Créditos: Cesar Hernández
¿Comprar un taxi o montar una librería? Así nació Matorral
Cesar Hernández, fundador de Matorral, nos contó la historia de una de las librerías más emblemáticas de la ciudad.
– César, se me prendió el bombillo.
– ¿Ahora qué fue?
– Compremos un taxi. Por la mañana lo manejo yo, en las tardes lo maneja usted.
– ¿Me está hablando en serio?
– Ya hice las cuentas, los números son buenos.
– Se lo agradezco... pero no. No me monto en ese taxi.
– ¿Y entonces? ¿Le está gustando el desempleo?
– Montemos una librería.
–¿Está loco, César?
César Hernández y su socio Andrés Archila no tenían idea de la industria editorial. Desconocían el oficio del librero. No se imaginaban el suplicio de ganarse la confianza de los distribuidores. Obviaban el arte de hacer inventarios y pedidos. No sabían hasta ese momento de la adrenalina, la ruleta, de las compras mínimas. Ignoraban la existencia de la Asociación Colombiana de Libreros Independientes.
Es decir, de montar una librería, no sabían nada. Pero esta conversación fue el origen de Matorral, que juntos fundaron pensando en que fuera la primera librería de Bogotá con buena música.
Les gustaban los libros, estaban desempleados y ambos coincidían en que la música de las librerías independientes era terriblemente mala. Treinta y cuatro millones de pesos fue el préstamo que pidieron a nombre de la mamá de Archila.
No les importó que la calle 36 con 19, en Teusaquillo, fuera en 2019 un recoveco desolado por el que no pasaba un alma. La entrada de una casona vieja cuyo dueño parecía ser un hombre bueno les pareció el lugar idóneo para ponerle buena música a la literatura.
Alguno de los dos –todavía hoy no se ponen de acuerdo– dijo en voz alta: Matorral. La novia de Cesar, Gabriela de Castro –y de esto sí hay pruebas–, creó el logo. En la casona se hizo la luz. Solo faltaba saquear las bibliotecas familiares para que los estantes no lucieran tan escuálidos. Prender una velita. Y comprar la cafetera y la nevera para las cervezas por si los libros no alcanzaban para pagar el arriendo.
Venía gente, cada tanto, todavía no sabían si por la música, la cerveza, los libros o las tortas y empanadas. No alcanzaba para los sueldos –en los primeros doce meses se pagaron dos– pero sí para el arriendo; y para la compra mínima, la gran apuesta: 2 millones de pesos en libros de la editorial Siglo del hombre, confiados en el instinto de Andrés, el filósofo, de que además de la buena música Matorral iba a diferenciarse por su enfoque editorial en las ciencias sociales.
La velita sirvió, los libros de Siglo del Hombre empezaron a venderse a la par de la cerveza y Héctor Villarraga, fraterno librero y legionario de los libros usados, les ayudó a llenar los huecos de los estantes con libros que les dio en consignación. El balance del primer año les dio para creer en la autoayuda emprendedora: “Lo mejor está por venir”.
Pero en el segundo año, el de la expansión y el crecimiento, un virus inédito infectó el mundo e hizo que cerraran las librerías. Incluso las que ponían buena música.
–Nos jodimos, Andrés, nos fuimos al carajo.
–¿Tiene el pase vigente?
–¿De qué habla?
–Desde hoy somos domiciliarios.
Bendito Instagram
Gracias a un tono cercano, sin pretensiones –el de una librería que se aferra a la vida y no el de un ser humano angustiado por el encierro y los niveles de oxigenación–, los clientes le copiaron a la estrategia de venta por Instagram y empezaron a edulcorar el encierro con los libros de Matorral.
Con un permiso especial, Andrés y Cesar, músico y filósofo, se veían todas las mañanas en la librería para compartir el vacío de la incertidumbre y llenarse la maleta de libros que después repartían, cada uno por sus medios, a lo largo y ancho de la ciudad.
En pocos meses, la estrategia instagramera pasó de ser una ocurrencia in extremis para llegar a fin de mes, a uno de los canales de ingresos más importantes. Contrataron una empresa de domicilios, sobrevivieron el virus y en 2021 estaban de vuelta, ahora ya no en la entrada de la casona vieja, sino en un patio interior, metidos entre un domo verde diseñado por el arquitecto Manuel Villa que hizo de Matorral un templo y un refugio y un búnker para los amantes de los libros. Y de la buena música.
Operando desde el domo las ventas se estabilizaron y su agenda cultural se arraigó en la escena literaria de la ciudad. Montaron una franquicia en Tabio, seducidos por hacer parte de la cultura de pueblo, más allá de la capital. Dejaron de vender cerveza en botella en el interior del local y se asociaron con la cervecería Diosa, referente de la cerveza artesanal.
El año pasado, Matorral llegó hasta La Macarena para reemplazar a Luvina, la emblemática librería de esquina que durante 18 años dirigió el escritor –devoto de Pizarnik– Carlos Torres. Tiene dos pisos, un bar adentro, música en vivo y es otro pulmón del encuentro literario en Bogotá.
La calle 36 con 19 ya no es más un recoveco vacío sino un espacio que tiene tufo a cerveza y prosa. Ahora es impreciso decir que no hay librerías independientes con buena música. Por ahora, parece, comprar el taxi puede esperar.