Daniel Samper Pizano
23 Octubre 2022

Daniel Samper Pizano

UN NOBEL CUARENTÓN

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Muchos años después, frente al pelotón de periodistas que lo fusilaban con preguntas sobre los orígenes de su emblemática novela, Gabriel García Márquez respondió:

“Un día, yendo para Acapulco con Mercedes y los niños iba yo manejando mi Opel y pensando obsesivamente en Cien años de soledad, cuando de pronto tuve la revelación: debía contar la historia como mi abuela me contaba las suyas, partiendo de aquella tarde en que el niño es llevado por su padre a conocer el hielo”. (Tras las claves de Melquíades, Eligio García Márquez, 2001).

Muchos estudiosos se refieren a dos gloriosas epifanías que transformaron la literatura española. La primera ocurrió en el verano de 1526 en Granada, durante la luna de miel de Carlos V y su prima Isabel de Portugal. Cientos de invitados acudían a los festejos. Entre ellos estaban el embajador de la República de Venecia, Andrea Navagiero (1483-1529), y el poeta catalán Juan Boscán (1487-1542), que conversaban al vaivén de unos vinos fresquetes. El diplomático insistía en proponer a Boscán que él y sus amigos poetas ensayaran las nuevas formas métricas arraigadas en Italia. Por ejemplo, la estructura de catorce líneas del soneto, poco popular en la península, y versos de once sílabas (“Teresa, en cuya frente el cielo empieza...”), muy extraños entonces en la poesía castellana  
Picados por la sugerencia del veneciano, Boscán y el respetadísimo Garcilaso de la Vega (1501?-1536) ensayaron il modo italiano. Fue una bomba. La métrica importada revolucionó la lírica hasta el punto de que el sabio profesor José Manuel Blecua afirma: “La fecha más decisiva de la poesía española es sin duda la de 1526”. Sin ella no habría habido Siglo de Oro, ni Quevedo, ni Lope, ni Góngora, y quizás tampoco Machado, Tuerto López y Carranza.

Resulta fascinante que una historia literaria tan rica y extendida como la nuestra reconozca que la cumbre de su poesía y el parto de una de sus máximas novelas podrían marcarse en el almanaque. (El Quijote, a propósito, no nace de una revelación sino del pintoresco paisaje humano de la cárcel de Sevilla, “Babel inmunda” donde Cervantes, prisionero, empezó a escribirlo).

De la epifanía de Navageiro a la del colombiano transcurren 450 años, los que hay del Siglo de Oro al boom latinoamericano. Hoy se tienen más certezas sobre la génesis de Cien años de soledad que la del Quijote. Gabo se ha referido a algunas de ellas, sus biógrafos a otras y andan dispersos abundantes datos en artículos de prensa, entrevistas, periódicos y tesis de grado. El libro de Eligio, su hermano menor, habla incluso de una primera epifanía gabiana que aconteció quince años antes de la aparición de la novela y fue semilla suya. 

GGM leía febrilmente Luz de agosto, de William Faulkner, cuando la mamá le pidió que la acompañara a su Aracataca natal a vender la casa de su difunto padre. Partieron en lancha a Ciénaga el 10 de febrero de 1950 y prosiguieron por entre caños y caminos hasta al lugar donde él se crió y al que no había vuelto.

“Llegamos a Aracataca y me encontré que todo estaba igual, pero un poco traspuesto poéticamente —confesó—. Mi madre y yo atravesamos el pueblo como quien atraviesa un pueblo fantasma (...) y llegamos a una pequeña botica en la que había una señora cosiendo; mi madre se acercó a esta señora y le dijo: ‘¿Cómo está, comadre?´. Ella levantó la vista y lloraron durante media hora”.

Una aplastante descarga de nostalgia envolvió entonces al visitante. Era el fantasma de Macondo, que aún no se llamaba así. “En ese momento me surgió la idea de contar por escrito todo el pasado de aquel episodio”, dijo. 

La mezcla de saudades, influencias de Faulkner y chispa de su genio literario iluminó el camino que debía seguir. Tenía 23 años y tardaría 15 más en convertir esa materia prima en las 351 páginas de Cien años de soledad. Desde 1950 sabía qué quería contar. Lo que ignoraba era cómo hacerlo. La revelación que sufrió en el viaje a Acapulco en julio de 1965 le permitió ver la primera imagen del relato, esa llave que abre la puerta: un niño acude de la mano del padre a conocer la magia del agua congelada. También supo que el tono del relato debía ser distinto al de sus anteriores escritos realistas: necesitaba la credibilidad de las historias insólitas cuando las narran impávidos los abuelos: muertos que reviven, muchachas que suben al cielo en cuerpo y sábanas, hilos de sangre que recorren una casa para dar malas noticias.

García Márquez regresó a Ciudad de México de inmediato y entre julio de 1965 y agosto de 1966 escribió de manera incesante. Sembró y cultivó el árbol generacional de los Buendía, creó un mosaico de personajes inolvidables, organizó el relato en veinte capítulos no numerados y decidió que al llegar al décimo la historia recomenzara. 

En octubre de 1966 la novela estaba lista con el título que recorrería el mundo y en junio de 1967 quedó impresa la primera edición en Editorial Sudamericana (Buenos Aires). Vestía una carátula de urgencia, pues no llegó a tiempo la que luego conocimos todos: la de los dieciocho recuadros con objetos diversos y la E de Soledad que apunta en sentido contrario. 

Fue un éxito popular y de crítica. Pablo Neruda declaró muy pronto que, en español, solo el Quijote estaba por encima. El 21 de octubre de 1982 se anunció que GGM era el ganador del Premio Nobel. Lo recibió en diciembre con música de guacharacas. Y ahora arden homenajes y fiestas por los cuarenta años transcurridos desde que la cumbia se tomó los solemnes salones suecos.

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