La Gracia de la Vida de: Jorge Alejandro Medellín.
Crédito: Jorge Alejandro Medellín
Lo artificial de la inteligencia: la fotografía resiste
Hasta el próximo 28 de mayo el Museo del Chicó albergará la exposición fotográfica 'Advertir lo no percibido', con la que Jorge Alejandro Medellín y Esteban Eljaiek dan una prueba de resistencia artística a pesar del uso de los artificios digitales.
Por: Carlos Mauricio Vega
La fotografía siempre ha sido acusada de mentirosa por las otras artes. Desde sus inicios ha sido despreciada y siempre llega a la cola de los movimientos de vanguardia, inclusive después de que Sebastiao Salgao la decretó muerta ante lo digital y Joan Fontcuberta inventó el inasible concepto de postfotografía. Pero la que miente es la realidad, tal como sostiene el fotógrafo y diseñador colombiano Diego Amaral.
En esa dirección también se ha acusado de mentirosos a los artistas que provienen de la publicidad o usan técnicas derivadas de ella, y a los poetas que se meten a artistas. Corriendo esos riesgos se han encontrado, bajo el sombrero conceptual de fotografía expandida, Esteban Eljaiek y Jorge Alejandro Medellín, para colgar en el Museo del Chicó de Bogotá la exposición fotográfica Advertir lo no percibido. Ambos provienen de esferas artísticas y técnicas muy diferentes, pero están unidos por la amistad y por una visión común del momento que atraviesa la fotografía contemporánea.
Jorge Alejando Medellín es educador por vocación, poeta por derrota, compositor por necesidad y fotógrafo por contagio.
Su colega y amigo Esteban Eljaiek, experto en producción de imágenes publicitarias, es hijo de un mito de la fotografía colombiana: el maestro Abdú Eljaiek. Bebió en el tetero líquido revelador y viajó por pueblos remotos, acompañando a Eljaiek padre, que fotografiaba en blanco y negro barrigonas paredes de bahareque. Dicen que fue Eljaiek, junto con Eduardo Mendoza Varela, el que se inventó a Villa de Leyva. También ilustró con sus fotos los poemas de Carlos Medellín Forero, el educador y magistrado muerto en Palacio en 1985. Años después, los libros de gran formato de Eljaiek habrían de llevar textos del hijo menor de Medellín, Jorge Alejandro.
Nació así una relación sólida entre las dos familias, al calor del tejido de artistas y escritores de la época de Carlos Medellín, como el periodista Eduardo Mendoza Varela, el pintor Gonzalo Ariza -hijo de fotógrafo a su vez- y escritores y artistas Eduardo Carranza, Fernando Charry Lara, Elisa Mújica, Susana de Ariza, Fernando Guillén o María Teresa Cuéllar ‘Teyé’, y los grandes fotógrafos de la época como Nereo López, el mismo Abdú o Hernán Díaz. (No están todos los que son pero sí son todos los que están).
Andando el tiempo Esteban y Jorge Alejandro encontraron, dificultosamente, caminos personales que unen obsesiones y vocaciones. Rutas paralelas que luego de dar muchas vueltas por las montañas de la vida se cruzan en esta exposición, que sirve de lanzamiento al portal de fotografía expandida Indicium.art.
Partiendo de su praxis publicitaria y de su ambición artística, Esteban Eljaiek ha logrado descifrar una encrucijada entre la acuarela, la pintura y la fotografía, en un proceso variopinto que parte de una imagen digital, procesada hasta convertirse en lienzo. No exactamente óleos, pero sí tintas, impuestas como capas de textura sobre el papel como si fueran óleos. Busca efectos tonales, volúmenes y profundidades muy similares a los de la pintura. ¿Cuál es la gracia de todo eso? ¿Hacer fotografías que parecen óleos para contestar a los óleos que parecen fotografías? Tal vez, en el caso de Eljaiek, él está resignificando la fotografía impresa: lleva al extremo el dicho preconizado por Sebastiao Salgao de que la fotografía no existe sino cuando baja al papel y se vuelve objeto tangible y enmarcable y colgable, que funcione con la luz del día o con la luz directa incidente sobre una pared o una página de libro. Que sea análoga. Lo demás, los billones de fotografías digitales que fatigan los servidores y las memorias RAM, no son fotografía: son tráfico de imágenes.
