Las penas eternas de América Latina

Mauricio García VIllegas y su libro 'El viejo malestar del Nuevo Mundo'.

28 Julio 2023 11:07 pm

Las penas eternas de América Latina

Hay sentimientos que afectan a las personas y también a los países. En este ensayo, Mauricio García Villegas analiza cuál es ese malestar que tanto afecta a América Latina. Aunque su diagnóstico es poco amable con el continente, también ofrece luces para que las cosas mejoren.

Por: Eduardo Arias

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El viejo malestar del Nuevo Mundo, de Mauricio García Villegas, es un libro que habla acerca de sentimientos dañinos tanto para las personas como para los países y las sociedades que los conforman. Son sentimientos que el autor denomina como tristes porque afectan más a quien los siente que al destinatario. Sucede con la rabia, con el miedo, el resentimiento y la necesidad de venganza.

De acuerdo con el autor, en América Latina esas emociones negativas han afectado en gran medida la convivencia social, han obstaculizado la actividad política, el logro de proyectos colectivos y de objetivos de largo alcance.
García es doctor en Ciencia Política por la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica) y doctor honoris causa por la Escuela Normal Superior de París-Saclay (Francia). Asimismo, es profesor en el Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia -IEPRI- y profesor afiliado en el Instituto de Estudios Legales de la Universidad de Wisconsin y en el Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Grenoble. Es también investigador en la organización Dejusticia y columnista de El Espectador. Ha escrito varios libros, entre ellos La eficacia simbólica del derecho, El orden de la libertad, The Powers of Law, Virtudes cercanas y El país de las emociones tristes. CAMBIO habló con él acerca de esta obra.
La Ceja

CAMBIO: Usted comienza su libro con una reflexión sobre los peligros del odio. ¿Por qué decidió arrancar su diagnóstico con ese tema?
Mauricio García Villegas:
Hace poco escribí un libro en el que intenté mostrar cómo, para entender a Colombia, con sus violencias y sus pesares, hay que estudiar las emociones de la gente y en particular las de los protagonistas del ámbito político. El libro se llama El país de las emociones tristes, y el título viene de Baruch Spinoza, el célebre filósofo holandés de mediados del siglo XVII. Spinoza decía que hay emociones como el odio, el miedo, la venganza, la envidia, la desconfianza y el resentimiento, que nos apocan, nos disminuyen, nos impiden florecer. Pues bien, yo creo que algo similar se puede decir de los países. Todos los pueblos sienten esas emociones pero, en algunos, tienen un peso mayor, son más aplastantes, más paralizantes. Eso es lo que ha ocurrido en Colombia y también en América Latina. Por eso decidí escribir este otro libro sobre emociones tristes en nuestro continente. Son dos libros distintos, pero ambos están inspirados en la misma idea de Spinoza.
 

CAMBIO: ¿No es América Latina un continente demasiado grande y diverso para hablar de unidad continental y emociones compartidas?
M. G. V.:
Claro, esa es la primera duda que surge cuando uno habla de América Latina como un todo. ¿Qué tiene que ver un porteño de Buenos Aires con un boliviano de La Paz? ¿O un carioca con un mexicano? Lo primero que hay que decir es que diferencias semejantes existen dentro de todos los países, por ejemplo, en Colombia, entre un guajiro y un pastuso. Pero lo más importante es esto: debajo de esas diferencias, que son más cosméticas que de fondo, hay toda una cultura que nos une y que fue forjada en tres siglos de vida colonial, por obra de la religión, la lengua común, la herencia española, el mestizaje y, sobre todo, por las condiciones muy similares de la vida social y política. Los latinoamericanos compartimos la misma cultura, la misma manera de ver la sociedad, el poder, la obediencia y la desobediencia, la vecindad, la familia, el trabajo, la educación, lo que nos parece justo e injusto, lo que vale y no vale la pena. Por eso, justo por eso, es que, desde México hasta la Patagonia, tenemos problemas tan similares: clientelismo y corrupción en el sistema político, incapacidad del estado para permear la vida social, mediocridad del sistema educativo, poca ciencia, hiper-politización de la vida social, personalismo, apego a lo pomposo, a las formas más que a las sustancias, viveza criolla, dificultad para adelantar empresas colectivas.
 

