Militar fue echado del Ejército por reportar robo de fusiles que irían al Clan del Golfo
16 Abril 2023

Militar fue echado del Ejército por reportar robo de fusiles que irían al Clan del Golfo

El sargento segundo Carlos Mario Gómez Hincapie.

Crédito: Alfredo Molano

La historia del sargento Carlos Mario Gómez, un almacenista que descubrió ventas clandestinas de armas y municiones del Ejército en una zona dominada por el Clan del Golfo.

Por: Alfredo Molano Jimeno

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Cuando el sargento segundo del Ejército Carlos Mario Gómez Hincapié llegó al batallón Vélez en San Pedro de Urabá, supo que su traslado era una nueva prueba de las muchas que ha enfrentado en los más de 19 años de servicio militar. Lo que no alcanzó a imaginar es que en pocos días su carrera acabaría por cuenta de hacer lo correcto. Tampoco alcanzó a sospechar que por cumplir las leyes y respetar las normas, como en teoría se lo enseñaron, su vida correría riesgo. La razón: el suboficial, que llegó para asumir como almacenista, se percató al recibir el inventario del batallón de que las cuentas de armas, municiones y elementos de intendencia no cuadraban. Encontró un faltante de casi 90.000 cartuchos, 22 fusiles y 130 granadas, entre otros elementos. 

“En cuanto llegué al batallón en San Pedro tuve un inconveniente con el comandante. El señor me pidió que le hiciera un servicio de carácter personal, humillante; yo le saqué el reglamento y le dije que yo no hacía eso, que yo había sido enviado como almacenista, que tenía 20 años en el Ejército y no había sido entrenado para atender caprichos de los superiores. El señor se puso furioso y me echó. Yo ni había recibido el almacén. Volví a Carepa y me le presenté a mi superior, le conté lo que había pasado y el mayor me ordenó volver a San Pedro porque le daba tranquilidad mi trabajo”. Esta situación, más el afán del anterior almacenista por entregar a las carreras su puesto, le despertó sospechas. 

“Me querían entregar dos almacenes, cuando la norma establece que sólo puede ser uno por almacenista. Me negué y le advertí al cabo que yo iba a contar cada cartucho y cada fusil antes de firmar el recibido. Y así lo hice, a pesar de que encontré todo un desorden que de entrada facilitaba el descontrol. Armas tiradas en el piso, desbaratadas, con los seriales borrados, granadas revueltas con morteros, cajas de municiones revueltas. Un absoluto caos. Me llamó la atención la pérdida de unas granadas americanas que son de Plan Colombia y tienen muchos controles. Faltaban 130 granadas, 22 fusiles y casi 90.000 cartuchos. Era demasiado material perdido para un batallón mazamorrero, entonces hice un informe de 40 páginas. Duré un mes largo pasándole revista a todo el batallón y solicité una investigación”, detalla el almacenista.

Esta decisión, de formalidad y prevención, desató un viacrucis en la vida del sargento Gómez. De inmediato empezó a recibir presiones, le decían que debía estar equivocado, que revisara otra vez, que tranquilo que esas armas y las municiones aparecían, que debía buscar bien, esperar que volviera una compañía. De las excusas fútiles pasaron a los ofrecimientos. Le dijeron que seguramente ese problema se podía arreglar, le ofrecieron 100 millones de pesos, lo trataron de caramelear para que dejara la intransigencia, y como esto tampoco funcionó, empezó la fase de las amenazas y el terror. Al celular del sargento empezaron a llegar mensajes y llamadas amenazantes, circuló un panfleto de un nuevo plan pistola decretado por los del Clan del Golfo. 

“Empecé a sentir miedo por mi vida y la de mi esposa, se me acercaban soldados a decirme que tuviera cuidado, que me estaba metiendo con gente poderosa y peligrosa. Me contaron que un anterior almacenista había hecho mucha plata en poco tiempo y que justo lo habían matado unos días atrás. Yo empecé a ver la cosa complicada. Mi mamá sufría horriblemente porque decía que me iban a matar, mi esposa no podía dormir de la angustia. Yo mismo sentía que tenía la mira sobre mí. Mejor dicho, la vida se me transformó totalmente por hacer mi trabajo con honradez”, sostiene.

