Exclusivo suscriptores: CAMBIO publica el capítulo del libro de Alejandro Gaviria que se ocupa de la personalidad y estilo de gobierno de Gustavo Petro
24 Julio 2023

Exclusivo suscriptores: CAMBIO publica el capítulo del libro de Alejandro Gaviria que se ocupa de la personalidad y estilo de gobierno de Gustavo Petro

“En mi paso por el Gobierno fui testigo de la preocupación de Petro por los más desvalidos. No creo que fuera una impostura. Carecía de método y razonabilidad, estaba alimentada por un espíritu justiciero básico, narcisista incluso. Pero era innegable”.

Por: Alejandro Gaviria

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Hubo un hecho puntual durante la campaña presidencial, ya al final, en las últimas semanas, que siempre me pareció revelador de una faceta genuina de la personalidad del presidente Petro. En el barrio La Aguacatala de Medellín –donde viví por algún tiempo en mi adolescencia–, un hombre increpó fuertemente a una barrendera de las Empresas Varias por llevar, en una caneca de basura, un afiche de los candidatos Petro y Francia Márquez. El agresor grabó el video y lo compartió en redes sociales, como una especie de denuncia, como si una persona no pudiera revelar o hacer públicas sus preferencias políticas.

El candidato Petro escribió un tuit indignado en el que decía, palabras más, palabras menos, que estaba dispuesto a todo, a dar incluso la vida, por defender la dignidad de los más humildes. Luego invitó a Kelly Garcés, la barrendera agraviada, a su posesión y la mencionó con nombre propio durante su discurso, una reivindicación pública, una exhibición de justicia simbólica. Todo esto tuvo mucho de teatro, por supuesto. La política es una puesta en escena permanente, una manipulación consciente de nuestras emociones morales, pero no era solo una forma oportunista de retórica. Había un elemento auténtico en la indignación de Petro, en su defensa histriónica de la barrendera.

Nunca me ha gustado la caracterización en exceso cínica de los políticos, la idea de que siempre están diciendo una cosa y pensando la contraria, como si fueran casi caricaturas maquiavélicas, incapaces de un pensamiento propio o un sentimiento real. Digo esto porque creo que el presidente Petro tiene una preocupación legítima por el bienestar de los más pobres, de los más jodidos de la sociedad; por los excluidos estructuralmente: los recicladores, los habitantes de calle, los barrenderos que esquivan carros e insultos en muchas de nuestras ciudades segregadas e inhóspitas.

Creo que su carrera política ha obedecido en parte a esa preocupación, a ese sentimiento de justicia e indignación. Escribo "en parte" porque toda carrera política aspira también al poder (casi al poder por el poder mismo). En mi paso por el Gobierno, en algunos momentos, en ciertas intervenciones, fui testigo directo de la preocupación del presidente Petro por los más desvalidos. No creo que fuera una impostura. Carecía de método y razonabilidad, estaba alimentada por un espíritu justiciero básico, narcisista incluso. Pero era innegable.

"Me cuesta –escribí en algún momento, en medio de un interminable consejo de ministros– no ver al presidente Petro como un político justiciero, atrapado tal vez en una visión excesivamente moralista del mundo, encerrado en su afán de justicia, con una voluntad auténtica y una incapacidad de concreción que es casi el revés trágico de las intenciones desbordadas". El mesianismo puede ser contraproducente (las utopías regresivas han sido un hilo conductor de este libro), pero los efectos indeseados no niegan la esencia genuina, incluso admirable, de las intenciones.

El mesianismo viene acompañado a menudo de la victimización; sobre todo el mesianismo ineficaz (sin método) conduce, por una especie de mecanismo de defensa psicológico, a un relato reiterado que puede resumirse en una sola línea: "No me dejaron". Este relato puede ser conveniente en la política: las víctimas (así sea las autoproclamadas) gozan siempre de alguna distinción. Sin embargo, la victimización como sustituta de la acción es una renuncia, una abdicación:
"En el mismo instante en el que uno les echa la culpa a los otros, uno menoscaba la voluntad de cambio (…) que quizás nunca fue lo suficientemente grande desde el comienzo", escribió el poeta Joseph Brodsky en un discurso que leí hace ya 30 años mientras terminaba mi tesis de doctorado y buscaba en las letras un descanso para la econometría.