CAMBIO: ¿A propósito de eso, por qué ha sido tan difícil en estos países armar proyectos desde lo colectivo?
M. G. V.:
Somos herederos del individualismo indómito que existía en el barroco español o, como decía don Américo Castro, de la “dimensión imperativa del ser”, que sentían los españoles de esa época. A eso se suman por lo menos dos cosas: Estados con una capacidad limitada (a veces muy limitada) debido a su falta de legitimidad y efectividad para crear control y cohesión social. Y segundo, sociedades en las que cunde la desconfianza y la sospecha frente a todo lo que sea autoridad, reglas, obediencia y poder político. Todo eso le ha dado fuerza a la cultura del “sálvese quien pueda” o del “el mundo es de los vivos”. La gente confía más en lo que pueda lograr por sí misma, con sus conexiones, sus palancas y sus atajos, que por las vías institucionales o por medio de la colaboración colectiva.
 

CAMBIO: Y esa desconfianza, me imagino, se traduce en otras emociones tristes, ¿verdad?
M. G. V.:
Claro. Cuando la autoridad falla, por algún motivo, las emociones tristes se desatan. A falta de reglas claras o efectivas, como lo dice Hobbes en el Leviatán, la ambición la codicia y las ansias de gloria se apoderan de la gente, de lo cual resulta la guerra civil o por lo menos la anomia. Algo similar les ocurre a las personas. Cuando un adulto les entrega una torta a un par de niños de cinco años sin dividirla previamente en dos partes iguales, propicia la disputa entre los niños pues es muy probable que uno de ellos tome una mayor parte que el otro. Si la torta se entrega por partes iguales, en cambio, es decir con una regla clara, los niños solo pensarán en disfrutarla. Las leyes, cuando son claras y efectivas, pacifican, tranquilizan a la gente. Las sociedades que funcionan bien combinan emociones y reglas; legitimidad y eficacia. Algo parecido ocurre en las familias. Los mejores padres son los que combinan amor con reglas. Un padre autoritario solo piensa en imponerse; uno alcahueta solo piensa en complacer al hijo. En cambio, buen un padre, o una buena madre, entrega afecto y pone límites. Ahí está la fuente de la armonía familiar; el antídoto contra la sumisión injusta o contra la rebeldía irrefrenable. Algo parecido pasa en las sociedades. En las democráticas que funcionan bien, la gente tiene los medios para rebelarse pero no tiene los motivos para hacerlo, en las tiranías la gente tiene los motivos, pero no tiene los medios y en las que democracias que funcionan mal, con poca legitimidad y poca eficacia, la gente tiene los medios y los motivos para levantarse contra la autoridad.
 

CAMBIO: En su diagnóstico de los males usted le da una importancia particular al caudillismo; ¿a qué se debe eso?
M. G. V.:
Cuando nacieron las nuevas repúblicas, a principios del siglo XIX, la inseguridad se hizo presente, sobre todo en los campos. Entonces los hacendados se organizaron, formaron bandas (los paramilitares de aquella época) y algunos, por su arrojo y su carisma, se convirtieron en caudillos y llegaron a ser gobernantes de provincia o incluso presidentes. Su poder era militar y carismático a la vez. José Antonio Páez, en Venezuela, era implacable con las armas, pero también deslumbraba a sus soldados por su habilidad para domar novillos o para nadar de una orilla a otra. Los caudillos surgen debido al vacío de poder en las regiones; a la precaria legitimidad y eficacia de las instituciones republicanas.
 

CAMBIO: ¿Es el caudillismo un fenómeno del siglo XIX o todavía subsiste?
M. G. V.:
El populismo latinoamericano, tan presente en nuestra historia, tiene sus orígenes en el caudillismo. Ambos fenómenos comparten los mismos rasgos: el caudillo, como el populista, estima que el pueblo es el de sus seguidores y gobierna con y para los suyos; los otros son traidores, apátridas y en todo caso enemigos. En alguna parte del libro hablo de la “democracia de sinécdoque”. La sinécdoque es una figura literaria que toma la parte por el todo, como cuando se dice “Argentina ganó el mundial”, para indicar que la selección de fútbol (no todo el país) obtuvo la victoria. En América Latina, para muchos gobernantes, el pueblo se reduce a aquellos que los siguen. Cuando los caudillos, o los gobernantes populistas son derrocados por sus oponentes pasa lo mismo, pero al revés. Por eso saltamos con tanta facilidad de un extremo al otro, sin explorar un punto intermedio, no de sinécdoque, sino de nación entera, que incluya a todos sus habitantes, con todo lo que eso implica en términos de aceptación de visiones políticas y culturales distinta, de reconocimiento de las minorías y de acatamiento a las instituciones.
 

CAMBIO: Usted también se refiere al clientelismo y a su importancia en la política latinoamericana. ¿Qué puede decir de eso?
M. G. V.:
En sociedades muy desiguales, como las nuestras, y con sistemas jurídicos poco efectivos, la gente sabe que para salir adelante y para protegerse, más vale un buen padrino o una buena palanca que un juez o una ley. Por eso el padrinazgo y el clientelismo son fenómenos tan extendidos en el continente, practicados por todos o casi todos los partidos a lo largo del espectro político. La extraordinaria dificultad que hemos tenido en América Latina para construir Estados autónomos, dotados de una burocracia técnica, meritocrática e independiente de los vaivenes de la política, se explica por la persistencia cultural y la justificación social e incluso moral del clientelismo.

