Cinco días de terror: la vida en un pueblo en el paro armado del Clan del Golfo
Crédito: Javier Patiño
'Cambio' viajó hasta San Pablo, sur de Bolívar, para conocer de cerca cómo se había vivido el paro armado decretado por el Clan del Golfo. El paro terminó, pero el miedo permanece.
Por: Javier Patiño C.
El miércoles 4 de mayo, poco después del mediodía, los habitantes de San Pablo, municipio del sur de Bolívar, comenzaron a revisar sus celulares con una mezcla de estupor y pánico. En un mensaje de remitente desconocido, pero que de anónimo no tenía nada, el Bloque Aristides Mesa Páez, de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, decretaba un paro armado a partir del 5 de mayo a las 12 de la noche, conminaba a los comerciantes a cerrar sus negocios y advertía a la población en general sobre las consecuencias de negarse a cumplir con la imposición. “No queremos ver abierto el comercio, no queremos ver a los transportadores terrestres ni fluviales circulando, solo se aceptará el tránsito en situación de emergencia que ameriten hospitalizaciones, remisiones o funerales de resto todo el mundo abstenerse de abrir sus locales comerciales, no queremos que hayan más víctimas solo por desacatar una orden remitida por nuestro organización”.
El paro armado, que en principio debía extenderse hasta el 8 de mayo, obedecía a la decisión presidencial de extraditar a su jefe máximo, Dairo Antonio Úsuga, alias Otoniel, anteponiendo la solicitud de Estados Unidos al interés de las víctimas de Cacarica, Camelias y Murindó, quienes, mediante una acción de tutela, intentaban que Otoniel pagara primero por sus delitos en Colombia que por los del exterior.
Dejaron todo botado
Sobrepuestos al asombro inicial, los campesinos ocuparon el resto de la tarde en abastecerse con lo que encontraran, bajo la vigilancia de hombres armados cuya sola presencia por las calles ya era intimidante. Cuando anocheció, para muchos estaba claro que no era necesario esperar la hora del toque de queda, porque era de asumir que el paro ya había comenzado.
A las siete de la mañana del día siguiente comenzó la desbandada. Los pocos que se arriesgaron a abrir, pronto fueron recriminados. Dos jóvenes trabajadoras de un almacén de ropa relataron que llevaban poco más de una hora sacando camisetas, sombreros y pantalonetas de las estanterías para colgarlos de una improvisada viga que sirve de exhibidor, cuando irrumpieron tres hombres armados a amedrentarlas. “Empezaron a gritarnos que si no conocíamos la orden de que nadie podía abrir, ni salir de sus casas. Nos tocó dejar todo botado, cerrar y salir corriendo muertas del miedo y rogando por que no nos fueran a quemar la ropa”, cuenta una de las jóvenes.
Ese mismo día, se enteraron de que cinco carros que transitaban por la carretera que comunica a San Pablo con Simití habían sido incinerados por incumplir la orden.
El peligro de vender a escondidas
A Fabián Sinisterra, un vendedor de fruta que lleva diez años instalando su carreta en la misma esquina sin faltar un solo día, se le heló la sangre, no solo al imaginar las pérdidas que le ocasionarían cuatro días sin ventas, sino porque conocía en carne propia las amenazas y los atropellos de los grupos irregulares. Como la fruta no da para mucho, Fabián aumenta sus ingresos realizando rifas y juegos de azar. Un día, de buenas a primeras, las AGC resolvieron que su negocio debía ser fiscalizado. “Llegaron a mi casa a exigirme que, para poder trabajar, debía pagarles un millón de pesos, lo que me pareció un abuso, pero como son ellos los que mandan en la zona, me citaron para realizarles el pago. Luego de negociar con ellos, me rebajaron a 500.000 pesos”. Cada vez que realizaba sus rifas de mercados, motos y carros, un hombre lo visitaba para que le entregara la cuota de lo acordado.
Por la presión a la que estaba sometido, en varias ocasiones pensó dejar de lado esa entrada adicional, pero los hombres del Clan del Golfo lo siguieron buscando para que diera la cuota. Lo que hiciera o no con el negocio, no era problema de ellos.
