Daniel Samper Ospina
29 Enero 2022

Daniel Samper Ospina

Para que te guste leer…

—¿No se dan cuenta de que puede haber vida después del celular? —les reclamé, en la mesa de la cocina—. ¿De que si siguen así recorrerán un camino irremediable hacia la ignorancia?

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Después de terminar El infinito en un junco, aquel ensayo apoteósico de Irene Vallejo que relata la historia del libro, y fundido de tener por hijas a dos preadolescentes incapaces de despegar los ojos del teléfono celular, hace un par de noches convoqué una junta familiar extraordinaria para llamarlas al orden. 

—¿No se dan cuenta de que puede haber vida después del celular? —les reclamé, en la mesa de la cocina—. ¿De que si siguen así recorrerán un camino irremediable hacia la ignorancia?  No les pido que sean las Greta Thunberg del barrio, pero al menos que sepan algo de actualidad… 
—Desde que te volviste youtuber, no sigo youtubers, y no sé quién es Greta Thunberg —dijo la mayor.
—¡A eso me refiero! —clamé—. Greta no es una youtuber, sino una líder ambiental. 
—Ya sé cuál es esa —dijo la menor—: me salió en un sticker.
—Llegó el momento de que lean —advertí, mientras me ponía de pie—. No todo puede ser chatear en el celular, no todo puede ser oír reguetón: ¿qué le puede esperar a una generación cuyo ídolo máximo es un señor que se llama Anuel, sin la M, y que utiliza las tildes como le da la gana? ¿Qué es aquella estrofa de su mayor éxito, la que dice “lo de nosotros es un secreto, que nadie se enteré”, sino una ofensa a nuestra evolución? 
—Ya no oímos a Anuel: ahora oímos a Camilo —se defendió la mayor…
—¿Camilo Sesto?
—Camilo el que canta El amor de mi vida —dijo la menor, antes de entonar un estribillo que copio a continuación, sin modificarlo: “porque llegó a mi vida el amor de mi vida”…

—¿A quién se le ocurre rimar “vida” con “vida”? —me quejé—. Si Carlos leyera poesía, al menos sabrían rimar… 
—Se llama Camilo —me corrigió la mayor.
—¿Qué es poesía? —preguntó la menor.
—¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas? Es el reverso exacto del reguetón: ¡lean a don Anuel, pero a don Anuel Achado! —clamé, mientras me comía la M, yo también.

Mi esposa apenas meneaba la cabeza como si acabara de descubrir que, después de mi perorata, me estaba convirtiendo en mi propio papá. Ni siquiera tuvo ánimos para advertirme que la parte final de mi discurso a las nuevas generaciones había caído en el vacío, porque las dos niñas se habían ido a su cuarto, a grabar una coreografía de Tik Tok.

Con la certeza de que ser papá es un ejercicio de insistencia, repasé algunos títulos mencionados por Irene Vallejo y regresé de la librería con las obras de Catulo.

—Acá tienen —les dije mientras se las entregaba—: las obras completas de Catulo…
—¿Quién es Cátulo? —indagó la mayor…
—Es Catulo, sin tilde —la corregí.
—Me importa un… —quiso rimar la menor, y lo habría logrado si no la llamo al orden.
—Era para demostrarte que sí sé de rimas… Como Camilo —se disculpó.

Hacía tiempos no subrayaba un texto con la avidez con que marqué El infinito en un junco. Relata los orígenes del libro con una prosa que justifica precisamente que los libros existan. No me convertiría yo en el padre que interrumpe treinta siglos de historia al legarle a la humanidad dos hijas que no leen. Por eso fui tajante:

—No salen a fiestas hasta que no terminen de leer a Catulo: sobre mi cadáver tendré dos hijas ignorantes que crean que Alejando Magno es Alejando Char…
—¿Ese es el de la cachucha? —preguntó la menor.
—¿Si ves la importancia de leer, así sea el periódico? —la felicité.
—Lo supe porque me salió en Tik Tok. Imita a Michael Jackson muy bien…

Les expliqué que Alejandro Char es en realidad un candidato a la presidencia y que si ellas mismas continúan despeñadas por esa senda de ignorancia terminarían como él.
—¡Lean o acabarán en la política! —las amenacé.

Pero mis esfuerzos eran estériles, a diferencia de la simiente otoñal de Gabo, y pasaban los días mientras las obras de Catulo permanecían en sus mesas de noche, en completo abandono. Y,  precisamente por evocar a García Márquez, recordé su famosa frase según la cual la mala literatura es carnada de la buena, y con ese nuevo impulso regresé a la librería, esta vez ya no en búsqueda de los clásicos griegos, sino de novedades sencillas, de fácil digestión para lectores en ciernes. Gasté una pequeña fortuna en la nueva munición pedagógica y aquella noche desplegué las compras en la mesa del comedor, para darles la buena noticia.  

—Acá tienen una entrada más fácil al maravilloso mundo de la lectura: no se vayan a pelear, que hay libros suficientes —avisé.

La mayor tomó el primero: 

—¿Y que debemos hacer con esto? —preguntó.
—Leerlos: esas son las memorias del senador Macías, por ejemplo…
—¿Ese no es el que se hurgaba las narices?
—Claro: quizás por esa vía termines leyendo los sonetos de Quevedo, o descubriendo a Gógol.
—¿A Google? —inquirió la menor. 
—Gógol, con acento en la primera sílaba. Así nadie se enteré —precisé.
—Y este que está lleno de dibujitos, ¿es de colorear? —preguntó la mayor.
—Es el último del presidente Duque, ese es su estilo literario… Cada dos meses publica uno, casi todos de economía naranja.
—¿Son recetas?
—Algo así…

Pero no era de recetas. Lo supe porque lo ojeé con la esperanza de que el presidente explicara por escrito alguno de los últimos escándalos de su gobierno: al menos el paradójico caso de su director de impuestos, Lisandro Manuel Junco, que resultó involucrado en un eterno caso de evasión:  otro infinito en un Junco.

Mi esposa, que observaba la escena con escepticismo, intervino.

—¿De verdad las vas a poner a leer a Duque? 
—Pero es que por esa vía terminarán leyendo a Seneca. O Séneca.

Me di como triunfador de aquel forcejeo pedagógico que sostuve con mi esposa cuando una mañana, tras un sueño intranquilo, ambas amanecieron convertidas en lectoras. En la pereza del sábado, recostadas en la cama, cada una sostenía su respectivo libro, para más señas de Catulo, con la concentración absorbida en cada página.

Pero cuando le arrebaté a la mayor el libro para señalarle mi poema preferido, el iPad que ocultaba bajo las tapas rodó de forma ruidosa.

—El primer paso para que odien leer es obligarlas —dijo mi mujer, mientras recomponía el orden de la casa y yo celebraba que, para decirlo en las rimas de Camilo, desde que llegó a mi vida fuera lo mejor de mi vida. 

No tuve remedio distinto, entonces, que buscar el libro del presidente Duque y colorear sus dibujos como una fórmula suave de distraer mi derrota.

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