
Crédito: Jorge Restrepo
No hay tributaria que llene un barril sin fondo
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El presidente Gustavo Petro y los integrantes de su proyecto político calificaron el hundimiento de la reforma como un nuevo capítulo del “golpe blando”. Sin embargo, no hay bolsillo que aguante el tren de gasto en funcionamiento del Gobierno. Sólo desde el año 2022, ese rubro ha aumentado en casi 100 billones de pesos. Análisis.
Por: Redacción Cambio

“La crisis presupuestal no la pagará el pueblo”. Así reaccionó el presidente Gustavo Petro al cantado hundimiento de su reforma tributaria en el Congreso. Tiene razón. No es justo que el recorte presupuestal debilite los programas sociales, o que sean los más pobres quienes tengan que pagar los platos rotos.
Pero lo que tampoco es justo, y se trata de un problema que no es nuevo, es que los presidentes pretendan tramitar cada año y medio una reforma que cree más impuestos para financiar el hueco del momento, generado por el derroche y el despilfarro que ha caracterizado al Estado colombiano en los últimos años. Al país le llegó el momento de dar este debate, coger el toro por los cuernos y apretarse el cinturón.
Basta con una mirada por encima a las cifras para entender la dimensión del problema. La realidad salta a la vista y no hace falta ser un experto en economía para comprender lo obvio: gastar sistemáticamente más de lo que se recibe es el camino seguro hacia la quiebra. Así de sencillo. Eso lo sabe desde un tendero, un vendedor ambulante o una madre cabeza de familia, hasta el empresario más rico de Colombia.
De hecho, el presidente ya tiene historia de haberse dado 'una pela' impopular por pragmatismo económico: la reducción gradual del déficit en el fondo de estabilización de precios de los combustibles. Es difícil pensar en una medida más impopular y que enfurezca más a la gente que aumentar el precio de la gasolina todos los meses hasta duplicarlo. No obstante, el mandatario fue capaz de ponerle el pecho a la brisa, cosa que sus antecesores evadieron, y su decisión fue respaldada por economistas amigos y detractores.
Sin embargo, no se entiende por qué Gustavo Petro no emprende el mismo camino con un problema que resulta evidente: el desbordado gasto de funcionamiento del Estado. En esta cruzada seguramente contaría con un respaldo casi unánime. Los colombianos están cansados de ver la plata desperdiciada en corbatas, burocracia, contratos innecesarios, clientelismo, viajes al exterior de los funcionarios, escoltas para todo el mundo, entidades inoperantes, sueldos astronómicos y embajadas que no sirven para nada.
La progresión de ese rubro es dramática y, en la era Petro, una situación que ya era grave se volvió crítica. En 2014, comenzando el segundo gobierno de Juan Manuel Santos, la cifra asignada para el gasto en funcionamiento era de 111,5 billones de pesos. En 2018, el saliente presidente la entregó en 146.6 billones. Iván Duque llegó al poder y en su primer año de gobierno (2018) lo aumentó a 156,6 y, para el año 2022, ya había subido a 211,4 billones. Se posesionó Gustavo Petro y ahí fue Troya. En 2023, el gasto aumentó a 261,3 billones y luego, en 2024, pasó a 308,8 billones. Para 2025, la pretensión del Gobierno es llevar el gasto de funcionamiento a la astronómica cifra de 327 billones de pesos. Es decir, un incremento de más de 100 billones en apenas dos años. O, visto de otra forma, el triple de lo que se gastaba en 2014. Por más reformas tributarias que se tramiten, no hay bolsillo que aguante semejante tren de derroche.
Existen miles de ejemplos para ilustrar la magnitud de esta situación. Y van desde lo anecdótico hasta lo estructural. Hace apenas unos años, en los gobiernos de Carlos Lleras o Alfonso López Michelsen, la realidad presidencial era muy distinta a la de hoy. Lleras, por ejemplo, se transportaba en su propio carro y tenía apenas un chofer puesto por el Estado. López, por su parte, no tenía más de cuatro o cinco escoltas. Eran tan poquitos que los colombianos de entonces se sabían sus nombres: Romero y "El Tigre". Los hijos del presidente no tenían escoltas. Hoy en día, cada uno de los integrantes de la familia presidencial, de los ministros y de las familias de los expresidentes, tiene más seguridad, más escoltas y más camionetas que el rey Carlos III de Inglaterra, a quien sólo lo acompañan dos carros seguidores detrás de su Rolls Royce.
Ese derroche en seguridad, como cualquiera de los gastos desmedidos que habría que atender antes de pensar en más reformas, va mucho más allá del presidente. Hoy, en Colombia, llegar a algún lugar rodeado de escoltas se convirtió, más que en una medida de protección, en un símbolo de estatus. Se le da seguridad a cualquier concejal, edil, representante a la Cámara o diputado. Personas que nadie conoce, la mayoría de las cuales no tienen ningún riesgo, pero que necesitan la camioneta blindada y un hombre armado en el asiento de adelante como una demostración de su poder. La Unidad Nacional de Protección tiene contratados 5,4 billones de pesos en esquemas de seguridad, de los cuales 3,4 billones corresponden a escoltas; 1,8 billones a alquiler de camionetas blindadas y convencionales; y 75.000 millones, a combustibles para estos vehículos. Eso, solamente, equivale a media reforma tributaria cada año.
Aunque lo anterior puede ser considerado por muchos como un gasto de menor cuantía, todo va sumando hasta salirse de control. Sólo en las nuevas embajadas creadas por Gustavo Petro en países sin relaciones estratégicas con Colombia como Etiopía, Rumania o Guyana, se gastan 151.000 dólares al año en el sueldo de cada embajador, sin contar la casa y el staff.

