
‘Los nombres de Feliza’: el nuevo libro de Juan Gabriel Vásquez
Juan Gabriel Vásquez.
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La novela, que ya está en librerías, cuenta la vida de Feliza Bursztyn, una escultora muy comprometida con las luchas sociales en Colombia.

Por Sandro Romero Rey
Me acordé de la célebre frase de Balzac: "La novela es la historia privada de las naciones", a propósito de la nueva obra de Juan Gabriel Vásquez. El libro del escritor colombiano se llama Los nombres de Feliza (Alfaguara, 2024) y el entusiasmo me ha atacado por distintos flancos. Debo recurrir a la primera persona, porque me encantan las obras de arte que me fustigan de frente, sin trampas, sin los cubiletes de la imaginación. Con este libro fascinante me sentí en la tras escena de muchos acontecimientos culturales y políticos que viví en mi infancia y en mi primera juventud y que ahora se revelan con un fulgor y un dolor inusitados.
He sido un juicioso lector de Vásquez, desde que logró convertirse en un escritor con todas las letras, a partir de Los informantes (bueno, también leí su tesis de grado sobre La ilíada, pero parece que a su autor no le gusta recordarla; mucho menos sus dos novelas de iniciación, Persona y Alina suplicante, verdaderas curiosidades para coleccionistas). Le seguí la pista con su "ciclo Conrad", compuesto por una biografía, una traducción y una novela confesional. Después vinieron sus cuatro obras maestras (El ruido de las cosas al caer, Las reputaciones, La forma de las ruinas y, sobre todo, Volver la vista atrás que consolidó mi destino como lector atento de sus obras). Así he seguido con sus ensayos, sus conferencias, sus poemas, sus cuentos.
Ahora, ad portas del diciembre del final del mundo, aparece su inmersión en la vida de la inmensa escultora bogotana Feliza Bursztyn y mi entusiasmo se ha multiplicado. No solo porque se trata de un relato soberbio que desatornilla las piezas de una existencia inconclusa, sino porque nos invita a reflexionar sobre la mitad del siglo XX, tanto en Colombia como en todos los paisajes de Occidente donde la historia universal de la infamia ha hecho de las suyas.
Creo que ya ha pasado mucho tiempo como para zanjar la discusión acerca de los límites de la novela, en relación con otros géneros de la palabra. Desde Volver la vista atrás, Vásquez ha conseguido armonizar las fronteras de la ficción con la crónica, el relato, el testimonio, las memorias. La conclusión es que no hay necesidad de establecer barreras porque en realidad no existen. Lo importante es la combinación entre lo que se cuenta y lo que se reflexiona sobre lo narrado. Y, en este caso, lo principal es el ejercicio del ave fénix, donde regresa de entre los muertos la sinfonía inconclusa de la vida de una artista ejemplar. Le he preguntado a diversas amistades de camadas recientes si saben quién es, quién era Feliza Bursztyn y me han contestado con una mirada de desconcierto. Así que, supongo, entrarán en el libro de Vásquez como si se tratase de un relato de misterio. Y, de alguna manera, también lo es. En mi caso, al avanzar en la lectura, me he encontrado con una particular experiencia de déjà vu, donde los temas de los que se me habla (los Festivales de Arte de Cali, el nacimiento del M-19, los inviernos de París, el García Márquez columnista, el Estatuto de Seguridad, la Casa de la Cultura de Santiago García, las librerías de la carrera Séptima de Bogotá, la obra de Beatriz Daza, la aventura intelectual de Marta Traba...) son territorios de los cuales ya tenía referencia, pero ahora regreso a ellos con otra mirada, la del paso del tiempo, la de la distancia, la del balance final.
En medio de este paisaje donde la creación se amancebaba con la política, brilló Feliza Bursztyn en muchos lugares, pero, en particular, en Colombia y, sobre todo, en Bogotá. Fue una escultora aguerrida y frenética, llena de un afán y de una euforia inimitable, la cual le confirió a aquello que se llamó en algún momento “la chatarra” una dimensión poética que nadie más ha conseguido. Tengo un recuerdo inicial, que de repente nada tiene que ver con la novela, pero de pronto sí: yo tenía 15 años cuando fui testigo de las Camas de Feliza, expuestas en el Museo La Tertulia de Cali. Se trataba de un conjunto de figuras cubiertas en telas de colores, las cuales se movían por algún dispositivo escondido y parecían cuerpos copulando. En mi colegio había un profesor de historia del arte al que nadie le paraba bolas, menos yo. Poco a poco nos hicimos amigos, a pesar de que él era del Moir y yo de quién sabe qué disidencia del ala zurda. El profesor nos puso a hacer un trabajo sobre las Camas de Feliza. Fui el único que hizo la tarea, con sobreactuado entusiasmo. Juro que el trabajo anda por ahí, pero no va a aparecer sino cuando ya no lo necesite. El hecho es que, aún hoy, cuando ya han pasado 50 años, recuerdo las Camas de Feliza como si hubiera descubierto los secretos del centro de la tierra. Y el culpable de este chispazo de la nostalgia es, a no dudarlo, el libro de Juan Gabriel Vásquez.