CAMBIO: De América Latina siempre me ha llamado la atención que somos muy unidos en la cultura, en el deporte. Nos alegra que en el Tour de Francia, en Fórmula 1, en los olímpicos o en el Mundial de fútbol gane el latinoamericano, cosa que no sucede en Europa, donde un alemán jamás le hace fuerza a la selección de fútbol de Inglaterra o Francia cuando enfrenta a Brasil o Uruguay. Sin embargo, algo que medio remede una vaga aproximación a la Unión Europea en América Latina es algo utópico. ¿Cómo explicarlo, si es que se puede explicar?
M. G. V:
Es verdad, estamos muy unidos por la cultura y el deporte, también por el consumo y el mercado en general, pero estamos divididos, incluso aislados, por las fronteras y los regímenes políticos. Somos la misma nación, dividida en pequeñas parroquias, cada una haciendo gala del narcisismo de las pequeñas diferencias. Las fronteras funcionan como murallas artificiales (en la Amazonia más que en cualquier parte), no tenemos una moneda común, el comercio entre las naciones es pobre, las instituciones internacionales son extremadamente débiles y el continente nunca negocia unido frente a las grandes potencias. Europa, con muchísima más diversidad interna, con diferentes, lenguas, religiones culturas, logró unirse y hoy lo está más que nunca. ¿Por qué? hay varias razones, pero yo destaco una: la ausencia de guerras internacionales. Somos un continente pacífico, al menos entre países. Hemos tenido muchas guerras civiles pero pocas guerras internacionales. Eso ha hecho que no exista, como existió en Europa, un interés por crear reglas supranacionales que unan y pacifiquen la región. A veces las peores tragedias traen algo bueno, lo cual, claro, no justifica ir tras ellas, pero si ser conscientes de esa paradoja para lograr ese bien por otros medios.
 

CAMBIO: ¿Más que de malicia indígena no debería hablarse más bien de malicia española o al menos malicia mestiza?
M. G. V.:
Puede ser. Pero la malicia indígena es el comportamiento estratégico del nativo para defenderse de la opresión del español o del blanco. Se dice, por ejemplo, que los indígenas son insondables, lo cual es verdad. Pero esa dificultad para saber lo que piensan proviene de que el indígena aprendió, para sobrevivir, a no decirlo todo, a reservarse buena parte de sus pensamientos y de sus sentimientos, para sobrevivir. Pero claro, después del siglo XVII, cuando la mayoría de la población se volvió mestiza, ese rasgo de la personalidad extendió por todo el continente.

CAMBIO: Usted insiste mucho en que somos herederos del barroco. ¿Qué nos hermana con este período de la historia que uno asocia con Bach, Handel, Newton, Velázquez?
M. G. V.:
Yo creo que los latinoamericanos somos más españoles de la España clásica, la del barroco, que los españoles actuales. No todo lo nuestro es barroco, claro, pero mucho de ello existe todavía. En lo material, primero, con cosas como el latifundio y la segregación de clase, y en lo cultural, con esa manera de ver el mundo en la que no se diferencia bien la vida del sueño, como ocurre con don Quijote o con Segismundo, en La vida es sueño, de Calderón de la Barca. Los españoles que vinieron a América tenían esa confusión, es decir esa imaginación desbordada, que se acrecentó con lo extraordinario que aquí vieron en la naturaleza y en las comunidades indígenas. Ahí, en ese primer realismo mágico, está la fuente de nuestra literatura que, como ya dije es nuestro mejor producto de exportación. Pero en América Latina hemos trasladado esa confusión entre el soñar y el vivir al mundo de la política, con la utopía metida en el arte de gobernar, lo cual ha traído consecuencias nefastas. Muchos políticos latinoamericanos se inventan mundos imaginarios que intentan hacer realidad cuando llegan al gobierno y claro, se estrellan tratando de lograr ese imposible. No diferencian entre el sueño y la realidad y por eso flirtean con la utopía y con el dogmatismo. Aspiran a bajar paraísos celestes a la tierra y a construir sociedades ideales. Pero el sueño utópico y la intolerancia van juntos y ese maridaje ha producido desastres en el continente. Una de las cosas que hay que promover en la región es más pragmatismo, más ciencia, más conocimiento, más técnica y claro, menos política. Menos quijotes en la política y más sanchos.

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