Eso por no hablar del Congreso. En el siglo XX los parlamentarios lograron unos debates legendarios y pudieron cumplir su labor con apenas un asistente o secretaria. Hoy en el Capitolio hay 108 senadores y 188 representantes a la Cámara. La mayoría de ellos nunca ha presentado un proyecto de ley o ejercido un control político sólido. Son pocos los congresistas a los que los colombianos les conocen la voz y la cara. No obstante, cada uno de ellos se gana más de 40 millones de pesos al mes y disponen de más de 100 millones de pesos, cada treinta días, para la contratación de sus famosas unidades de trabajo legislativo, hoy compuestas por 8 o 10 personas por curul.
El problema de las corbatas, la proliferación de entidades y los cargos que no se necesitan también resulta preocupante. El ejemplo más reciente, y tal vez la prueba reina de que crear una entidad para un fin específico no siempre es eficiente, es la situación del Ministerio de la Igualdad recién creado para la vicepresidenta Francia Márquez. A esa dependencia, que está próxima a desaparecer por decisión de la Corte, se le asignó un presupuesto de 1,8 billones de pesos. Y, como si fuera poco, se le crearon cinco viceministerios, cifra que no existía en ninguna de las otras carteras. A menos de dos años de terminar el gobierno, la ejecución de ese superministerio no llega al 2 por ciento. Casi la totalidad de la plata se ha gastado, no en programas sociales, sino en pagar el arriendo de la sede y el sueldo de los funcionarios.
Bien vale la pena mencionar dos de los grandes males que se suman al problema del tamaño del Estado: la baja ejecución y la caída del recaudo. Para el presidente del Senado, Efraín Cepeda, “no hace falta tramitar una reforma para conseguir 10 billones, si el Gobierno tiene 97 guardados en el banco sin ejecutar”.
Una mirada breve a la estructura de la Presidencia también evidencia el desborde de cargos y entidades redundantes. Para volver a los ejemplos del pasado, en los tiempos de Lleras, Turbay, Pastrana o Barco, la Casa de Nariño marchaba con apenas un puñado de asesores que le hablaban al oído al jefe del Estado. Hoy, la lista de altas consejerías, despachos y secretarías es escandalosa. Todos esos asesores, siendo Armando Benedetti el último, se ganan sueldos millonarios y necesitan, naturalmente, sus propios asesores que a su vez necesitan sus propios escoltas. Un solo ejemplo basta: cualquier colombiano podría pensar que la oficina de comunicaciones de Palacio funciona con pocas personas que trabajan de manera eficiente. No es así. Sólo en esa dependencia hay contratados más de 150 comunicadores. Es decir, la que funciona en la Casa de Nariño es la redacción más grande de toda Colombia. Supera en tamaño a las del El Tiempo, El Espectador, Cambio, Semana o La Silla Vacía.
Como se ha dicho, el problema va mucho más allá del palacio presidencial y no está circunscrito a la órbita del Ejecutivo. Se requiere una reforma de fondo del Estado. En este país hay Fiscalía, Procuraduría, Contraloría, Defensoría y Auditoría y es difícil que algún ciudadano se sepa el nombre de todas las cortes. Hoy Colombia tiene más de 120 magistrados, todos con seguridad y sueldos iguales al del presidente de la República.
Cuando se creó, la Fiscalía quedaba en una casita en la calle 34 con carrera 5 en Bogotá. Hoy es una entidad de más de 20.000 funcionarios que opera en un búnker gigantesco y tiene sedes en todo el territorio. Uno de sus titulares, Eduardo Montealegre, quiso crear su propia “universidad de la fiscalía” en la que se perdieron casi 30.000 millones de pesos sin producir un solo egresado. Así mismo, mientras adquirió un jet de 12 millones de dólares para uso del fiscal, quiso también crear en la reforma a la entidad todo un aparato diplomático para que la Fiscalía tuviera sus propios embajadores en el exterior.
Algo muy similar pasa con los otros organismos de control. La Procuraduría tiene decenas de miles de funcionarios y cada cierto tiempo sale un escándalo en medios, como uno de los tantos que reveló CAMBIO este año, mostrando las pruebas de un gasto de cerca de 20.000 millones para remodelar unas oficinas. La nómina de la Contraloría y los chorros de plata que corren por sus dependencias departamentales también debe revisarse. Aunque en Colombia existe semejante despliegue de entidades de control, los resultados no son los esperados. La corrupción está más viva que nunca y, según estimaciones, por esa vía se desaparecen unos 50 billones de pesos al año.
Este debate no da espera y se está dando en varios países del mundo. En el centro está la colisión entre dos modelos de país: el que defienden las derechas, con un Estado pequeño y un sector privado fuerte, y el que abanderan las izquierdas, que busca robustecer y agrandar el Estado para garantizar y suplir las necesidades de toda la población.
Colombia, a decir verdad, no se ha casado con ninguno de esos dos modelos. Estamos en algún lugar en la mitad. Hoy tenemos el espejo de la Argentina de Javier Milei, declarado enemigo del presidente Petro. Aunque muchos, con algo de razón, lo consideran un loco peligroso y una amenaza para las libertades individuales, hay que reconocerle que en apenas un año de gobierno ha logrado reducir el gasto público en un 27 por ciento, cifra que no tiene antecedentes en el mundo. Con ese apretón está empezando a organizar las finanzas de un país al que el peronismo había sumido, a punta de subsidios impagables, en una crisis permanente y una espiral de hiperinflación.
Sin hablar de ideologías ni dogmas, es necesario que en Colombia se cree una conciencia nacional de que este nivel de gasto no es sostenible. La solución no está en reformas tributarias, ni siquiera en apretarse el cinturón, se requiere una cirugía profunda.