Eljaiek escoge un material insólito, un papel texturado y sin esmaltes más apropiado para acuarelas o carboncillos que para fotografía, e imprime en tamaños heroicos. Pero no imprime: pinta con la impresora de chorro. No busca acabados lacados y tersos como porcelana, como los que antiguamente daba el cibachrome y hoy se encuentra en la impresión sobre poliuretanos y demás materiales sintéticos usados en publicidad. También se aleja del estándar común en estos momentos, que pasa por papeles satinados y mate y por el sacrosanto papel de algodón Hahnemüle. Los cuatro chorros convencionales de siempre de la impresión gliceé, YMCK, amarillo magenta cyan y negro, le sirven para lograr imágenes texturadas sobre ese sustrato no convencional que cualquier experto en impresión de fotos descartaría de plano porque la tinta se acumula y crea grosores. Logra así algo que podríamos llamar lienzos o atmósferas, con el volumen y el tono del óleo: para ello pide al impresor hasta ocho pasadas de tinta. No contento con esta realidad de a bulto, Eljaiek añade brillos ultravioletas a los manchones de tinta. Crea entonces formas abstractas donde el origen de la imagen es apenas reconocible, como por ejemplo una pared de pintura descascarada o una puerta de lata de zinc de un taller popular.
Tanto Eljaiek como Medellín trabajan digitalmente sus imágenes, descomponiéndolas, tal vez llevándolas primero a alto contraste, moviéndolas a archivos TIFF de gran peso que le permitirán imprimir en gran formato, a todo el ancho del rollo que el fabricante del papel provee para fines comerciales.
De ese trabajo digital Eljaiek va sustrayendo información hasta dejar la foto casi en los huesos: un poste y una ventana esquinera de un edificio de los años 30 en Ciénaga, Magdalena, un jirón de arena entre dos aguas que se confunden con el cielo en los playones de la vecina Tasajera, una mancha de moho que traslada colores y texturas hasta tornarla abstracta. Intensificadas las manchas en el computador, los chorros de tinta las vuelven casi pinceladas sobre el papel mate, lleno de textura. Obtiene así cuasióleos, piezas que difícilmente pueden volverse a lograr porque con Eljaiek trabaja también hombro a hombro con César Rodríguez, experto y apasionado impresor, quien pacientemente y a elevados costos logra, en máquinas de gran formato, los tonos de imposible desvaído que el autor desea.
Medellín sigue un proceso técnico y creativo parecido, sólo que no se queda en exclusiva con el papel Fabriano, y acude a herramientas digitales caleidoscópicas para añadir complejidad a sus imágenes.
¿Es fotografía? ¿Es pintura? ¿Es arte electrónico, Non Fungible Tokens bajados a papel? ¿Es postfotografía, como lo quiere Joan Fontcuberta? ¿Es fotografía expandida, nueva escuela en la que se inscriben los autores? (¿Estuvo alguna vez la fotografía contraída? Creo que no. En doscientos años no ha dejado de haber intensa experimentación técnica y poética en la fotografía, desde la época del colodión o los negativos de vidrio hasta la de los pixeles, de manera que siempre ha estado expandida, sólo que ahora esta expansión es sobre todo conceptual).
La fotografía es un incendio
Jorge Alejandro Medellín fue marcado por la desaparición de su padre en Palacio. El contacto con la realidad exterior se le hizo demasiado doloroso y lo obligó a volcarse hacia un mundo interior rico y vasto, una de cuyas facetas asoma en estas sorprendentes fotos que ahora exhibe. Sorprendentes no sólo por su cromatismo y formas fantásticas sino porque son derivadas de los poemas que lleva componiendo toda su vida.
A los poemarios de sus primeros años, como Canciones del Palacio de Justicia o La Mensajera, entre otros, no puede volver. No puede ni abrirlos, ni mucho menos releerlos. Tuvieron que pasar casi cuarenta años desde la tragedia del Palacio para que llegara otro libro, Poemas Perdonados, cuyo título se explica solo: encontró una cura para la autocompasión y una salida para el dolor, y por tanto un camino a la liberación de esa tristeza que se hizo inmanente a su vida.
