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Democracia, libertades y justicia social: una defensa del Estado social y democrático de derecho
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En una nueva entrega de la serie “Imaginar la Democracia”, el jurista e investigador de De Justicia, Rodrigo Uprimny, en su columna titulada “Democracia, libertades y justicia social: una defensa del Estado social y democrático de derecho”, ilustrada con nuestra caricatura, aborda el complejo debate que el mundo ha planteado entre el liberalismo y el socialismo.
Por: Rodrigo Uprimny
Desde la segunda mitad del siglo XIX hasta hoy ha habido una discusión política y filosófica muy fuerte sobre la compatibilidad entre la democracia liberal y la búsqueda de la justicia social. Este debate a veces ha sido planteado como el enfrentamiento o la complementariedad entre el liberalismo y el socialismo, o entre los derechos civiles clásicos provenientes de las revoluciones liberales y burguesas (como los derechos a la intimidad, a la propiedad o la libertad de expresión) y los derechos sociales (como los derechos al trabajo, a la educación, a la salud o a la vivienda) reivindicados por los movimientos de los trabajadores y las distintas expresiones del socialismo.
Simplificando, es posible encontrar cuatro posiciones en esta compleja discusión, que calentó los enfrentamientos políticos en el siglo XX y sigue viva: i) el neoliberalismo, ii) el comunismo leninista, iii) el socialismo democrático y iv) el Estado social de derecho fundado en un liberalismo igualitario.
Primero, encontramos las posiciones neoliberales, a veces autodenominadas libertarias, fundadas en un individualismo radical, las cuales consideran que la protección de las libertades individuales y de un Estado que tenga límites y no invada todo, que es la esencia del liberalismo, es incompatible no sólo con el socialismo sino con los derechos sociales, por lo cual es necesario sospechar y en general oponerse a cualquier política redistributiva que busque la justicia social.
Esta corriente defiende entonces una visión limitada de la democracia: ésta debe centrarse en proteger la llamada libertad ‘negativa’ o puramente liberal de las personas, esto es, la posibilidad que éstas tienen de actuar sin interferencias ajenas, ya sea del Estado o de otros particulares. La propiedad es vista entonces como un elemento decisivo para amparar esa libertad, en la medida en que ofrece al individuo una órbita reservada en donde puede actuar de manera autónoma. La función esencial del Estado es entonces proteger y amparar esa libertad negativa y su sustento esencial, que es la propiedad.
Estas perspectivas ven en el mercado un mecanismo óptimo de regulación social, pues representa un orden espontáneo, que permite la maximización de la libertad personal, ya que todas las interacciones se hacen de manera consensuada. El Estado debe amparar la libre iniciativa privada y proteger los contratos y la propiedad, a fin de permitir un armónico desenvolvimiento del mercado que, por la famosa mano invisible postulada por Adam Smith, permite a su vez el mayor bienestar colectivo.
A partir de esos supuestos, estas visiones consideran que la sociedad justa es aquella en donde el Estado protege esas interacciones de mercado, defendiendo a las personas contra la violencia, el robo y el fraude. Para Robert Nozick, por ejemplo, es justa una sociedad que respeta las reglas que rigen la apropiación de bienes y su transmisión, sin importar el resultado que estas transacciones puedan producir.
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‘Algunos consideran que la sociedad justa es aquella en donde el Estado protege esas interacciones de mercado, defendiendo a las personas contra la violencia, el robo y el fraude’
Estas posturas concluyen entonces que toda política redistributiva es injusta, pues implica que el Estado transfiere la propiedad de unas manos a otras, sin el consentimiento de los afectados, lo cual viola la libertad individual. Y conduce a un Estado autoritario, pues la única manera de lograr esa transferencia no consensual de propiedad es imponiéndola por la fuerza; el reforzamiento del poder estatal, en detrimento de la libertad individual, es entonces visto como inevitable. Estos enfoques son por ello enemigos de los derechos sociales, que consideran incompatibles con las libertades individuales y destructores del orden liberal. El padre moderno del neoliberalismo, Friedrich Von Hayek, sintetizó a su modo esa tesis en el título del conocido libro de su conocido libro: El camino a la servidumbre.
