Daniel Samper Ospina
3 Julio 2022 03:07 am

Daniel Samper Ospina

A PETRO LE ESCRIBO

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Apreciado Gustavo:

Antes que nada, permíteme felicitarlo por su nueva designación como presidente de la República y tratarlo de igual a igual, es decir, de Tú a Usted, como usted suele hacerlo (como tú sueles hacerlo) para redactar la primera solicitud que hago a su gobierno, el gobierno del amor, el gobierno humano: el gobierno del amor humano en que todos esperamos vivir sabroso y comprender, de paso, que vivir sabroso consiste en vivir en paz y no necesariamente en viajar de costa a costa en un tren eléctrico elevado, ojalá con el tiquete subsidiado, porque esto acá no es de atenidos a ver qué hace el gobierno por cada uno de nosotros.

Es esto, presidente.

Desde que en disputadas elecciones obtuviste la Presidencia, el país ha observado con asombro un giro en la trama política digno de La rosa de Guadalupe. Ahora la telenovela nacional parece encaminarse hacia un grandioso final feliz, de música de violines y besos bajo el atardecer, gracias a tus maniobras de jefe de Estado: en una misma semana, fundiose usted con Rodolfo Hernández en un abrazo comparable únicamente a los que el propio ingeniero reparte a las damas en sus paseos en yate; se tomó un café con Germán Vargas Lleras, quien piensa dar una mano —vaya paradoja— a su gobierno;  y, en el momento cumbre de la trama, se sentó durante media hora, a solas, con Álvaro Uribe, para hablar de sus temas: frente a frente, hombre a hombre,  presidente a presidente. ¿Cómo rompieron el hielo, mi estimado Gustavo? ¿A quién se le ocurrió poner un helicóptero de adorno en el centro de la mesa?  Y sobre todo: ¿de quién era la oficina en que se reunieron? ¿Era esa la famosa oficina de Envigado? ¿O estaban sentados en una notaría, acaso? ¿Era la de Yidis Medina? 

Imagino el preámbulo del encuentro, el momento en que cada uno pide a su respectiva comitiva que les permitan hablar a solas, y me estremezco. No sé si los próceres de la historia aprovechan aquellos espacios de intimidad para entrar en confianza comentando temas domésticos como la crianza de los hijos:

—A la que voy a dejar instalada en París es a mi hija Sofía, presidente Uribe…
—Lo mejor con los hijos es mano firme, presidente Petro: mi chiquito no me tomaba jugo de fresas con banano por las pepitas hasta que lo hice comerse el vómito y santo remedio…

O si, por el contrario, aquella media hora íntima es el único momento de sus vidas para hablar con brutal sinceridad: 

—Presidente Petro: ¡si usté me persigue para que me metan preso, yo me cuelgo una piedra en la nuca y me tiro al Magdalena!
—Presidente Uribe: yo no te meto preso, pero usted me dejas gobernar.
—Pero es que me preocupa que usté cambie un articulito para quedarse en el poder y se convierta en un presidente eterno: casos se han visto…
—El cambio es ahora, presidente Uribe: vamos a vivir sabroso…
—¡Camine, pues, al Ubérrimo! 
—La próxima es en Chía…

De un momento a otro, usted, presidente Petro, el candidato que despertaba mayores temores en el grueso del país, se conviertes en el verdadero ingeniero civil de la contienda por tu manera de construir puentes. Pasamos del miedo a Petro a la adhesión unánime a Petro. Sí: a lo mejor deba gastar el dinero de las reformas en mermelada para que la clase política las apruebe. Pero la concordia que se respira por estos días es evidente, al punto de que ya uno no sabe cuál es la próxima buena noticia con que nos sorprenderá. Sostiene una línea de comunicación con Álvaro Uribe, acaso un chat de Whatsapp para mandarse al menos emoticones; nombra ministros de la calidad de José Antonio Ocampo para matizar sus más extremas propuestas de campaña; enseña con el ejemplo a sus rabiosas bases la importancia de la reconciliación. A la fecha ha inspirado a Fernán Martínez para firmar la paz con Juanes, a Shakira para conversar de nuevo con Piqué. Yo mismo pienso sostener una cita con un plato de changua, en la oficina de un abogado amigo conservador y rezandero, para que limemos diferencias. Y sé de buena fuente que, con su ejemplo como norte, la Virgen María se reconcilió con el ingeniero Hernández, asunto que en su momento no pudo conseguir ni siquiera Íngrid Betancourt.

Presidente: muchos tenían la prevención de que con tu gobierno nos convirtiéramos en otra Venezuela, pero por culpa tuya estamos corriendo un riesgo mucho peor: volvernos otra Costa Rica: un país donde nunca sucede nada emocionante, donde todos conviven en una armonía de bostezos: ser la Suiza latinoamericana, aquel pacífico país del primer mundo en que nadie pelea con nadie, se come chocolate con queso y cae nieve, como en el páramo de Sumapaz. En una misma semana, la democracia, que para tus propias huestes no existía hace apenas un mes, súbitamente resucita: ninguno de los tuyos habla de fraude; Duque te recibe en Palacio; y hasta renuncia el general Zapateiro: ¿qué sigue? ¿Que Marbelle termine en el ministerio de Cultura?  ¿Que Egan Bernal te dedique su próximo triunfo ciclístico? ¿Quién puede hacer sátira en semejante clima de respeto y ponderación? ¿Dónde vamos a quedar los humoristas, presidente? ¿Quién piensa en nosotros? ¿De quién nos vamos a burlar? ¿Solamente de Gustavo Bolívar? ¿Esta es la paz de Petro?

Reconozco que haber colocado en el equipo de transición a personajes de la talla de Guillermo Reyes, acusado de jenniferearse diversos textos y sentencias, es una forma de colaborar con al menos un poquito de papaya. Lo mismo haber rescatado de los bigotes al joven experto en propaganda negra Sebastián Guanumen como miembro de un equipo de empalme para las TICS: ¿qué diría su aliado Antanas Mockus del elogio al “Todo vale” que representa aquel muchacho? ¿No considera usted que elegirlo fue guanumear (es decir, correr las líneas éticas) bastante lejos?

Pero necesitamos más, presidente; y esa es la invitación. Tome usted una guitarra. Cometa siquiera un lapsus. Cómprese un yate con Rodolfo. Emborráchese de nuevo en Girardot. Cómase un banano delante de Uribe. Y, por el bien del humor, ayúdenos a que su gobierno no se convierta en este melodrama de final feliz porque para eso ya tenemos La rosa de Guadalupe.


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