La guerra contra las drogas: hora de combatir la demanda
29 Septiembre 2022

La guerra contra las drogas: hora de combatir la demanda

La lucha contra las drogas no ha fracasado porque, sencillamente, no se ha librado en el campo que es: la prevención. La adicción, y no el tráfico, es el determinante del problema.

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Por: Miguel Bettin (Ph.D.)

La adicción a las drogas es la condición sine qua non para que exista el llamado problema de las drogas, para que los costos de las mismas sean elevados, para que sea un extraordinario negocio y para que haya tanta violencia alrededor de este submundo y de esta subrepticia economía.

El mayor porcentaje de la producción de drogas lo consumen usadores que ya tienen un consumo adictivo en ciernes o un consumo evidentemente adictivo. No es cierto que la mayor cantidad de drogas producidas las consuman los consumidores experimentales o los exageradamente llamados consumidores recreativos; y digo exageradamente porque, sencillamente, hay drogas que por su efecto no permiten la recreación y, por el contrario, producen desasosiego, desespero o alucinaciones paranoicas. Sin embargo, se persiste malintencionada o cándidamente en denominar su consumo como recreativo. Es un mito.

El ser humano ha consumido drogas desde los albores de la humanidad, pero nunca el consumo estuvo tan desrritualizado, es decir, tan carente de sentido, tan ausente de su papel simbólico, mediador; esto es, se consumía para algo religioso o cultural, no como en las últimas décadas, cuando el consumo es para y por el consumo. Es un consumo conducente en grado sumo a la adicción.

Si las drogas no produjesen adicción, el negocio no sería tan lucrativo. Ni siquiera habría negocio. Los productores y narcotraficantes tendrían que invertir grandes cantidades de dinero en publicidad para mantenerse posicionados y conquistar nuevos clientes, como lo hace cualquier otra empresa de un producto que no es de primera necesidad. Aquí no, aquí se trata –como se hace con el tabaco y ahora con los vapeadores– de “enganchar” clientes (esto es, volverlos adictos). Y esto puede hacerse de manera efectiva cuando su cerebro está en proceso de maduración, es decir, cuando es un cerebro de niño. Así, se tiene cliente de por vida.

La lucha contra las adicciones no ha fracasado, sencillamente, porque dicha lucha no se ha dado aún. Por el contrario, hay que empezar a librarla desde donde debió y tiene que hacerse: desde la ciencia y la prevención para evitar el consumo en niños y jóvenes, y para evitar las adicciones.

El secuestro del cerebro

La guerra contra las drogas, contra su producción y contra los carteles del narcotráfico se ha venido perdiendo no por razones ligadas a la oferta sino a la demanda. En Colombia no se ha luchado contra las adicciones, esto es, no se han creado ni puesto en marcha de manera sostenida programas científicos de prevención del consumo en niños y jóvenes en cada colegio, cada barrio y cada familia, ni se han puesto en marcha ni financiado centros y programas comunitarios de tratamiento para las personas adictas, ni se han destinado recursos para el desarrollo de investigaciones para prevenir y tratar el problema.

Debemos continuar esa lucha, si así se la quiere llamar, sencillamente porque las adicciones hacen desgraciada, dolorosa y triste la vida de millones de seres humanos en el mundo. Pero además porque estamos obligados a atenderlas en la medida en que son un problema pediátrico en la mayoría de los casos, léase un problema que inicia en la niñez o en la temprana adolescencia. Es por ello, en esencia, que se desarrolla la adicción, porque logra secuestrar un cerebro en desarrollo, un cerebro infantil, al que transforma y condiciona. Y si los derechos de los niños prevalecen sobre los demás, es obligación de los estados evitar los discursos confundidores, como algunos de los actuales, que han hecho que niños y jóvenes en Colombia casi no perciban riesgo en usar drogas. Y es obvio que ello ha pasado debido a la exagerada parafernalia propagandística a favor de las “bondades” de algunas drogas y del discurso encubierto de que “quienes se quedan en ellas es porque son frágiles”.