Desde el momento en que Gómez puso en conocimiento de los superiores sus hallazgos se ordenaron tres revisiones más. Incluso, a juicio del sargento, estos procesos que siempre arrojaban las mismas cuantías, parecían estar orientados más que a esclarecer a impedir que él pudiera hacer la trazabilidad en el sistema de quiénes eran los responsables de las pérdidas, a qué unidades se habían asignado y las maniobras que habían realizado para borrar las huellas en el sistema.

“Estábamos en una nueva revista cuando me llegó la baja. Eso me pareció raro porque yo, que estuve en personal del Ejército, sé que esos procesos no son tan expeditos y que no suele ocurrir que un mismo día se informe del llamado a calificar servicios y se dé la notificación. Pero eso me pasó a mí.  Yo para ese momento ya había informado al Ministerio de Defensa lo que venía ocurriendo, por eso, el mismo ministro se comunicó conmigo por teléfono, le conté lo que había encontrado y le dije que tenía miedo de que me pasara algo. Él ordenó que sólo saliera por aire, pero trataron de mandarme por tierra, yo creo que para matarme”, relata.

Cuenta el sargento que una vez le notificaron de su baja le dijeron que se fuera del batallón como pudiera, pero que se negó porque tenía miedo y porque para irse debía llevarse todo el trasteo que un mes antes había llevado a San Pedro. Pero el oficial se negaba a cumplir la orden del ministro y relata Gómez que incluso le llegaron a decir que dejara a su esposa y se fuera en un vehículo que iba a salir del batallón. “Querían mandarme por una trocha muy peligrosa, pero un soldado me advirtió que si me subía en el carro, me iban a matar. Me negué y le informé al ministro de lo que querían hacer conmigo. Entonces él se comunicó y ordenó que me sacaran en el helicóptero. Y a regañadientes, porque decían que no iban a gastar un helicóptero en un sargento, tuvieron que aceptar. Eso sí ordenaron que nadie me ayudara a cargar ni una maleta. Me sacaron como un perro por la puerta de atrás”, añade.

En el documento del llamamiento a calificar servicios se argumenta que Gómez fue retirado por un proceso de falsos positivos que cursa en la Procuraduría desde 2007, lo que a juicio de su abogado, Héctor Castellanos, configura una desviación en el uso de esta figura. “Yo he cargado 16 años con ese proceso, ha afectado mis ascensos y lo he asumido con transparencia porque yo quiero que salga la verdad. Yo no hice nada malo. Yo no maté a nadie. He gastado mi capital defendiendo mi nombre y seguiré haciéndolo. El responsable de esa muerte es un capitán que está prófugo. Mientras que yo y el sargento Mesa somos los empapelados y estamos respondiendo. Pero no es verdad que me hayan sacado por eso. Es un proceso que tiene 16 años sin resolverse por inoperancia de la justicia, y vienen a sacármelo hoy, justo cuando denuncio corrupción. Eso es raro, más cuando la otra persona vinculada a ese proceso en las mismas condiciones que yo permanece activo”, argumenta.

San Pedro de Urabá es un municipio del norte de Antioquia de apenas 30.000 habitantes. Su historia, como la de muchos pueblos del país, ha sido atravesada por la guerra. Fue fundado por colonos que huían de La Violencia en la década de los 50. A finales de la década de los 80 vio el surgimiento del paramilitarismo de la casa Castaño, y desde hace dos décadas permanece bajo el estricto control social y político del Clan del Golfo. Esto sí lo sabía el sargento Gómez, quien, según dice, le ha dado dos vueltas a Colombia por negarse a pagar sobornos a cambio de traslados. “Yo sabía que llegaba a un pueblo caliente, donde no se mueve una hoja sin la autorización de los paramilitares, pero lo asumí como una nueva prueba en mi camino y me encomendé a Dios, que tantas veces me ha sacado del atolladero”, relata a CAMBIO este suboficial de 40 años.

Es un hombre de 1,70 de estatura, robusto y de marcado acento paisa. “Nací en una familia de campesinos. Mi mamá era sola y levantó cuatro hijos. Me cuentan que cuando ella estaba embarazada de mí, la guerrilla nos sacó de la tierra en que vivíamos, en Remedios, y fuimos a templar a Don Matías. Allí pasé mi niñez. A mi padre lo conocí muy poco, pero fue triste porque cuando estábamos empezando a tener relación lo mataron los paramilitares. Las injusticias y el dolor que le causaron a mi familia los delincuentes alimentaron mi deseo de ser militar. Cuando yo tenía nueve años, a mi mamá la estafaron, perdimos la casita en Don Matías y nos fuimos a vivir a Medellín. Allá hice mi bachillerato y me gradué con buenas calificaciones, incluso me ofrecieron una beca en la Universidad de Antioquia, pero la rechacé porque yo quería ser soldado”, narra Gómez desandando los recuerdos de una vida pasada por necesidades.