Visiones leninistas
La segunda posición es la izquierda radical y comunista, en especial aquella que funde sus raíces en el leninismo, la cual comparte paradójicamente con el neoliberalismo una premisa básica: que la justicia social es incompatible con el liberalismo, por cuanto éste se funda en la propiedad privada y en el individualismo, que son las bases de la economía capitalista que comporta la explotación de las clases trabajadoras y reproduce las desigualdades y la pobreza.
Estas visiones leninistas llegan, sin embargo, a la conclusión contraria del neoliberalismo porque consideran que es imposible lograr una sociedad justa en el marco del capitalismo, que es un modo de producción fundamentado en la apropiación de la plusvalía de los asalariados por parte de los dueños de los medios producción. Es necesario, pues, para estos enfoques, superar el capitalismo si queremos una sociedad justa y libre de explotación, lo cual sólo puede lograrse a través de la socialización de los medios de producción. Por consiguiente, quien defienda la justicia social, como lo hace el socialismo, tiene que oponerse al liberalismo que, como diría Lenin, protege libertades burguesas, en especial el derecho de propiedad, que hacen imposible el socialismo.
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‘Quien defienda la justicia social, como lo hace el mejor socialismo, tiene que oponerse al liberalismo que, como diría Lenin, protege libertades burguesas’
Por eso, en su tradición más ortodoxa, las corrientes de izquierda cercanas al leninismo consideraron que era necesario superar la democracia liberal –caracterizada por la representación, la propiedad y las libertades individuales– a fin de reemplazarla por la dictadura del proletariado (en el enunciado original de Lenin) o por formas de democracia popular y directa fundadas en consejos o asociaciones de los trabajadores, semejantes a los soviets de la revolución bolchevique.
El ideal liberal
Frente a las anteriores dos visiones que ven incompatible la democracia liberal y la búsqueda de justicia social, encontramos otras dos que se apartan de ese planteamiento por cuanto no ven una contradicción irresoluble entre la democracia liberal y la justicia social; por el contrario, consideran que son compatibles y se necesitan mutuamente.
Para estas visiones, el ideal liberal de que el Estado proteja nuestra autonomía para que podamos desarrollar nuestro proyecto de vida tiene sentido y debe ser mantenido. Pero consideran que el liberalismo individualista e insolidario, que defiende un mercado sin restricciones, es insuficiente por su insensibilidad frente a las desigualdades sociales y a las privaciones materiales, que hacen que para las grandes mayorías las libertades reconocidas no sean reales por cuanto las personas en la miseria no logran realizar sus potencialidades. Por eso la promesa del liberalismo de igual libertad para todos sólo podría alcanzarse si también se garantizan efectivamente los derechos sociales, y no sólo los derechos civiles y políticos, lo cual supone tomar medidas redistributivas a fin de reducir las desigualdades extremas y erradicar la pobreza para que todas las personas ejerzan efectivamente su libertad.
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‘Para otro, el liberalismo individualista que defiende un mercado sin restricciones es insuficiente por su insensibilidad frente a las desigualdades sociales y a las privaciones materiales’
Sin embargo, estas corrientes consideran que la conquista de la justicia social sólo tiene sentido emancipatorio si se hace preservando las libertades individuales y los procesos democráticos, por lo cual estas visiones rechazan el leninismo y combaten todo autoritarismo.
Tradiciones ideológicas
Las corrientes que ven continuidad entre liberalismo, democracia y justicia social son muy diversas e incluyen al menos dos variantes.
De un lado (y es la tercera posición sobre la relación entre la democracia liberal y la justicia social) encontramos el socialismo democrático, defendido por autores como Jean Jaurès en Francia o Gerardo Molina en Colombia, que busca eliminar la propiedad privada sobre los medios de producción y superar el capitalismo (y por eso se proclaman socialistas) pero preservando políticamente la democracia y las libertades individuales, por lo cual su socialismo es democrático y no autoritario, como el de Lenin.
Gerardo Molina, en su injustamente olvidado libro Proceso y destino de la libertad de los años cincuenta, planteó esa complementariedad entre las libertades individuales del liberalismo y la liberación de las privaciones materiales propugnada por los socialistas. Defendió un socialismo democrático, respetuoso del Estado de derecho, pues consideraba que el socialismo genuino era “un hijo directo del liberalismo”, que lo perfeccionaba al superar sus limitaciones. Molina no ignoraba las tensiones entre esas tradiciones ideológicas, pero creía que podían ser armonizadas creativamente en una forma de socialismo democrático, que debía ser conquistado y defendido por medio de las libertades democráticas, lo cual explica su rechazo a la dictadura del proletariado.