La intranquilidad se acrecentó con la orden de paro armado, que lo obligó a guardar su carreta y esconderse en su casa junto con su familia. Encerrado, con una ansiedad que no lo dejaba en paz, prefirió arriesgar su vida para que al menos las frutas no se pudrieran. Dejó entreabierta la puerta trasera de la casa, y desde ahí comenzó a despachar a escondidas los productos que sus vecinos le solicitaban. “Fueron momentos muy difíciles. Por las calles circulaban hombres con armas, vigilando que las personas estuvieran en sus casas, pero era necesario abastecerse, por lo que me arriesgué avisándoles a mis conocidos que estaba vendiendo mis productos”.
Rodeados por todos los flancos
Una zozobra generalizada se apoderó del pueblo, que bordea los 50.000 habitantes. Como fantasmas de la muerte, los vigilantes armados rondaban las cuadras, día tras día y noche tras noche, alertas al menor movimiento, mientras en las casas las familias contaban las horas y racionaban los alimentos, con una inquietud peor que la que habían experimentado durante la cuarentena del covid, porque la peste que acechaba no era la del contagio sino la de la violencia, que creían haber superado pero que, desde el Acuerdo de Paz, no ha hecho sino incrementarse.
frase-destacada
Tras la desmovilización de las Farc, la región quedó a disposición de las AGC, que se adueñaron del territorio después de expulsar al ELN y a las propias disidencias de las Farc.
Durante pocos meses, creyeron que la firma del acuerdo con las Farc iba por fin a devolverles el sosiego. No fue más que una esperanza. San Pablo y los demás municipios del sur de Bolívar han vivido tradicionalmente de la agricultura y de la minería artesanal. Sin embargo, el producto más abundante es la hoja de coca, que es la que les genera más ingresos a los campesinos, pero también la que les ha ocasionado más problemas. Tras la desmovilización de las Farc, la región quedó a disposición de las AGC (es decir, el Clan del Golfo), que se adueñaron del territorio después de expulsar al ELN y a las propias disidencias de las Farc.
A partir de entonces, la violencia ha sido generalizada. Los grupos paramilitares han ocasionado la muerte de varios líderes sociales, defensores de derechos humanos y campesinos.
“Es preocupante el tema de la seguridad en la cabecera principal y en la zona rural porque desde hace un año hay mucha presencia de integrantes de las Autodefensas Gaitanistas que preocupa y alerta a la comunidad”, señala un habitante que, por seguridad, reserva su nombre.
Desde finales de diciembre de 2021 han sido reportados más de 30 asesinatos, en su mayoría atribuidos al control del territorio por grupos al margen de la ley. “En la zona hay variedad de actores armados como el ELN y las disidencias de las Farc, que confrontan con los integrantes del Clan del Golfo y esto se da en presencia de la misma Fuerza Pública”, asegura otro.
Los campesinos hablan de todo esto a escondidas, con miedo a ser señalados de apoyar a una u otra organización ilegal o legal.
frase-destacada
Creían que con los acuerdos de paz todo se iba a normalizar, pero el conflicto volvió a como era hace unos diez años, con una diferencia: antes tenía un ideal político, que desapareció; hoy todo es por el negocio del narcotráfico y la minería ilegal.
“La gente –asegura Luis Domingo Cardona, párroco de San Pablo– vive con mucho miedo. Creían que con los acuerdos de paz todo se iba a normalizar, pero el conflicto volvió a como era hace unos diez años, con una diferencia: antes tenía un ideal político, que desapareció; hoy todo es por el negocio del narcotráfico y la minería ilegal”. Hasta la iglesia, que siempre permanecía abierta, tuvo que cerrar las puertas. “Las celebraciones litúrgicas tuvieron que aplazarse, las misas del domingo no las pudimos realizar; fue como en la época de la pandemia, cuando tuvimos que dar misa de forma virtual”.
Un día más de paro
El lunes 9 de mayo, tras cinco días de restricciones absolutas, los habitantes de San Pablo se levantaron convencidos de que el toque de queda había sido levantado. Temprano en la mañana, cuando en la plaza principal los primeros vendedores abrían sus locales, un grupo de hombres comenzó a disparar al aire, ordenando volver a cerrar porque el paro no había terminado. “La gente comenzó a correr por las calles, buscando llegar de nuevo a sus casas –cuenta un campesino que prefirió no dar su nombre–. Y el miedo aumentó cuando se supo que unos comerciantes de Sucre habían sido asesinados por incumplir la orden”.