Cuenta, por ejemplo, que para poder ser soldado tuvo que pasar dos años sin salir de la escuela en Tolemaida. “Los fines de semana todos salían de permiso y se iban a ver a sus familias, yo no tenía para el bus. Entonces el sargento Marín decía: El que no salga de permiso se queda a lavar baños con cepillo de dientes. Y así pasé prácticamente dos años, sin ver a mi familia, aprendiendo la disciplina y pasando humillaciones”, recuerda. Estas situaciones forjaron el carácter de un militar que siente que en la institución que le ha dado todo también prevalece una cultura de injusticia y abusos basada en rangos y jerarquías. De ahí que ha aprendido que su mejor defensa es aferrarse a las normas y los manuales. En su relato, Gómez cuenta diferentes episodios en los que tuvo que exigir que se cumpliera el reglamento sin importar el rango y cómo esta exigencia le ha costado caro.

La verticalidad del sargento Gómez le salvó la vida y su honor. Y no es la primera vez que se enfrenta a personas más poderosas que él. En 2015, cuando se desempeñaba en medicina laboral del Ejército, recibió la carpeta del general Alberto José Mejía, quien había sido nombrado comandante del Ejército por parte del entonces presidente Juan Manuel Santos. A Gómez le llegó el proceso para certificar el cumplimiento de los requisitos y darle visto bueno para el ascenso, pero al futuro comandante de las Fuerzas Militares le faltaba la entrega de un examen. Gómez se negó a aprobar la lista de chequeos y argumentaba que tanto los generales como los soldados deben cumplir las normas. Entonces se le vino el mundo encima, lo llamaban coroneles y mayores a presionarlo. Él se mantuvo en su posición hasta el final. Le tocó al oficial de mayor rango del Ejército allegar a la ventanilla su muestra de orina como a cualquier uniformado.

Esta actitud le ha costado muchos problemas, como cuando estuvo a cargo del almacén del batallón 21 Vargas en Granada, Meta, y se percató del faltante de más de 200.000 municiones y un importante número de visores nocturnos. “Eso que pasó en Meta es muy grave. Yo identifiqué el faltante e informé a los superiores. Se hicieron investigaciones y no sé en qué habrá quedado eso, porque a mí me trasladaron”, refiere el sargento. Esta misma incorruptibilidad le provocó la enemistad con un alto oficial que quiso que le aprobara su carpeta de ascenso sin cumplir los requisitos. “Con ese coronel tuve un problema gravísimo. Me ofendió, me amenazó y casi terminamos a los puños, pero yo tengo más respeto por las normas que por los rangos. Y pienso que él ha sido una de las personas que me han perseguido, pero la historia me dio la razón, él terminó preso por proteger a alias la Gargola, y yo, en cambio, tengo mi conciencia limpia porque hice lo correcto”, dice.

Pero ese respeto por las normas no sólo le ha traído desencuentros. También fue así como conoció a su esposa, con quien lleva casado más de 16 años. Él estaba de centinela en Tolemaida y ella pretendía pasar por el batallón sin portar la cédula ni el permiso. Se negó a dejarla pasar y ahí se conocieron, después se enamoraron y han pasado las duras y las maduras juntos. Ella también ha sufrido por la terquedad de su esposo. Un hombre que se obstina en que las órdenes se cumplen o la milicia se acaba. La pasión de Gómez no es la guerra, sino la contabilidad y el orden. Cuenta que cuida que cada bala del Ejército sea utilizada de forma correcta, porque si está en manos equivocadas serviría para matar soldados o civiles.

“Mi carrera como almacenista fue marcada por un episodio en Arauca. Un compañero fue herido con un mortero; cuando fuimos a atenderlo nos dimos cuenta de que lo habían herido con una munición oficial del Ejército, tenía nuestro serial. Desde entonces cuido que las armas y municiones oficiales no se pierdan. Es la única forma de garantizar que no sean utilizadas para asesinar compañeros”, concluye Gómez, quien se niega a aceptar que en un pueblo como San Pedro de Urabá, con apenas 30.000 personas, haya más municiones perdidas que habitantes.         

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