‘A la gente sin amor es mejor no encontrarla’. 'Recuerdos del río volador', de Daniel Ferreira
10 Febrero 2024

‘A la gente sin amor es mejor no encontrarla’. 'Recuerdos del río volador', de Daniel Ferreira

Esta novela, que en principio es la memoria de un desaparecido, es un fresco de la historia de Colombia en el siglo XX, marcado por la violencia y la barbarie, de la que el río Magdalena ha sido uno de sus protagonistas y mudos testigos.

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Por Ana María Corrales Acevedo

Especial para CAMBIO


Adentrarse en Recuerdos del río volador es navegar por un ejercicio ambicioso de concentrarlo todo en una especie de instantánea de 522 páginas. Se siente que Daniel Ferreira no quiere dejar nada por fuera, ningún hecho, ningún tema, ningún dolor, ningún sentimiento, ningún miedo. Claramente es un escritor, un profesional de la escritura, un investigador, con preguntas, método, disciplina y en construcción de su estilo literario.

Si bien el autor dice que se trata de la memoria de un desaparecido , es una pista extraña pues, además, el lector encuentra muchas historias desde múltiples voces en diferentes tiempos. Alejandro es el primer hilo vertebrador de todos los personajes, paisajes e historias. En la primera página encontramos a un Alejandro niño, desde los ojos de uno de sus hermanos. Alejandro se obnubila con el aeroplano que llega por primera vez al pueblo del Cacique, y sobre todo con el aviador. Salta hacia a él y se acerca, olvidando la amenaza de castigo de su madre. De manera casi inmediata, lo vemos, primero desde los ojos de su hermano y luego desde sus escritos, recorriendo el mundo y reconociéndose como un andariego y un fotógrafo. “Después no supo qué hacer con lo que vio. Tal vez se despertó en él el deseo de ver más. También sostuvo la mirada a lo que no se podía ver”. Escribía y se mantenía en contacto con su familia, con su pareja. Hasta que un día, después de varias travesías, desapareció. Alejandro ya no es el andariego sino el perdido, el buscado. Entenderlo, entender los hechos cercanos, las decisiones personales, la violencia, la muerte, la orfandad y a la vez la vida, es la vida de la mayoría de los personajes. No se trata sólo de buscar a Alejandro. Cada voz se busca, se pregunta: “Buscaba entender y entenderme en el origen, en ese fugaz paso de la vida en medio de la eternidad del tiempo. Buscaba entender si era humano, o caimán, o pez”.
La historia de Colombia desde inicios del siglo XX hasta los años ochenta, desde una polifonía que cruza siempre por el recuerdo y la vivencia, es el segundo eje articulador de la novela. El lector encuentra referencias concretas a la Guerra de los Mil Días, guerra inaugural del siglo y que reflejó las divisiones y el sectarismo político de una nación que apenas se construía, repitiendo modelos coloniales de expulsión, siempre fragmentándose. La tercera década del siglo se reproduce desde distintas miradas a través de las luchas por los derechos de los obreros y campesinos. Los años treinta se inscriben en la guerra de Colombia contra Perú, y en la colonización dirigida, cuando el auge del caucho hizo atractivo el sur de Colombia a los peruanos, ese sur habitado por indígenas destrozados por la fiebre de los caucheros y sin presencia estatal: “(El general) Vásquez Cobo dijo que para evitar la invasión inminente de Perú había que llenar de gente la franja baldía entre el Putumayo y el Amazonas, poblarla con gente trabajadora traída de las cordilleras. Alejandro le reviró: ahí ya estaban los huitotos. El general contestó que esos eran solo indios. También transcurre en las décadas de los cuarenta y cincuenta, cuando a la división organizada y formalizada entre liberales y conservadores, se abrió paso la visión de derechos desde la política, pero que terminó en el asesinato del caudillo Jorge Eliécer Gaitán, quien puso en jaque al establecimiento. A raíz de ello, se inauguró la llamada época de La Violencia, la guerra entre liberales y conservadores, azuzada desde el centro pero especialmente ejercida en el campo y sufrida por varios personajes de la novela. De forma un tanto abrupta, encasillada entre la vida de los protagonistas y sus ascendientes y descendientes, se salta a los años ochenta del siglo XX cuando una voz anciana le dice a su nieta: “Sara, sigue tus sueños, para que no seas como yo”, lo mismo, una tras otra, uno tras otro, generación tras generación, rechazando lo que se es. No se quiere reproducir el ser víctima, testigo o indiferente.

La historia de Colombia desde inicios del siglo XX hasta los años ochenta, desde una polifonía que cruza siempre por el recuerdo y la vivencia, es el segundo eje articulador de la novela.


