Todos confiaban en la inmortalidad de Jaime Bateman

Jaime Bateman

Crédito: Redes sociales

28 Abril 2024

Todos confiaban en la inmortalidad de Jaime Bateman

A propósito del aniversario de la muerte, este domingo, del fundador del M-19, guerrilla en la que militó el presidente Gustavo Petro, el escritor y periodista, Erick Duncan, en una crónica que el lector no puede parar de leer, hace una semblanza de la vida y la muerte de ese líder convertido en leyenda.

Por: Erick C. Duncan

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El calendario marca 28 de abril de 1983. Este es el día en el que Jaime Bateman Cayón, fundador y máximo líder del M-19, movimiento guerrillero al que perteneció el presidente Gustavo Petro, aborda la avioneta de su destino inverosímil. Han pasado 41 años de ese fatídico viaje y, a pesar de su ausencia, su sombra adquiere día a día los ribetes de un personaje de ficción. Por años fue el hombre más buscado del país. Pero nunca pudieron capturarlo.

Jaime Bateman Cayón nació a las dos de la madrugada del 23 de abril de 1940, arropado probablemente por la brisa fresca que se cierne sobre Santa Marta. El grito (y el llanto) con el que inauguró su vida fueron tan fuertes que su madre, Clementina Cayón, lo exaltó siempre como su primer gesto de rebeldía, la marca de un revolucionario caribeño que con los años se alejaría del marxismo dogmático por considerarlo escaso de vida y de calle. Dicho por él mismo: hasta el último de sus días reivindicó la fe que se desprendía de los pálpitos y de las certezas del corazón.

Y su certeza fue la confianza de que nunca iban a capturarlo debido a la cadena de afectos en la que creía, una cadena blindada que lo defendía del peligro. El talismán lo componían sus afectos: los de su madre y sus hermanos; el de la solidaridad de sus amigos; y el de los amores que, decía, nunca lo abandonaron. Varias veces lo dieron por muerto en combate y, a cada rato, llegaban a la casa de su madre a dar la mala noticia. Pero ella, con su sabiduría vieja y enigmática, siempre contestaba lo mismo: «No le ha pasado nada. Se equivocaron de muerto».

A los ocho años, cuando regresaba del colegio, lo atropelló una camioneta. Fractura abierta en la tibia de la pierna derecha fue el diagnóstico. Por un procedimiento médico mal practicado casi la pierde. Esa herida, agravada por la picadura de un pito que, en la selva, le ocasionó una leishmaniasis que le costó apremios en el monte y tratamientos eternos en la Unión Soviética y en Cuba, llegó a ser un rasgo inequívoco de su identidad; y caló tan profundo en su carácter que se refugió en la lectura: empezó a leer como nunca. 

En los partidos de futbol que jugaba con los amigos de la cuadra, en esa vieja Santa Marta, la banca de suplentes tenía dos nombres fijos: Jaime Bateman y Ramon Illán Bacca, el escritor. Mientras Bateman leía, su madre intentaba cerrar para siempre esa herida que terminaría por adherirse tanto a su piel que, hasta los militares (o fundamentalmente los militares), ante la más leve sospecha de tenerlo en frente, soñaban con descubrirlo buscando el rastro de la cicatriz.

Bateman se aprendió, entonces, de memoria los discursos de Gaitán, su intervención en el Congreso para recriminar a la Nación y al Ejército por la masacre del 6 de diciembre de 1928 en la zona bananera. Pensaba mucho en el caudillo liberal y su martirio, en su voz, que fue la del pueblo y terminó silenciada aquel 9 de abril de 1948. 

Como la mayoría de jóvenes de su época en Santa Marta, pasó por el Liceo Celedón, pero lo echaron por los mítines en los que empezó a participar y por haber corrido a un profesor en calzoncillos que le había puesto cero en un examen por hacer copia. Entonces emprendió un viaje a Bogotá y pronto encontró el lugar de su destino: la Juventud Comunista.

Su ascenso fue tan vertiginoso en la política que Manuel Cepeda, entonces directivo del Partido y padre del Senador Iván Cepeda, constató que era el hombre adecuado para acompañar al cura Camilo Torres, otro personaje que hoy deambula entre el mito y la ficción. Una tarde fueron a San Victorino y en medio del alboroto apabullante del comercio sucedió algo inesperado: no se sabe cómo Camilo Torres terminó encerrado en un local y él (Bateman) dándose trompadas con los policías. 

Aunque militó en las filas del comunismo y fue guerrillero de unas incipientes Farc, siempre creyó que el marxismo sólo tenía vigencia si se adecuaba a la cultura colombiana, y mucho más a la caribeña. Por eso fue irreverente y, por ejemplo, a la hora de cambiar de rumbo en los senderos difusos de nuestra guerra, ideó publicar avisos en la prensa que cualquier lector podía confundir, porque anunciaban la llegada del M-19 como si fuera un vermífugo de moda. Orlando Fals Borda, padre de la sociología en Colombia, dijo que Bateman «sólo fue comparable a los generales costeños del siglo XIX que llegaban borrachos a los combates y perdonaban a sus prisioneros».

Todo el que lo conoció, de acuerdo a la historiografía disponible, se sorprendió por su carácter. Fidel Castro, que se preciaba de conocer a todos los líderes revolucionarios del continente, llegó a decir que pocos dirigentes lo habían impactado tanto como Bateman. El presidente de Panamá, Omar Torrijos, lo escuchó hablar una noche entera y salió diciendo que Colombia tenía una oportunidad excepcional con Jaime Bateman.