No cuestiono, entonces, las intenciones de Petro, su preocupación por los excluidos de ahora y siempre, me preocupan sus métodos y la facilidad con la que parece instalarse en un relato autoexculpatorio, en la imagen (su preferida, creo) de un héroe romántico que dio una pelea imposible y fue derrotado por unos poderes reaccionarios dispuestos a todo, con vastos recursos y mínimos escrúpulos. Una especie de Che Guevara moderno, quien solo puede ser acusado, según la visión de sus seguidores, de ingenuidad, de haber confiado en los traidores.

En agosto de 2021, en los días posteriores a mi lanzamiento como precandidato presidencial, publiqué un ideario político, una lista de 60 puntos que resumía mis principios y convicciones políticas. "El cambio social requiere voluntad y método: los discursos fundacionales, que niegan cualquier progreso, llevan con frecuencia al fracaso. El adanismo (la idea de que el mundo comienza con cada nuevo gobierno, cada cuatro años) es una negación de la razón. Para resolver los problemas de la sociedad, uno debe primero tratar de entenderlos a fondo. La improvisación carismática no puede sustituir al conocimiento práctico", escribí entonces con la grandilocuencia de un político primíparo. Ya en el Gobierno, después de una campaña frustrada, pude comprobar que mi advertencia tenía algo de anticipatorio, que resumía uno de los problemas del Gobierno: la ausencia de método, de instancias consolidadas de decisión y seguimiento. Los consejos de ministros, que usualmente eran los lunes al final de la tarde, eran desordenados, caóticos a veces. Las discusiones parecían siempre alargarse en muchas direcciones. Las lluvias de ideas pueden ser útiles de vez en cuando, pero por momentos, con alguna frecuencia, todo aquello parecía más un naufragio, el naufragio de las grandes ambiciones. "Volvimos a las conversaciones sin rumbo –escribí en octubre de 2022–. Hoy estoy más tolerante. Más tranquilo. Asumí la perspectiva del pluralismo epistémico. Trataré de creer que este desorden es una forma de pensar de forma colectiva y que hablar de todo por todos al mismo tiempo puede llevar a alguna epifanía.

Sea lo que sea, aquí estoy empapado (y resignado) en la lluvia de ideas". Tuve con mucha frecuencia la sensación de que hacía falta dirección, orden, incluso gente. La oficina de la Presidencia me pareció, en los pocos meses que estuve en el Gobierno, vacía, casi desmantelada, diezmada, al menos.

El presidente había dicho, con razón, que quería gobernar con sus ministros, que no quería un ejército de consejeros y asesores que terminaran duplicando el trabajo de los ministerios y complicándole la vida al presidente con intrigas palaciegas y juegos de rencores y envidias. Pero la coordinación de un Gobierno es difícil, necesita un equipo especializado de funcionarios. Tuve la impresión, incluso así la expresé públicamente después de mi salida del Gobierno, de que el presidente, además de su conocido ensimismamiento –con el que me identifico a veces, debo confesarlo–, era un presidente sin Presidencia.
"¿Cuánto añoro el discurso del método?", escribí en diciembre en otro consejo de ministros sobre la ola invernal de finales de 2022. Las discusiones mezclaban el problema de la atención de la emergencia invernal con el problema del hambre, que tenía otras causas y demandaba otros instrumentos. La discusión daba vueltas y vueltas, sin rumbo, parecía no llevar a ninguna parte. "Podría definir nuestras discusiones con una palabra: especulativas. Alguien diría ilusorias. No hay un sentido de realidad. Difícil conservar la paciencia", anoté después.

Mis compañeros de gabinete sabían que, en momentos de ansiedad, sacaba mi libreta. A veces escribía algunas impresiones sueltas. A veces simplemente rayaba, hacía garabatos. Otras veces salía al baño para tomar aire y alejarme por un rato de los circunloquios. Otras veces simplemente sacaba un libro y tomaba nota, transcribía a mi libreta alguna frase suelta. Encuentro ahora, mientras repaso mis apuntes para escribir este libro, la transcripción de un aforismo de Nicolás Gómez Dávila: "Vivir a la sombra de los problemas insolubles", dice en tono irónico.