Ese proceso histórico y de memoria evidencia referencias explícitas a autores colombianos. La escena de los niños y el pueblo entero alucinando con el primer aterrizaje del aeroplano remite a Cien años de soledad y a la sorpresa al conocer el hielo. Un aviador que abre los ojos, las puertas y los cielos a los habitantes del pueblo mantiene su presencia como sujeto de la memoria, de la verdad, el Melquisedec al que es necesario escuchar. Pero García Márquez no es el único que se asoma en esta novela. Escrita en el siglo XXI, son fuertemente evidentes las relaciones con la literatura fundacional colombiana del siglo XIX, el costumbrismo en que la literatura ejerció labores de fotografía para ubicarnos en lo cotidiano y congelando el momento para hacer de la palabra la fotografía: Alejandro “fotografió la espera de las lluvias en las cabezas de los animales sedientos. Las grietas de las barrancas en las orillas. La sed en las hojas aplastadas de polvo de los árboles. El peso del calor sobre el lomo de los burros. La mirada caída de los obreros que trabajaban bajo el rayo del sol”. Por otra parte, en el ejercicio de retratar la vida del país, Ferreira vuelve a los llamados autores de la Violencia, escritores colombianos que en las décadas de los cincuenta y sesenta registraron en sus novelas la sevicia y el nivel de degradación del conflicto de la década del cincuenta, como Osorio Lizarazo en El día del odio. También remite a autores que buscaron denunciar la crueldad, como Pedro Gómez Valderrama con La otra raya del tigre o José Eustasio Rivera, con La vorágine. Finalmente, Alejandro encarna una especie de Maqroll el gaviero de Álvaro Mutis, presente desde el epígrafe.

Escrita en el siglo XXI, son fuertemente evidentes las relaciones con la literatura fundacional colombiana del siglo XIX.


El tercer eje de la novela es el Río Grande de La Magdalena, un río que es la columna vertebral del país. El río que atraviesa a Colombia es símbolo de la lucha y la supervivencia de la naturaleza. Es a la vez, la puerta del desarrollo y del desafuero del poder. Alejandro salió de su pueblo de montaña atraído por el río y sus oportunidades laborales, pero encontró en él la puerta para la realización de sus obsesiones: la fotografía y la movilidad. “Es un río hermoso, señora ¿no le parece a usted?”. Pero como su nombre, el río es femenino. Ferreira recrea ambas caras del río desde las miradas masculinas y femeninas. El hermano recorre el río en su búsqueda, y se topa con hombres que le dan pistas sobre quién era Alejandro. La pareja de Alejandro lo conoció allí. La madre lo busca allí. Ese río en Colombia es vida y muerte, y Ferreira logra evidenciar ambas facetas desde las diferentes voces. Porque La Magdalena también es dolor, parto, sangre. “El río atrapa y envuelve y ahoga y sepulta y te devuelve al lugar donde encallan todos sus muertos, como si el río escogiera un mismo sitio para depositar a todos los cadáveres que llegan desfigurados. En un lugar las mujeres los recogían, los amortajaban, les ponían nombre, les hacían honras y los enterraban. Para que mañana, cuando sean sus propios muertos los que lleguen a un lugar desconocido, otras mujeres también los honren, y los adopten y los sepulten”. La Magdalena es cementerio, agonía y a la vez esperanza. La madre de Alejandro representa esa espera, esa búsqueda de tantas madres y mujeres que esperan y buscan, que arropan o entierran a otros, con la esperanza de que su desaparecido aparezca, ya no importa si vivo, pero que tenga sepultura.

El río que atraviesa a Colombia es símbolo de la lucha y la supervivencia de la naturaleza. Es a la vez, la puerta del desarrollo y del desafuero del poder.


De esa manera, de la mano con la vida del y en el río, la vida del andariego, de los luchadores y los soportadores de tanta violencia, el cuarto eje conductor de la novela es el amor. El amor de madre, de pareja, de hermano, de hija, de amistad. “No se puede vivir sin amar” se lee en el epígrafe, y completa el bucle el mismo Alejandro: “[el amor] Está al principio y al final de todo. Y a la gente sin amor es mejor no encontrarla”. Los hermanos buscan a Alejandro. Su madre lo busca en el presente y en el pasado. Hay una carga de las decisiones que ella tomó y que no la dejan en paz. La madre busca, busca. Busca a Alejandro, pero también busca perdón y, a la vez, desgarradoramente humana, busca olvidar y recordar.
En estos tiempos de búsqueda de la verdad y del auge de la conciencia colectiva e individual que se pregunta ¿qué nos ha pasado? ¿de dónde venimos?, leer Recuerdos del río volador abre las puertas para entender algunos hechos que han conmocionado a Colombia. “No entiendo… (…) no entiendo (…) no entiendo… me cansé (…) ¿por qué…?” . Si bien no refleja toda la violencia en Colombia, porque esta no ha terminado, sí está el dolor que ha desangrado al país dejando a La Magdalena llorando.

Portada


Recuerdos del río volador
Daniel Ferreira
Alfaguara
2022

 
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