismo Rousseau era consciente de esos problemas y por eso advirtió que su voluntad general no podía ser representada por nadie. Más aún, pensaba que la democracia era demasiado exigente. “No ha existido –decía–, ni existirá jamás una verdadera democracia” (eso es asunto de ángeles), y eso debido a que requiere de muchas condiciones, entre ellas las siguientes: un Estado con tan pocos habitantes que permita reunir a todo el pueblo, costumbres sencillas, mucha igualdad social, de rangos y fortunas, y mucha austeridad. 

Pero los admiradores de Rousseau desatendieron esa advertencia y sostuvieron que la voluntad general no sólo sí existía, sino que podía ser representada. El abate Sieyès, en ¿Qué es el Tercer Estado?, dice que los representantes de esa voluntad son los diputados elegidos en la Asamblea Nacional, y Robespierre, algunos años más tarde, sostuvo que él y sus colegas del Comité de Salvación Pública encarnaban esa voluntad; convencimiento que, de paso, les facilitó el camino para imponer el terror al final de la revolución francesa. 

La idea de una voluntad popular única, indivisible y encarnada por alguien, produjo un atractivo irresistible no sólo en los revolucionarios franceses sino en muchos otros teóricos de la democracia que vinieron después, entre ellos el mismo Karl Marx y también Carl Schmitt, este último vocero de una ideología completamente opuesta a la de Marx, y en la que algunos vieron una fuente de inspiración para el nazismo. Esta idea sigue produciendo un gran encanto hoy en grupos radicales de izquierda y de derecha.

El problema con las visiones roussonianas de democracia es que ponen el énfasis en el primer elemento de la definición mínima, es decir en la participación, y subestiman los otros dos, que son los puntos clave de la tradición liberal. 

¿Significa esto que las versiones roussonianas son las únicas que desvirtúan el sentido de la democracia? No. Las versiones liberales, o mejor, ciertas expresiones de democracia liberal, también lo hacen. Ya dije que algunas ideas de Rousseau fueron malinterpretadas al tomar por practicable lo que era un simple ideal. Pero no sólo ocurrió eso: otras de sus ideas, a pesar de ser factibles, fueron olvidadas o se desvanecieron en el tiempo. Entre ellas destaco dos: 1) la necesidad de una relativa igualdad social. Una sociedad no puede funcionar bien –decía Rousseau– cuando los ricos son tan ricos que pueden comprar a los pobres y estos tan pobres que se ven tentados a venderse a los ricos. Esa idea sirvió de inspiración a la tradición socialista del siglo XIX, que ha sido, como el liberalismo, una corriente de pensamiento muy importante para la socialdemocracia y para lo que hoy conocemos como Estado social de derecho. Y 2) las virtudes cívicas. Rousseau admiraba el mundo antiguo y añoraba el compromiso de los atenienses con su sociedad, su amor por las leyes y su compromiso con el cuerpo social. Muchos otros autores anteriores a él pensaban lo mismo. Montesquieu, por ejemplo, decía que la democracia era el reino de la virtud, contrapuesto al reino del miedo. Incluso Maquiavelo, que tiene la injusta fama de ser el cínico de la teoría política, creía que sin virtudes no había república. 

Pues bien, en estas dos ideas –igualdad social básica y virtudes cívicas– encarnan dos elementos adicionales para enriquecer la definición de democracia, que dejará así de ser mínima e insustancial. 

El liberalismo contemporáneo, quizás demasiado atado a un capitalismo arrogante e invasivo, vive de espaldas a estos dos elementos. En primer lugar, desconoce el hecho de que hoy algunos individuos y grupos sociales han adquirido tanto poder que pueden capturar la institucionalidad democrática a su favor. El dinero ha tomado el lugar que antes ocupaban los títulos nobiliarios, lo cual afecta, entre muchas otras cosas, el derecho a la igualdad de oportunidades y la libre competencia democrática. A esto se agrega el hecho de que la pobreza sigue siendo, para muchos, una condena irredimible, tal como ocurría antes, cuando la sociedad estaba dividida entre nobleza, clero y pueblo. En segundo lugar, el liberalismo alimenta un tipo de democracia rutinaria y coja, sin el atributo antiguo de las virtudes públicas. Tal vez hemos caído en el polo opuesto al roussoniano, es decir, en la sequía de sentido y del civismo. 

En síntesis, a la visión roussoniana le falta liberalismo y a la versión liberal le falta sentido social. 

Resumo lo dicho con una metáfora. El debate democrático puede ser entendido como una toma de posición en la fluctuación de un péndulo que se mueve entre las visiones roussonianas de la democracia, entendidas como expresión de la voluntad popular, y las visiones liberales, que ven la democracia como un sistema de reglas que limitan la acción de los gobiernos. Como suele ocurrir en muchos de estos debates teóricos, el punto que mejor recoge la tradición democrática es la intermedia, es decir la que asume el máximo posible de participación democrática compatible con el máximo posible de regulación de la voluntad popular.

Pero de todo esto, de conceptos, de transformaciones y de desafíos, tendremos ocasión de hablar en extenso durante la publicación de estas columnas. Bienvenidos.  

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