Hubo dos temas dominantes en los primeros consejos de ministros del Gobierno del presidente Petro. El primero fue el tema de las ollas comunitarias como respuesta estatal para disminuir o remediar los efectos de la ola invernal sobre el hambre. Las ollas comunitarias han sido usualmente respuestas comunitarias. Pero el presidente quería ampliar su alcance, usar el Estado para multiplicarlas. Había un interés político y una fascinación simbólica, teatral, de nuevo. Pero la microeconomía era una pesadilla. El Estado, casi sobra decirlo, no es bueno para organizar sancochos. Nada pasó. El otro tema tenía que ver con la relocalización de municipios o veredas para evitar el impacto adverso de las inundaciones, las del presente y las del futuro. La vicepresidenta Francia Márquez y varios ministros mencionamos que los ejemplos de Gramalote y del Jarillón del río Cauca en Cali ponían de presente las complejidades de este tipo de intervenciones: la gente no quiere irse, es la primera en oponerse. Pero el presidente insistía con obstinación, empecinado. Mencionó varias veces los mecanismos de expropiación que podrían, en su opinión, usarse para conseguir los nuevos terrenos donde la gente sería reubicada. Nunca hubo un planteamiento claro sobre los aspectos jurídicos y económicos. La discusión se dio siempre en un vacío de políticas públicas. Nada pasó, nuevamente.

Con todo, era inevitable, en ocasiones, no caer en una forma leve de cinismo: el pensamiento paradójico. Me parecía que la confianza en las soluciones estatales, que no era unánime, pero sí predominante en el gabinete, contrastaba con la falta de concreción y el desorden de los consejos de ministros. Una pregunta retórica que escribí una de esas noches de lunes resumía la cuestión: "¿No deberían nuestras dificultades internas, nuestra incapacidad de tener discusiones ordenadas, llamarnos la atención sobre la inconveniencia de la estatización? ¿No será obvio que estamos abarcando mucho y apretando poco?".

Puedo imaginarme, no es difícil, un debate hipotético con el presidente Petro (o algunos de sus ministros) sobre el tema en cuestión, sobre la ausencia de método, sobre los límites de la improvisación intuitiva. Diría el presidente (o en su defecto algún miembro de su gabinete) que sus críticos, la tecnocracia tradicional, la cual ha tenido por décadas injerencia y visibilidad, llevó a una sociedad injusta, desigual y violenta. Diría, a renglón seguido, que la tecnocracia suele ser excluyente o, peor, que favorece con frecuencia intereses económicos y financieros. Finalmente, afirmaría que la verdadera democracia es una en la cual el pueblo decide de manera directa, sin intermediarios ni burocracias insensibles y desconectadas.
Yo ripostaría –he tenido este diálogo de sordos en mi mente muchas veces– diciendo que si uno aspira de forma genuina a transformar la sociedad, si las reformas son el cambio, como se dice, uno no puede prescindir del conocimiento: para cambiar algo hay que tratar de entenderlo, y la complejidad de los Estados modernos, trágica si se quiere, no puede reemplazarse por el voluntarismo o las asambleas populares. Diría, en fin, que sus argumentos son llamativos, que entiendo los límites de la tecnocracia, pero que en última instancia la idea de reemplazar el Gobierno por mecanismos de participación es demagógica. Crea unas expectativas que sabemos de antemano no van a cumplirse.
En septiembre de 2022, tuvimos un largo debate en el consejo de ministros sobre los llamados diálogos vinculantes en la elaboración de las bases del Plan Nacional de Desarrollo. Fue la primera discusión del gabinete, después habría otras, sobre la tensión entre tecnocracia y participación popular, y sobre las posibilidades y los límites de la democracia participativa. No estábamos de acuerdo internamente. Los economistas, en particular, planteamos algunas preocupaciones, realistas, sobre el método y las falsas promesas.