En las reuniones más insólitas aparecía como un fantasma. Un día Gabriel García Márquez andaba en Bogotá buscando hacer una crónica sobre la última semana del cura Camilo Torres antes de partir a la selva, y terminó con Bateman. «Yo a ti te conozco, tú estabas en la casa de Teodoro Petkoff en Caracas una vez», le expresó el escritor. Bateman lo negó por seguridad, pero luego comentó en privado: «¡Que memoria la de este tipo! De esa reunión no podía saber nadie».

Ya desde entonces, cargando el fardo de excomunista y exguerrillero, comenzó a obsesionarse con los diálogos de paz, un ciclo de discusiones a fondo a los que denominó como el “sancocho nacional”. Es decir, sentarse a la misma mesa con Turbay, con Galán, con García Márquez y, en general, con los principales dirigentes, tanto legales como ilegales del país, incluidos los políticos, los  empresarios y los líderes sindicales y, entre todos, discutir los problemas de fondo de una de las naciones más desiguales de América Latina. Un sancocho que nunca se logró, pero marcó definitivamente lo que luego conoceríamos como la Constituyente de 1991.

Un sueño frustrado que, en palabras de ese otro gran maestro de la crónica por tierras perdidas, Alfredo Molano, significó demasiado: «De haberse concretado aquel idílico sancocho, se habrían evitado la tragedia del Palacio de Justicia, el exterminio de la Unión Patriótica, 25.000 desaparecidos, cementerios secretos, falsos positivos, motosierras, toda la sangre y las mentiras que han estremecido al país».

El último vuelo de Jaime Bateman

El 23 de abril de 1983, Jaime Bateman cumplió 43 años. Cuatro días después abordó la avioneta en la que haría su último vuelo. Supuestamente, el presidente Belisario Betancur iba a reunirse con él para explorar conversaciones de paz. Ni las premoniciones de sus amigos, ni su interés repentino por reencontrarse con viejos afectos, ni el mal clima reinante, nadie, logró persuadirlo de no embarcarse en esa avioneta.

La avioneta, un monomotor Piper, iba pilotada por el excongresista Antonio Escobar, samario y amigo de Bateman. Despegó de Santa Marta a las 7:45 de la mañana. Su destino final era el aeropuerto civil de Paitilla, en Panamá. Lo acompañaban Nelly Vivas y Conrado Marín. Ella, bióloga de profesión y caleña de origen. Él, campesino del Caquetá, amnistiado por Belisario Betancur y de vuelta a las filas de la guerrilla.

En mitad del vuelo, el piloto intentó comunicarse con el controlador y comentó brevemente la bruma que empañaba el campo visual: «Estoy ascendiendo a 9.000 porque tengo un tiempo un poco malo abajo, logro ver algunos huecos, pero si tú me localizas por el radar me podrías indicar qué ruta o qué rumbo coger para tu estación o Paitilla. Te informo que no tengo Transponder», afirmó. Desde ese anuncio se configuró el desastre. No fueron detectados con prontitud en el radar del controlador y no se pudo sugerir una ruta. Solo seguir ascendiendo en el cielo. Luego la señal se interrumpió para siempre.

Las labores de búsqueda de la avioneta fueron incesantes. La Aeronáutica Civil de Panamá exploró el área durante ocho días. El piloto personal de Torrijos participó en la operación. La familia del piloto y político conservador, Antonio Escobar, destinó recursos para insistir en la búsqueda; el M-19 envió patrullas a la zona y transitó la selva durante setenta días. Todos confiaban en la inmortalidad de Jaime Bateman. Hasta las indígenas kunas decidieron sumarse a la desesperada empresa

Después de tres meses de minuciosa búsqueda sin resultados, el M-19 emitió un comunicado público en el que aceptó la desaparición de su máximo líder. Lo hizo para reivindicar la vigencia de su lucha y para cortarle el vuelo a las especulaciones que decían que había muerto en el Caquetá o que se había fugado con los fondos del movimiento para irse a vivir como un rey a Europa.

Nueve meses después de ese último viaje, finalmente los kunas reportaron el hallazgo de la avioneta. El rescate de los restos y de los objetos que quedaron terminó de despejar dudas. Encontraron un casete con las canciones de Celina y Reutilio que le encantaban a Bateman, una máquina de escribir, sus zapatos torcidos con las plantillas de siempre y un ejemplar con hojas desperdigadas del libro que les mandaba a leer a sus amigos: Cien años de soledad.

La prueba definitiva la aportó el informe del forense con el registro de su herida eterna marcada en el hueso de su pierna derecha. En tres cajas metálicas forradas en terciopelo rojo fueron llevados a Santa Marta los restos de Nelly Vivas, Conrado Marín y Jaime Bateman Cayón. El 21 de febrero de 1984 los recibió Clementina en el aeropuerto. Lo que pasó después aún permanece en la memoria de quienes lo vieron: un entierro acompañado por simpatizantes, contradictores y anónimos donde los acordeoneros que se rebuscaban la vida en las calles polvorientas de la ciudad entonaron una y otra vez el vallenato La ley del embudo, que Bateman patentó como himno del M-19.

Han pasado más de cuarenta años desde ese momento. En el cementerio San Miguel, la lápida de Jaime Bateman luce el desgaste que solo producen las aplanadoras del sol y del tiempo. Debajo de su nombre y de la inscripción de Comandante del M-19, lleva grabadas las palabras: «Morir por la patria no es morir. La promesa que será cumplida». Y más abajo, una plaquita gris corona el mausoleo con una frase que terminó convertida en son cubano, en versos de poetas sin suerte y en mantra de revolucionarios para tiempos de tempestad política: «Porque el amor es la certeza de la vida, es la sensación de la inmortalidad».

Y su leyenda, que sigue intacta, nos interpela desde la orfandad del pasado y nos cuestiona sobre la necesidad del perdón y sobre la obligación de encontrar, por fin y para siempre, el camino del gran diálogo nacional para alcanzar una paz estable y duradera. 

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