Lo mismo pasó en el puerto, cuando los dueños de las lanchas intentaron poner a funcionar sus máquinas. Quedaron paralizados ante las amenazas. El transporte fluvial se vio, una vez más, interrumpido. Hasta los niños de los colegios tuvieron que devolverse, y no quisieron volver a la escuela hasta muchos días después de que el paro culminara, por el terror de sentirse expuestos. Aun hoy, los jóvenes llegan a las instalaciones de los colegios en pequeños grupos, mirando para todos lados, pendientes de sus celulares y del constante movimiento de motos que circulan cerca a los centros educativos.
“No quería volver al colegio. Por mi casa pasaron varias motos con hombres armados amenazando a los que se asomaban a las ventanas. El miedo siempre está latente, sabemos que ellos pueden hacernos algo sino cumplimos lo que nos ordenan”, dijo una niña.
frase-destacada
El temor nunca se ha ido, sabemos que ellos podrán decretar un nuevo paro, ellos se sienten muy fortalecidos, paralizaron medio país, y la gente sabe que ellos están entre nosotros y lo que menos queremos es que afecte nuestros negocios y a nosotros mismos.
Aunque la vida poco a poco volvió a su curso normal, la intranquilidad continúa. En los cinco días que tuvo que permanecer cerrado el negocio, las jóvenes de la tienda de ropa calculan que perdieron cerca de 25 millones de pesos. “El temor nunca se ha ido, sabemos que ellos podrán decretar un nuevo paro, ellos se sienten muy fortalecidos, paralizaron medio país, y la gente sabe que ellos están entre nosotros y lo que menos queremos es que afecte nuestros negocios y a nosotros mismos”, señala una de ellas. Otros comerciantes perdieron hasta 20 millones diarios, y los vendedores de alimentos tuvieron que botar la comida dañada.
Más vivo que nunca
Para los pobladores de San Pablo está claro que la extradición de alias Otoniel no es el fin de Clan del Golfo. Son testigos de que, lejos de extinguirse, ha fortalecido su presencia en sus zonas de influencia. Caminan por las calles con el miedo como sombra, y prefieren no referirse al tema.
Se habla, pero no se le sostiene a nadie, de la connivencia entre las autoridades y el Clan del Golfo, algo que quedó evidenciado por la ausencia de la Fuerza Pública durante el paro armado. “Aquí no se mueve nada sin el permiso de ellos”, señala una anciana sentada en una mecedora, en una esquina de la población.
Los habitantes aseguran que solo el lunes al mediodía, pocas horas después de que terminara el paro armado, fue que comenzaron a ver integrantes del Ejército y la Policía rondando las calles.
Luego, el Gobierno dio sus partes de victoria: la captura de alias el Gordo, presunto cabecilla financiero de la subestructura Luis Alfonso Echavarría del Clan del Golfo, buscado por el delito de concierto para delinquir agravado; y de dos personas más, entre ellas alias la Severa, una mujer encargada del almacenamiento de armas de fuego, municiones y explosivos.
“El Gordo estaría detrás de las intimidaciones al transporte y el comercio en el sur de Bolívar, así como de los cobros de extorsión a los dueños de los establecimientos comerciales”, emitió en un comunicado el Ejército.
Estos resultados, sin embargo, son vistos por los campesinos como transitorios, porque apenas capturan a los cabecillas, aparecen nuevos nombres que toman el mando para seguir con el negocio. “Lo importante es que la presencia del Ejército y la Policía sea permanente –advierte un habitante–. Ellos están solo por una o dos semanas, y sentimos algo de tranquilidad, pero luego se van y los del Clan vuelven a aparecer para extorsionar y volver a generar miedo”. A lo que agregó un vecino, a manera de conclusión: “La gente está cansada de vivir en medio de la guerra, los viejos quieren ver a sus jóvenes crecer, que se acabe la violencia, no ser desplazados y vivir con la tranquilidad de vivir en un pueblo tranquilo, de gente trabajadora y con un mejor futuro”.