Ese libro de poemas en donde perdona lo imperdonable, explica la explosión cromática y la pirotecnia de formas presentes en Advertir lo no percibido. Por eso, y tal vez sintiéndose poeta antes que fotógrafo, Medellín unió cada foto al poema que le dio origen, al que fue su embrión de palabras. Todo un reto para la curaduría: para que los poemas no invadieran las fotos o las contaminaran en un espacio esencialmente visual como es una galería. Eso se logró con una tipografía en paloseco muy sutil, que hace que el poema se lea después de ver cada foto y se logre en cada espectador la comunión que el autor busca.
Mediante hechizos digitales traspasados al papel en gran formato, Medellín nos introduce en su refugio de micromundos, o mejor microuniversos, que se convierten en galaxias: briznas de arena lamidas por una leve espuma se tornan en los anillos de un Saturno flotando con sus asteroides en el espacio. O la curva grácil de una ola se vuelve trayectoria de un cometa que no regresa. Polvo de estrellas, laberintos de memoria, caleidoscopios circulares y lineales de formas mínimas se repiten ad infinutum; juegos de espejos enfrentados que forman túneles hacia un vacío o hacia otros universos alejados de este país, de su realidad difícil: algo así se le criticaba hace sesenta años a los mundos geométricos, desarraigados, apolíticos, de Edgar Negret o de Eduardo Ramírez Villamizar.
El mundo fotográfico de Medellín Becerra se vuelve sobre sí mismo como un caracol de espejos y de poesía. Y esos espejos y caleidoscopios hacen un juego imposible como el de la Ciudad de los Inmortales de Borges o la Ciudad de los Espejos o de los Espejismos que aparece al final de los Cien Años de Soledad, ciudad cuyo destino de autodestrucción se perfila al final de los pergaminos de Melquíades. Así los microuniversos de Jorge Alejandro Medellín provienen de un vacío, llenan un presente y se vinculan con los espíritus de quienes los contemplan y luego, con sorpresa, descubren que cada foto está vinculada a un texto suyo. Un texto por lo general breve, a veces amoroso, a veces lapidario, a veces críptico, como un latigazo, que acompaña las fotos y también las ilumina. Por ejemplo:
La Cicatriz
(De Poemas Perdonados, Editorial Letra Minúscula, Barcelona, 2023)
en el fondo de la memoria
me llama la cicatriz
...
me acomete
me distrae
me ofende
y me explica el dolor
de cada noche
...
no le importa
si voy errático
o imprudente
atrevido o locuaz
...
me hiere
me adormece
me propaga
quédate
porque aparte de tus besos
no encuentro otras ficciones
para taparla
Y sin embargo se traiciona. Porque la pieza central de la muestra, Gracias a la vida, un fractal de fuego que renace en flor, parte del trabajo digital de una foto del Palacio en llamas, hace 39 años.
Pero es que el poema del que nace no es perdonado, sino que viene de Canciones del Palacio, de hace dos décadas.
La inteligencia de lo artificial
¿Postfotografía o tal vez transfotografía? ¿O neofotografía? Estos neologismos no alcanzan a cubrir el espectro que se abre ante las anchas tecnologías de transformación de lo visual. Lo único que se cumple es el precepto acuñado por Joan Fontcuberta hace ya 50 años, de que hay que volver a concebir la fotografía, como la palabra lo indica, como una forma de escritura: escritura con luz, y su trasunto, la oscuridad. Al aproximarse a esta encrucijada con nuevas herramientas digitales que podrían tacharse de artificiales pero que no son sino desarrollos tecnológicos del viejo arte de fijar la luz en bastidores llamados cuadros, tanto Medellín como Eljaiek trabajan con lo que podríamos llamar “lo artificial de la inteligencia”.
Exposición abierta en el Museo del Chicó, carrera 7 #93-01, Bogotá. Abierto de domingo a domingo de 9 a.m. a 1 p.m. y de 2 p.m. a 4 p.m. Hasta el 28 de mayo.