Debemos, además, continuar esa lucha, pero a la colombiana, no a la portuguesa, ni a la holandesa, tampoco a la sueca o a la cubana, porque nuestras condiciones de altísima producción de cocaína en medio de uno de los países más inequitativos del mundo nos hacen especiales en esa materia. Las permanentes comparaciones con otros países que han hecho esto o aquello en materia de consumo de drogas resultan improcedentes o absurdas. Es comparar peras con manzanas.

Con la misma frivolidad y desconocimiento se alzan voces que profetizan sobre la inocuidad de algunas sustancias, hasta el punto de que ya son muchas las que se introducen en esa cesta, otorgándole, quien sabe con qué intereses, más beneficios y atributos curativos de los que científica y realmente tienen.

En vez de regular, autorregular

Evidentemente la lucha no es contra las drogas, la lucha es por que menos niños y jóvenes se inicien en el consumo de las mismas y en otras conductas adictivas que los hundirán por años o para toda la vida en ese comportamiento y los harán infelices. Y es obvio que ello no lo vamos a lograr en Colombia ni con ráfagas de glifosato, pero tampoco con un Estado pusilánime que además claudique en la labor de prevenir que esto suceda, amparado además en mentirosos discursos de minimización de los riesgos y disminución del daño, que en muchas ocasiones no son más que una alegoría vergonzante que esconde la verdadera postura: la de “las drogas son inocuas y es cuestión de regular su uso”. Lo cual es una postura respetable y, por tanto, deberían no camuflarse y expresarla abiertamente. Ello permitiría con argumentos científicos demostrarles en que se equivocan al respecto.

La adicción a las drogas es un problema antropocéntrico. Dicho de otra forma, las drogas llegan a ser un problema porque el hombre es muy, pero muy susceptible de desarrollar un hábito adictivo hacia ellas, como lo es hacia otras cosas y comportamientos, pero no porque sea frágil o inmoral o poco determinado, o poco formado, o pobre, no; es porque su cerebro y su psiquismo responden a ellas de tal manera que es muy probable que eso suceda. No es, pues, un problema de regulación externa, es un problema que radica en la autorregulación.

Autorregular la conducta frente a cosas o situaciones que nos producen placer no es propiamente una característica sobresaliente en los seres humanos y tampoco en los animales.

Igual sucedería, entonces, si legalizamos las drogas sin más o, si eufemísticamente, las regulamos y ponemos como una de sus condiciones, tal y como está establecido hoy, que el consumo no esté permitido en menores. Los comercializadores, al igual que los de alcohol y tabaco de hoy día y de siempre, estimularían con subliminales, seductoras y sugestivas formas de publicidad a los púberes y adolescentes a consumirlas, para ganar clientes, porque en el capitalismo sin corazón o salvaje, si se quiere, de lo que se trata es de que la mercancía está por encima del ser humano.

El problema de las drogas comprende un continuum que va desde –léase bien– el consumo adictivo principalmente, pasando por el tráfico y terminando en la producción, y –entiéndase bien– comenzando en el consumo adictivo, que es el que determina las grandes cantidades y calidades que se demandan, la estabilidad del negocio, la urgencia en su producción, la competencia de los comercializadores por los mayores mercados, la violencia entre ellos, y los costos que la adicción representa en baja productividad, accidentalidad, suicidios, homicidios y demás formas de violencia asociada.

No es, pues, el carácter ilegal el que determina la violencia asociada, como ya se dijo. El tráfico ilegal sí encarece los costos, pero los carteles tienen bien resueltas las dificultades de ese tráfico ilegal comprando funcionarios y policías. Por el contrario, la violencia ligada al narcotráfico, que es en esencia violencia entre carteles por los mercados y las rutas, es algo que no se resolvería con la legalización o regulación. Es otro mito.