Algunos economistas, dije en su momento, nos ponemos ansiosos cada vez que alguien les otorga una preeminencia casi absoluta a los mecanismos de participación espontáneos, sin estructura ni organización. Hemos sido educados, señalé, en el escepticismo, en los límites de este tipo de esfuerzos. Sabemos de la imposibilidad (teórica) de agregar las preferencias colectivas, esto es, de convertir la suma de las peticiones individuales en un todo coherente. Sabemos así mismo que, en muchos escenarios de participación, las minorías organizadas desplazan a las mayorías silenciosas. Y podemos anticipar que las demandas colectivas, si no hay una restricción definida de antemano, superarán las posibilidades fiscales y burocráticas.

Fue una especie de alegato de microeconomía –llevaba ya muchos años sin ser profesor– en medio de las discusiones eternas del consejo de ministros (sabía bien que estaba contribuyendo a la entropía). El director del Departamento Nacional de Planeación señaló, en el mismo sentido, que los diálogos participativos deberían tener un objetivo claro y una estructura precisa: "Los presupuestos participativos funcionan si hay una metodología definida de antemano", reiteró. Fue un intercambio interesante. Varios ministros criticaron nuestras prevenciones, el escepticismo aprendido de los libros, los prejuicios de una disciplina (la economía, en este caso) que, para volver sobre un punto ya expuesto en el capítulo anterior, insiste en las consecuencias indeseadas e imprevistas de las decisiones. Nada pasó. La discusión no tuvo consecuencias.

El presidente Petro ordenó que los diálogos tenían que ser vinculantes y cubrir todo el país. Cada ministro tendría a su cargo dos departamentos. A mí me correspondieron el departamento del Cesar y la ciudad de Bogotá. Estuve en Valledupar el 11 de octubre de 2022 en el inicio de los diálogos participativos. Hubo una primera reunión protocolaria, con discursos, vítores y chiflidos. La fiesta de la democracia, y lo digo sin ironía. Después tuvieron lugar decenas de reuniones temáticas durante todo el día. Finalmente, ya al acabarse la tarde, hubo una plenaria en la que se presentaron las diferentes peticiones. Tomé nota de manera detallada y, al terminar, hice una intervención en la que resalté el trabajo de todos y señalé que haríamos lo posible por incorporar las demandas, exigencias y peticiones en el plan de desarrollo.

Me pareció un ejercicio político valioso, que ayudaba a construir legitimidad y acercaba el Gobierno a la gente, a sus expectativas y frustraciones. Pero había una dimensión inquietante en todo esto: los ejercicios generaban una expectativa de participación efectiva, de injerencia en la toma de decisiones, pero, como era evidente de antemano, muchas iniciativas quedarían por fuera. La participación, así se llamara "vinculante", no lo era en un sentido estricto. Nunca lo fue. El plan resumió las iniciativas, trató de agregarlas, de darles alguna coherencia, y presentó un documento con los resúmenes. Pero las promesas no se cumplieron. Los diálogos vinculantes fueron ante todo un ejercicio político, una forma de concitar apoyos. No dudo de su legitimidad, pero debo reconocer que estos ejercicios tienen mucho de simulacro, de inclusión retórica y exclusión real.

En las movilizaciones populares más recientes, las que tuvieron lugar en junio de 2023, por ejemplo, el presidente Petro volvió a hacer un llamado a las asambleas populares. La intención era esta vez claramente política. La movilización se planteaba como una "guerra civil fría" (tal como lo describió Jesús Silva-Herzog Márquez para el caso de México). En el discurso del presidente había ya un enemigo identificado al que se le asignaban poderes especiales, un enemigo que encarnaba o entronizaba la oposición al cambio y al que había que derrotar de la mano del pueblo. La participación popular ya no era solo una alternativa a la tecnocracia. Ya era todo o casi todo: la escenografía popular convertida, por cuenta de los problemas políticos, en el medio y el fin, en el objetivo preponderante del Gobierno.

El discurso populista, como afirma el mismo Silva-Herzog Márquez, imagina al pueblo como un todo homogéneo, se atribuye una especie de representación definitiva: yo soy el pueblo y el pueblo soy yo. Pero el pueblo no es una masa homogénea. Sus necesidades son o pueden ser similares. Pero sus creencias y sus preferencias políticas son diferentes, heterogéneas, no resumibles o reunidas en una sola idea política o un solo estilo de liderazgo.