Traigo a cuenta este capricho de la adolescencia, porque desde ahí se me disparó el entusiasmo que cada página de Los nombres de Feliza me iba produciendo. El libro está construido sobre muchos paisajes visitados en otras vidas, pero ahora regresan con una nueva potencia. El París del narrador, en el que se inicia el relato, es un lugar de muchos tiempos, con miradas que empiezan con la del escritor que cuenta, pero pronto se desprende de su punto de vista para tratar de entender lo que se escondía detrás de Feliza, del poeta Jorge Gaitán Durán, de Pablo Leyva, de la familia García Márquez. No se trata de un París de guía turística, sino de un lugar más allá del planeta, casi siempre frío, ad portas de muchos finales, brumosos y distantes. “París era una fiesta a la que no fuimos invitados”, decía un amigo mío, parodiando la traducción del título de una novela de Hemingway. Así se sienten los pasos de Feliza por sus calles, tratando de consolidar una identidad esquiva, hasta que la muerte la ataca por la espalda, cuando todo el brillo de su genio parecía estar empañado por la fatalidad.
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En estos tiempos en los que la mirada femenina ha cobrado una nueva dimensión, volver a Feliza Bursztyn es una suerte de renacimiento, de visibilizar que, mucho antes de los gritos del presente, hubo personalidades desbocadas, las cuales supieron vivir y crear desde su propia independencia y que, en última instancia, terminaron siendo víctimas de sus propias libertades.
En cinco capítulos de fuego, Vásquez cuenta una vida y, al mismo tiempo, se encarga de sumergirse en “la historia privada de las naciones”, en ese diálogo entre la izquierda y los artistas, ese complicado universo protagonizado por la familia del director de cine Sergio Cabrera en Volver la vista atrás y que ahora se presenta con nuevos ropajes, donde se viven cientos de experiencias del mundo cultural y que, al mismo tiempo, procuran definir el aprendizaje de toda una generación. Los festivales de arte de Cali, liderados por Fanny Mikey en el fulgor de los años sesenta, están contados a través del drama de Beatriz Daza y, allí, con ella, estuvo Feliza. Nueva York se convierte en un nuevo telón de fondo para narrar sus búsquedas artísticas y las contradictorias decisiones del amor. Pero quizás lo que se vuelve el epicentro del drama de la Bursztyn está contado con pulso firme, cuando el narrador mira el nacimiento del M-19 y sus consecuencias a través de lo vivido por ella, la pesadilla del estatuto de seguridad y las columnas escritas por García Márquez sobre sus respectivos exilios, el de la escultora y el del escritor y su familia.
En estos tiempos en los que la mirada femenina ha cobrado una nueva dimensión, volver a Feliza Bursztyn es una suerte de renacimiento, de visibilizar que, mucho antes de los gritos del presente, hubo personalidades desbocadas, las cuales supieron vivir y crear desde su propia independencia y que, en última instancia, terminaron siendo víctimas de sus propias libertades. Me abruma, por lo demás, cómo se siente el paso del tiempo en un libro como Los nombres de Feliza. La vida se va yendo con una velocidad de vértigo y el mundo termina siendo necesario condensarlo en libros impecables y urgentes como el que intento reseñar. Cuando leí La consagración de la primavera de Alejo Carpentier terminaban los años sesenta y me sorprendí con un libro que pretendía contar la historia del siglo XX, a partir de la mirada de unos artistas que parecían estar siempre en el momento y el lugar indicados. De alguna manera, Feliza Bursztyn también fue actriz de reparto en los lugares y los acontecimientos que, sin saberlo, representaban el destino de una época. Faltaba la mirada de un escritor que, en medio del caos, supo recoger las piezas de una escultura sin nombre y regalarnos la sombra de un personaje que aún debería estar con nosotros y no muerto de tristeza en un restaurante de París.
Mario Vargas Llosa utilizó la citada frase de Balzac como epígrafe de su novela Conversación en la catedral. Ahora, muchos años después, Juan Gabriel Vásquez regresa a este ejercicio de inmersión en los secretos de la vida pública y sale triunfante. De alguna manera, como en el epígrafe de Jorge Gaitán Durán con el que inaugura Los nombres de Feliza: “Quiero vivir los nombres / Que el incendio del mundo ha dado / Al cuerpo que los mortales se disputan”. Un incendio que, por lo visto, atiza sus llamas después de quemar las puertas secretas de un destino soldado a fuego lento.