De otro lado, encontramos posturas más moderadas, que aceptan el capitalismo, pero siempre y cuando éste sea progresista e igualitario. Es la cuarta postura que defiende una forma de constitucionalismo social en el marco de una economía social de mercado.
Un ejemplo es el último libro de Stiglitz, el cual, incluso desde su título (El Camino a la Libertad), quiere ser una respuesta a las posturas neoliberales de autores como Von Hayek, a fin de defender un capitalismo capaz de lograr justicia social y satisfacer los derechos sociales. Este tipo de posturas propugnan por una armonización de la economía de mercado con la garantía de los derechos sociales en el marco del Estado democrático: es el constitucionalismo social.
En este texto defiendo esta cuarta alternativa, para lo cual comienzo por desechar las alternativas socialistas, entendidas como la superación del capitalismo por medio de la socialización de los medios de producción. Soy muy escéptico frente a esta posibilidad, no sólo por los resultados pobres de las experiencias socialistas del pasado y las del presente, sino además por una razón teórica: comparto, con autores como Piketty, que el marxismo no ha dado una respuesta satisfactoria a cómo organizar, sin caer en el totalitarismo social y económico, una sociedad en donde el capital privado ha sido totalmente abolido. Por ello considero que el mercado y la propiedad privada juegan un papel necesario y positivo en las democracias modernas y las economías postindustriales. Pero eso no significa, para nada, defender el neoliberalismo, el cual me parece inaceptable tanto filosóficamente como por sus resultados efectivos.
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‘El marxismo no ha dado una respuesta satisfactoria a cómo organizar, sin caer en el totalitarismo social y económico, una sociedad en donde el capital privado ha sido totalmente abolido’
A nivel filosófico, considero que la reducción de la libertad humana a la libertad negativa, como lo hace el neoliberalismo, es cuestionable al menos por dos razones complementarias, que han sido destacadas, de diversas maneras, por autores como Van Parijs o Amartya Sen a nivel internacional, o el colega de la Universidad de Antioquia, Francisco Cortés, en nuestro país.
De un lado, la concepción neoliberal radical es ciega frente a las condiciones sociales que permiten realmente el goce de la libertad, pues desconoce completamente que aún si ni el Estado ni los otros intentan obstaculizar mi comportamiento, el ejercicio de ciertos derechos reconocidos por el ordenamiento jurídico, me es imposible sin los medios materiales suficientes para ello. Así, por utilizar un ejemplo trillado, a pesar de que el Estado no prohíba que las personas viajen al extranjero, es claro que quien carezca de los recursos económicos para costearse el transporte, carece en la práctica de la libertad de entrar y salir del país. El reconocimiento formal de un derecho no es entonces suficiente, si la persona no tiene asegurados los medios materiales para su ejercicio.
De otra parte, estas perspectivas no han logrado justificar de manera consistente por qué sería ético respetar la actual distribución de recursos y de propiedad. Ejemplo de ello son Nozick y otros autores quienes consideran que es justa toda aquella situación que sea resultado de comportamientos que hayan respetado las reglas de apropiación de las cosas y de circulación de la propiedad por medio de intercambios libres. Sin embargo, estos autores no han logrado formular un principio de apropiación respetable.
La justificación más usada por esas perspectivas para defender la propiedad inicial sobre bienes naturales es algo parecido a la figura de la ocupación del viejo derecho romano, según la cual tiene derecho a la cosa quien la ocupe por primera vez. Sin embargo, tal principio, aplicado rigurosamente conduce inevitablemente a escándalos morales.
Supongamos que una persona ocupa la única fuente de agua que existe en un desierto. Conforme al principio de apropiación, tendríamos que aceptar lo inaceptable de estas dos situaciones: que la mencionada persona pueda legítimamente dejar morir de sed a todos los otros habitantes de la región, o que pueda imponerles un precio impagable por un simple vaso de agua. Precisamente para evitar esos ‘horrores morales’, incluso un neoliberal radical como Nozick acepta la llamada cláusula lockeana, según la cual la adquisición originaria por ocupación no se justifica si la apropiación de un bien afecta negativamente derechos de terceros. En esos eventos, concluye Nozick, para que la adquisición de un bien escaso sea posible, los afectados deben recibir una compensación adecuada. De esa manera, el principio de apropiación mantiene cierta respetabilidad, al evitar consecuencias moralmente escandalosas como las hambrunas, pero a riesgo de minar sus propias bases, pues, como lo destacan Sen y Van Parijs, una vez que hemos admitido que la propiedad puede ser limitada para evitar injusticias sociales extremas, entonces ya no es claro cuál es el límite que la propiedad y la libertad negativa representan para las políticas redistributivas.
