Rodrigo Lara
7 Septiembre 2022

Rodrigo Lara

Bogotá: la nueva frontera de la guerra entre las grandes estructuras del narcotráfico

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Llamemos las cosas por su nombre: en Bogotá se están cometiendo masacres. Sí, masacres, es decir, asesinatos de más de tres personas. Como las que se perpetran todas las semanas en departamentos como Nariño y Cauca, con la única diferencia de que aquí los cuerpos aparecen tirados en bolsas de basura en la calle, luego de ser sórdidamente desmembrados: una situación nunca antes vivida en la capital de la República y que significa que estamos ante un fenómeno de implantación en la ciudad de sofisticadas y muy peligrosas macroestructuras criminales que deben enfrentarse sin matices y cortarse de raíz antes de que sea muy tarde.

La respuesta inicial de la alcaldesa Claudia López a esta sanguinaria realidad fue políticamente equivocada y negacionista. Desconoció la gravedad del proceso de arraigo en Bogotá de estas estructuras criminales, presentándolo como una simple vendetta entre narcos en el contexto de una positiva tendencia a la baja de las estadísticas de homicidios. Una forma de comparar situaciones parecidas pero distintas, con el fin de producir un atenuante efecto tranquilizador en la opinión y de alguna manera negar la realidad. Sin duda, un error de apreciación que no tranquiliza a nadie; al fin y al cabo, decirle a la gente que está segura de nada sirve, si la misma gente siente que vive en permanente peligro y se encuentra todas las semanas con macabras apariciones de cadáveres desmembrados frente a las puertas de sus casas o del colegio de sus hijos.

Bogotá es la nueva frontera de la guerra entre las grandes estructuras del narcotráfico. Estamos ante la expansión en los barrios de la ciudad de las grandes estructuras criminales del país, que, para implantarse, necesitan no solamente matar, sino también desmembrar para producir terror, imponer la ley del silencio y trazar fronteras invisibles en los barrios que pretenden controlar. Cada cadáver desmembrado y embolsado es antes que todo un mensaje a la población civil; dirigido a doblegarla, silenciarla y someterla a su autoridad.

Las consecuencias de un proceso de arraigo de estas organizaciones en los sectores más desfavorecidos de la ciudad pueden ser catastróficas y, como lo hemos visto en otras ciudades, siempre terminan disparando las tasas de homicidios y delitos relacionados. Un ejemplo del peligro que acecha a Bogotá es lo que ha ocurrido en algunas comunas de Medellín, donde una vez se ha arraigado una estructura criminal, automáticamente se convierte en zona vedada para la fuerza pública. Las estructuras llegan a impartir sus métodos de justicia sangrienta, reclutan a los jóvenes en distintas actividades criminales e imponen una extorsión generalizada al comercio. Como toda organización dedicada al narcotráfico, una vez controlan un territorio extienden sus actividades a otros delitos, como la trata de blancas, e incluso terminan inmiscuyéndose en la contratación pública y el control de los juegos de azar.

Otra consecuencia del control de territorio urbano ejercido por estas estructuras es que abre la puerta para que los actores armados, que tradicionalmente han ejercido la violencia en las zonas rurales, entren a la ciudad. En los recientes bloqueos que se produjeron en Cali tras el estallido social, las células urbanas del ELN y de las disidencias de las antiguas Farc se aprovecharon de la situación para sumar más caos y violencia, para lo cual recibieron financiación y apoyo logístico de las oficinas de cobro del narcotráfico –sus socios en la cadena del delito– que llevan un periodo largo de ejercicio criminal en diferentes zonas de la ciudad.

Una vez estas estructuras controlan localidades enteras, los métodos de policía urbana se vuelven insuficientes para que la autoridad civil logre recuperar la legalidad. Como ha ocurrido en Río de Janeiro, la toma policial de ciertas favelas controladas por la organización criminal Primer Comando de la Ciudad le ha exigido a la fuerza pública el despliegue de vehículos blindados y el uso de fusiles de asalto, en operaciones que siempre acaban con balas perdidas penetrando en escuelas y hospitales. Es tan grave el reto que enfrentan las autoridades brasileñas, que las operaciones de toma de esas zonas se han tenido que llevar a cabo aplicando los manuales de DIH, tal como ocurre en un conflicto armado.

A fecha de hoy, han aparecido arrojados en las calles de Bogotá 28 cadáveres desmembrados y embolsados. Dada la dinámica criminal que se vive en la ciudad, me temo que no sean los últimos si no se actúa con la contundencia que esta grave situación exige. Cerca de nueve macroestructuras criminales, asociadas en el narcotráfico con las mismas grandes estructuras que azotan a todo el país, se disputan el control territorial en los barrios. El próximo alcalde de Bogotá heredará una situación de seguridad muy compleja, que requiere de políticas polivalentes y audaces. A los jóvenes de los barrios populares se les deben ofrecer actividades deportivas obligatorias para que puedan ocupar el tiempo que les deja la media jornada escolar, junto con programas públicos de empleo para los que terminaron su escolaridad y la masificación de la educación superior y técnica. Y a los asesinos que usan la más execrable violencia para afianzar sus rentas ilícitas, el próximo alcalde no tendrá alternativa distinta a la de ofrecerles la única ley que entienden y respetan: un Estado de derecho duro, muy duro.

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