Daniel Samper Ospina
23 Junio 2024

Daniel Samper Ospina

EN LA URNA DE PETRO

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La semana comenzó con una decepción: el santo padre organizó una reunión en el Vaticano con humoristas provenientes de todas partes del mundo, pero no convocó a los mejores: por México asistió doña Florinda; por Estados Unidos, Jimmy Fallon; por Circombia, mi amiga Liss Pereira aunque habrían podido llevar a otros comediantes, aparte de ella. Pienso en Alejandro Ocampo, el representante que defendió airadamente al ministro de Salud de una moción de censura firmada por él mismo. O en el ministro Jaramillo que, contra viento y marea, impuso un cambio en el modelo de salud de los profesores por el cual esta semana ya no quiso dar la cara: “este debate es improcedente, yo no tengo por qué responder”, dijo, responsable, el émulo del doctor Chapatín mientras abandonaba el recinto entre gritos. Es que no le tienen paciencia. 

O, ya si queríamos absorber del todo la atención del encuentro, el presidente Berto habría podido pegarse la rodadita desde Suecia hasta el Vaticano y presentar ante el santo padre el número que puso de moda en estos días: declarar patrimonio de la nación el sombrero de su camarada Carlos Pizarro e instalarlo para la posteridad en una urna de cristal en un salón de Palacio (pese a que poco después el ministro de Cultura negó que el reconocimiento constituyera una declaratoria de bien de interés cultural, y luego dijera que sí, que sí lo constituye: es que no se tienen paciencia y como dicen una cosa dicen otra).

No sé si vieron la puesta en escena, teatral y bien lograda. Parecía un homenaje al mago Lorgia. En traje negro con visos vinotinto, el presidente ilusionista irrumpió en el recinto y de la mano de Laurita Sarabia —cuya admirable discreción le impidió aparecer en traje de baño de lentejuelas— retiraron con un coordinado giro de muñeca el mantel rojo que cubría la urna, mientras el público observaba, sorprendido, la súbita aparición del viejo sombrero blanco del “comandante Papito”, como lo llamaba la prensa de entonces (y sobre todo sus hijas).

El público reaccionó con exclamaciones de sorpresa: “ohh”, “ahh”. Algunos se volcaron sobre la urna para observar el sombrero de cerca mientras les echaban vaho a los cristales.

Berto agradeció a su secretaria, la hizo girar en los talones y pidió un aplauso para ella:

—Thank you, Laurita —le dijo.
—De nankiu —respondió ella, muy pícara.

Entonces el excanciller Leyva le pasó la paz de Santos para que la desapareciera y el ministro Velasco se ofreció de voluntario para que el presidente tomara la espada de Bolívar y lo partiera por el centro, sobre una mesa.

Pero el mandatario de todos los circombianos no quiere saber nada del centro: dejó los trucos para sus próximas movidas en el Congreso e, inspirado y prudente, como siempre, tomó la palabra para pronunciar un enardecido elogio a su amigo de armas, mientras algunos se preguntaban para qué lo hizo: ¿en el avión de regreso se preguntó qué podía unir al país y llegó a esa conclusión? ¿No supuso, acaso, que habría podido exaltar en una urna un objeto que de veras represente lo que nos hermana? ¿La camiseta de James Rodríguez, las gafas de Betty, la fea; el traje de foamy de María Juliana Ruiz? ¿Sus propios implantes, incipientes y mínimos, que ya son patrimonio inmaterial de la humanidad? ¡Incluso aquella cachucha con la que los ocultó durante tres meses con sus noches mientras viajaba por países tropicales sin haberle dado una sola lavada! ¿No habría podido reemplazar el sombrero por aquella gorra gastada para instalarla tras un vidrio blindado, aislante de olores? 

Desde hace años he tenido el sueño recurrente —ventilado en otras columnas— de organizar un museo que recoja los objetos más representativos de nuestra nación para que los niños de los colegios y los turistas del mundo lo puedan recorrer: una muestra amplia, en el salón central de Palacio, en la que, instalados e iluminados en sus respectivas vitrinas, uno pueda tomarse fotos con el frac tetillero de Uribe, la bacinilla de Santos, el vaso de Tang de naranja con que Duque transmitía en directo sus tutoriales. La faja de mi tío Ernesto. Un tac de Andrés Pastrana. Los libretos de Sin tetas no hay paraíso. Una constitución del 91 subrayada por Álvaro Leyva. El acordeón de Papucho de la Espriella, primer barítono del vallenato: el Pa-puccini.  Los vestidos de baño compañeros de Miguel Polo Polo y Mafe Cabal. Y la medalla que le robaron al jugador de Bucaramanga, que ya devolvieron como gesto de paz.

Observo ahora que el presidente Berto ha sabido adelantarse a esa idea, si bien con uno que otro sesgo ideológico. En los meses que vienen aparecerán nuevas urnas en Palacio con el patrimonio cultural de su gobierno: la maleta de Laurita Sarabia, el polígrafo de Marelbys. El alacrán disecado que picó a su hermano Juan Fernando en la tetilla derecha. La factura de doña Segunda. Una tula de Nicolás. El pantalón de Álex Flórez. Un porro de Susana Boreal. Un brócoli de Isabel Zuleta. El edredón de plumas de ganso. Incluso una urna en la que pueda vivir cómodamente el ministro Bonillita y los visitantes puedan tocarlo y ofrecerle comida.

La sala más concurrida (a la que habrá que cuidar para que activistas radicales no la rieguen con sopa) tendrá una vitrina con la piyama que utiliza el presidente para dormir: es decir vacía. La podrán confundir con su obra de gobierno. 

Y en esa zona también estarán expuestos todos los objetos de doña Evita Alcocer: el aceite de masajes con que Nerú le muerde la cola (con una inscripción en cursivas que dirá “Con marihuana es más rico”) y una galería completa con sus vestidos: el overol rojo con que se trepaba a los árboles de mamoncillo con el primo ídem, Mario Fernández. El vestido de Mary Poppins que estrenó en el viaje a Suecia. Y la sotana blanca con que bailó durante la posesión que según algunos pertenecía al papa: ojalá la mande de regreso con Berto cuando el santo padre lo invite al próximo cónclave de humoristas del Vaticano. 

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