El colombiano no suele mirar al suelo: camina por la calle nervioso, atento a los riesgos y amenazas que surgen de los costados, de atrás, de arriba y de adelante. Pero a menudo el peligro procede de abajo, del andén, del pavimento, de las trampas escondidas en las aceras. Así le ocurrió a nuestra poeta Beatriz Ordóñez, según lo cuenta en estas décimas de la vida real.
En Bogotá, los andenes,
son deportes de alto riesgo;
si salgo, siempre me arriesgo
a perder todos mis bienes,
o a tropezar. No te apenes:
tengo un ojo cual compota
y una costilla bien rota,
pues caí larga e inquieta,
de jeta contra el planeta.
Esta ciudad nos agota.
En Urgencias preguntaron:
—¿Qué le hicieron, sumercé?
—Estoy terrible, lo sé,
mas no fue que me atracaron;
los cables se me cruzaron
y no vi la calle hundida.
Ahora estoy adolorida,
en esta tierra sin dueños,
donde se tuercen los sueños
y se desprecia la vida.
—Siga por aquí, mamita,
le haré una radiografía;
no se acueste todavía,
porque veo que está solita.
Vuelvo enseguida, es malita
esta máquina y se daña;
todo aquí tiene su maña.
Preguntaré a la ingeniera,
ella tiene su manera
y utiliza una artimaña.
—¿Más exámenes? —pregunto.
Los galenos analizan
resultados y precisan
qué tan grave es el asunto.
Muy cansada les consulto
cuándo sabré lo que pasa.
La respuesta se retrasa;
acatar sus instrucciones
prometo, sin condiciones,
si me dejan ir a casa.
Salí muy agradecida
de no tener nada grave.
En nuestro país se sabe,
y es cosa bien conocida,
que el médico colombiano,
sea clínico o cirujano,
es preparado y humano.
Diez horas tras el ingreso
me mandaron de regreso,
con el diagnóstico en mano.