La gente, además, no siempre está interesada en la política, no siempre quiere movilizarse, con frecuencia tiene otras premuras, otras formas (casi siempre mejores) de emplear el tiempo. Leí hace ya muchos años, en una revista colombiana, una queja vehemente de un líder chavista que no entendía, no podía entender, por qué la gente no se comprometía de tiempo completo con la revolución. "Hacemos el trabajo político –decía–, logramos entusiasmar a la gente, los instruimos en las realidades de la sociedad y las doctrinas del cambio, parecen convencidos, solidarios, pero llegan a la casa, se olvidan de todo y se sientan a ver béisbol". Personalmente no puedo concebir una forma más importante de emancipación que la de aquellos que deciden no prestarles atención a los políticos obsesivos. 

Hace algunos años, me topé con un poema político del poeta y ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger, quien murió en noviembre de 2022. Lo publiqué en un libro como este, que mezcla lecturas y experiencias. Quiero traerlo a cuento de nuevo porque resume de manera precisa esa forma de emancipación esencial (una defensa contra el populismo) que consiste en ignorar las fantasías voluntaristas de los políticos de turno.

Sencillamente magníficos todos esos grandes planes:
la Edad Dorada,
el Reino de Dios en la Tierra, la muerte del Estado.
Evidencia manifiesta.
¡Si no estuviera la gente!
Siempre en todas partes estorba la gente. Todo lo embrolla.
Cuando se trata de liberar a la humanidad va a la peluquería.
En vez de seguir entusiasmada la vanguardia dice: ahora estaría bien una cerveza.
En vez de luchar por la causa justa lidia con las várices y el sarampión.
En el momento decisivo busca una cama o un buzón. Poco antes de nacer el milenio pone a hervir pañales.
Todo fracasa por la gente.
No sirve para grandes alardes.
Un saco de pulgas no es nada en comparación.
¡Vacilación pequeñoburguesa!
¡Idiotas del consumo! Restos del pasado!
¡No puedes matarla!
¡No puedes machacarla todo el día! Si no estuviera la gente,
muy distinta pintaría la cosa.
Si no estuviera la gente, todo se haría en un plisplás. Si no estuviera la gente,
¡entonces sí!
(Entonces yo tampoco quisiera estorbar aquí.)

La gente, además, cambia sus expectativas, sus modos de pensar, no se entrega acríticamente. Por ejemplo, les exige una cosa a los candidatos y otra muy distinta a los gobernantes. La gente tiende a desconfiar de los gobernantes que siguen apegados a los discursos grandilocuentes. Sospecha que esconden o disfrazan algún defecto esencial. Los gobernantes añoran, por supuesto, el entusiasmo de la campaña. Intentan volver a despertar el fervor popular. Pero es difícil. Gobernar implica, ya lo dije, en parte desilusionar a algunos. El posibilismo nunca ha despertado muchas pasiones.

En Manizales, en el mes de octubre de 2022, un sábado por la tarde en medio de un aguacero torrencial, fui testigo de esa transición entre candidato y gobernante. La gente estaba inicialmente entusiasmada. Sin embargo, los gritos y los aplausos fueron apagándose rápido. El presidente Petro parecía confundido, como si hubiese perdido un poder o un atributo esencial. "La política es contradictoria –escribí en la libreta–, en un primer momento inflama los ánimos, construye esperanza; en un segundo momento, debe lidiar con los límites, con la idea difícil de que los instrumentos para el cambio son limitados. Es como un equipo de fútbol que primero construye una gran hinchada y después no logra complacerla. Carisma sin goles".

Esa transición ha sido difícil para el presidente Petro. Parece dispuesto a hacer todo lo posible para recuperar ese fervor. Algunos de sus seguidores seguirán celebrando los excesos retóricos y la épica personal del héroe que enfrenta un mundo hostil. Pero el otoño del patriarca es inevitable, comienza desde el inicio del gobierno. Ganar las elecciones, para reiterar un punto ya expuesto, siempre trae consigo un castigo inmerecido: gobernar.

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