La regulación o legalización es una política a la que debemos llegar. Óigase bien: llegar, porque la legalización debe ser eso: punto de llegada y no punto de partida. La legalización, como se nos ha venido vendiendo, no acabaría, ni siquiera disminuiría la violencia ligada al narcotráfico, que, como ya se dijo, es violencia principalmente entre carteles en su lucha por ganarse los mercados de adictos y las rutas de comercialización del tal vez más rentable negocio del mundo. Aún si el Estado se volviese en principio el productor y comercializador de las drogas, los carteles ofrecerían a los campesinos mejores ganancias por cultivar y venderles la producción a ellos. Y todo ello sería así, y no lo olvidemos, porque en el principio de la cadena hay un consumidor adicto, anhelante, necesitado de su dosis y dispuesto a pagar lo que sea necesario para tenerla. Consumidor adicto que ya no es solo internacional sino nacional, porque otro mito alrededor de las drogas en Colombia es el de denominar microtráfico al comercio que suministra las drogas al consumidor nacional. Todo lo contrario, es ya un importante tráfico y tiene unas ventas significativas, sin libros contables, claro está, y con consumidores que mienten avergonzados sobre su consumo y generan estadísticas con subregistros, porque Colombia sigue siendo un país que rechaza el consumo de drogas.

Este último aspecto, la adicción, es el determinante dentro del problema de las drogas, y no el tráfico. No entender esta direccionalidad en el problema ha hecho que ligeros economistas, políticos y otros generadores de opinión, de visión precopernicana del problema, desconocedores del papel de la adicción y del antropocentrismo que la explica, crean que el fenómeno se deba abordar primero desde la legalización. Es claro que frente al problema de las drogas debemos llevar a cabo un cambio en el enfoque, pero no como lo vienen anunciando.

Generemos, de verdad, un cambio epistémico. No sigamos girando en materia de drogas alrededor de su producción. Empecemos por desincentivar el consumo. Mientras la humanidad no lleve a cabo un cambio cultural que implique una actitud parecida a la que la juventud está empezando a construir frente a la alimentación poco sana (de azúcares refinadas –una droga igual pero legal– y grasas saturadas, esencialmente) o frente al daño al medioambiente, las adicciones –y con ello el del tráfico de drogas– seguirán causando el daño que causan.

Para profundizar

Las románticas propuestas, llenas además de candor e ingenuidad o de intenciones populacheras, profetizan que todo el problema de las drogas en el país mayor productor de cocaína del mundo acabaría si legalizáramos. A la legalización –o si queremos llamar así, vergonzantemente de soslayo, la regulación– debemos llegar y no partir, después de algunos años en que nuestros niños y jóvenes estén bien nutridos, tengan oportunidades educativas y estén atendidos oportunamente en sus necesidades de salud, logren niveles de desarrollo del pensamiento acordes con su edad cronológica, no estén sufriendo maltratos, ni abusos, tengan pensamiento crítico y actividad físico-atlética, desarrollen competencias emocionales y afectivas y tengan oportunidades culturales y tecnológicas. Y de otra parte, cuando empecemos a hacer tan productivo el uso de la coca en menesteres muy distintos al de ser el insumo principal de la cocaína, y así con otras sustancias que se nos dan naturalmente. Y, obviamente, cuando nuestros campesinos hayan dejado de vivir en el feudalismo.

En Colombia nos merecemos una verdadera política pública frente a las drogas, que sea transversal a los ministerios implicados en el problema, dirigida desde una oficina-agencia anexa a la Presidencia, con dientes, que trace los derroteros en atención, en prevención y desarrollo rural asociado al problema, y que promueva investigaciones de punta alrededor de este fenómeno. Una política que llegue a cada niño, a cada padre de familia, a cada barrio, a cada empresa. Que impulse una cultura para el desarrollo humano de nuestros jóvenes, coherente con estos tiempos en los que ellos han empezado a cuidarse más y a proteger el medioambiente, y a vivir sin los desafueros de las generaciones pasadas con ellas mismas y con el medioambiente.

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