La defensa a ultranza del Estado mínimo y del respeto radical a la propiedad es insostenible filosóficamente, pues implica la aceptación de situaciones que no sólo afectan gravemente la libertad real y la dignidad de las personas, que no logran desarrollar todas sus potencialidades y capacidades, sino que erosionan la calidad de la democracia. ¿Quién puede razonablemente negar que la falta de alimentación, salud, vivienda o educación afecta la dignidad humana y, por ende, disminuye la capacidad de las personas para ser libres y operar como ciudadanos autónomos? Esto lo entendieron, hace más de 200 años, autores tan diversos como Rousseau y Adam Smith.
El primero señaló en El Contrato Social que el ejercicio de la libertad democrática supone un mínimo de igualdad fáctica, a fin de que “ningún ciudadano sea suficientemente opulento como para comprar a otro, ni ninguno tan pobre como para ser obligado a venderse”. Por su parte, Smith indicó en La Riqueza de las Naciones que la satisfacción de ciertas necesidades, como la alimentación o la vestimenta, era indispensable no sólo para asegurar la supervivencia física de las personas sino también para que éstas tuvieran la “capacidad de aparecer en público sin sonrojarse”.
Fuera de lo anterior, los resultados económicos y sociales del neoliberalismo son cuestionables. Por cuestiones de espacio no abordo en esta columna este aspecto y me limito a recordar que la globalización y las políticas neoliberales que la han acompañado, si bien permitieron cierto crecimiento y la reducción de la pobreza en algunos países, se acompañaron de un incremento profundo de la desigualdad y de la precarización de la situación de los trabajadores. Esto es grave, pues la desigualdad, como lo han mostrado Richard Wilkinson y Kate Pickett en su best-seller en Inglaterra The Spirit Level, los países que tienen mayor igualdad tienen mejores resultados en casi todos los campos que los más desiguales, como en violencia, salud, esperanza de vida, abuso de drogas, confianza interpersonal y satisfacción general con la vida. Y la movilidad social es mayor en esos países igualitarios, como los nórdicos, que en aquellos en los que la desigualdad se ha incrementado, como Estados Unidos, lo cual muestra que el llamado ‘sueño americano’ de que cualquiera puede llegar a ser exitoso gracias a su propio esfuerzo, tiene ahora mayores probabilidades de realizarse en Dinamarca o Suecia.
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‘La globalización neoliberal y las políticas que la han asistido, si bien permitieron cierto crecimiento y la reducción de la pobreza en ciertos países, se acompañaron de un incremento profundo de la desigualdad y de la precarización de la situación de los trabajadores’
Además, la desigualdad ha deteriorado la calidad de la democracia no sólo porque alimenta los populismos autoritarios sino porque ha permitido una influencia excesiva e indebida de los dineros de los más poderosos en los procesos electorales y ha deteriorado las virtudes cívicas ciudadanas, como la solidaridad, que son necesarias para que exista y subsista una democracia vigorosa. Basta constatar ese deterioro en Estados Unidos. Por todo eso soy partidario de una economía de mercado, pero debe ser una economía social de mercado y no una sociedad de mercado, que es en el fondo la aspiración neoliberal. El mercado debe estar domesticado por la democracia y encuadrado por los derechos sociales y ambientales.
La democracia constitucional genuina supone entonces el reconocimiento de al menos tres tipos de derechos constitucionales: unos derechos de defensa contra el Estado, a fin de amparar la autonomía de la persona y protegerla contra el gobierno arbitrario, que son los derechos liberales; unos derechos a la igual participación política (o derechos de ciudadanía política), que tienen su expresión más clara en la universalidad del voto; y, finalmente, unas garantías materiales, que configuran una suerte de ‘ciudadanía social’, pues sólo con ellas existirán verdaderamente ciudadanos libres e iguales y con capacidad de participar en la deliberación democrática. En el fondo eso es el Estado social y democrático de derecho establecido en nuestra Constitución.