Dedicado a mis dos bellas amigas Juana Perea y Mersa Gnecco. Asesinadas en dos diferentes momentos y circunstancias por el odio.
País de paracos, guerrilleros, indios, zambos, maricas, estafadores, asesinos, hampones, ratas, guaches, clasistas, violentos, mafiosos, borrachos, monstruos, avivatos, corruptos, lentejos, hipócritas, salvajes, parricidas, feminicidas, megalómanos, sátiros, sicarios, inescrupulosos, vendidos, bandidos, tibios, fachos, zurdos, mamertos, babosos, sieteleches, machistas, racistas, vagos, violadores de niños. Estas son algunas de las palabras que hemos utilizado para nombrarnos como colombianos, en titulares de prensa, entre nosotros y en las paredes de baño en que convertimos las redes sociales. Somos un país que decidió autodefinirse desde su oscuridad. Lo digo con la certeza de que los más de 52 millones de colombianos que habitamos esta tierra no somos así, pero podemos llegar a vernos así. Uno es como se ve, recuérdenlo.
No por nada Gabriel García Márquez encuentra tierra fértil para escribir Cien años de soledad en este Macondo que hemos decidido vivir. Echandía, durante el 9 de abril en las calles de una Bogotá incendiada por el asesinato de Gaitán, nos definió como un “país de cafres”. César Augusto Londoño, despidiendo la emisión nocturna del Noticiero CMI el día que asesinaron a Jaime Garzón, cerró su sección con un “y hasta aquí los deportes, país de mierda”. Creemos que nuestro principio de realidad es ser un narco-estado como tantas veces nos hemos recriminado con golpes de pecho y que en el país “más feliz del mundo”, donde se asesina uno o dos o más líderes sociales por semana, lo único que recorre los campos es la sombra de un demonio armado ya sin bando ni bandera.
Pues queridos todos, vengo a decirles que también pero que tampoco. Nuestra realidad es avasalladora sí, desgarradora por momentos sí, pero el problema no solo es lo que nos pasa, es lo que hacemos con lo que nos pasa. Nos hemos equivocado de lugar para vernos, solo vemos lo peor de nuestra sociedad y a través de esa mirada nos definimos, ocultando lo mejor de nosotros que es la fuerza que en realidad puede hacer el cambio. La razón es sencilla: desde que el primer conquistador llegó a nuestras tierras, hasta el día de hoy, hemos vivido en guerra. Creo que después de la Constitución de 1886 solo hubo 14 años de paz, hasta que en 1900 comenzamos nuevamente a resolver nuestras diferencias a plomo, abriendo el triste capítulo de la guerra de los Mil Días. Desde ahí no hemos parado. ¡Solo 14 años de paz en toda nuestra historia! Nuestro lenguaje para ser y existir es el de los enemigos. Son millones las víctimas inocentes que han perdido la vida en el holocausto de nuestra incomprensión, y la seguirán perdiendo si no hacemos algo por cambiar la mirada sobre nosotros mismos. La realidad es solo un acuerdo social, así que la podemos cambiar cuando deseemos. ¿Por qué no comenzamos de una vez por todas y cambiamos nuestro punto de vista y dejamos de mirarnos desde el odio, desde los estratos, la exclusión, la rabia y la incapacidad de aceptar al otro, que no es más que nosotros mismos? Quizá nos toque aceptar como generación que no fuimos capaces en nuestra historia pasada de gestionar nuestros problemas sin violencia, y que el pago de nuestra inmadurez social sea que las víctimas y victimarios vivan como vecinos, conviviendo en el lindero de la injusticia, para que las futuras generaciones no carguen con nuestro errores y, sobre todo, con nuestro odios. Así les tocó a hutus y tutsis en Ruanda, después del genocidio propiciado por la taxonomía belga de la colonia para clasificar esclavos. Alguien dirá por ahí: “Es un derecho ejercer la rabia si eres víctima”. Yo diría que, más que un derecho, es un deber transformar la rabia, para que no sea esa baja emoción la que habite nuestros días, envenenándonos a cada paso. Solo así podremos construir un mundo mejor.
En Colombia le suceden cosas difíciles todos los días a la gente buena, y además, sin que nadie haga algo al respecto. El primer paso para desarticular esta violencia e impunidad de siglos, que ejercen pocos sobre muchos, es dejar de mirarnos desde el odio y con odio, para tender la mano al que algún día la tenderá por nosotros, en vez de dispararnos por un celular. Colombia se merece un mejor destino que el que nos prometen los mesías electorales radicales que hoy han camuflado sus discursos de odio entre líneas y nos ofrecen, como decían los abuelos, una “moneda de cuero”.
Pretender que en este mundo no habite el mal es una utopía. Una posibilidad cercana más bien, es darle al mal su lugar en nuestra sociedad, en un equilibrio justo en nuestras vidas. Como los hutus y los tutsis, quizás o con nuestra propia receta.
Debemos entender que la paz no es una bandera política sino una decisión personal. Su ausencia afecta a toda nuestra sociedad desde lo pequeño hasta lo más grande. Con paz, podemos volver a urdir el tejido de este bello país, que también tiene gente buena y soñadora, que quiere lo mejor para sus hijos y que espera ver actos de decencia de sus líderes, unos líderes que representan lo mejor de nosotros y no esta barahunda de improperios con que nos autodefinimos.
Por eso, les propongo que en las próximas elecciones rompamos las cadenas de rabia que hemos decidido cargar como sociedad y, más bien, pongamos atención a lo sustancial: qué es lo que hacen los candidatos y no solo lo que dicen, con quién se alían, quién los representa en cada región del país, cómo fue su pasado, por qué han hecho lo que han hecho y si eso los identifica. Elijamos al que no le dé continuidad a este odio de siglos, a la gramática de la guerra que hemos adoptado como normalidad y votemos por dejar atrás, no importa de qué bando sea, la venganza, la vindicación de la rabia, la lucha de clases y el mesianismo. Así podremos comenzar un país distinto, con una verdadera experiencia plural y un horizonte común donde exista una verdadera conversación nacional. Todo puede cambiar, depende de usted y de cómo se mire porque de esa manera verá a los otros. Hágalo sin odio, con un poco de amor para mi bella Colombia, lugar mágico de gente maravillosa.