Aureliano Buendía, el coronel atrapado en su propio orgullo, simboliza los ciclos de caudillismo y soledad en América Latina. ¿Qué nos quiere decir Gustavo Petro al autoproclamarse como el último Aureliano?

Seguramente, la primera vez que García Márquez concibió a Aureliano Buendía supo que estaba condenado a repetir la historia. Así comienza la leyenda del coronel de Cien años de Soledad, un personaje que, en su obsesión por desafiar el destino, terminó encarnando los vicios de un continente entero. El pasado domingo 26 de enero, el presidente Gustavo Petro, en medio de una crisis diplomática con Estados Unidos tras su trino contra Donald Trump, se autodenominó "quizás el último Aureliano Buendía". La analogía, más que un guiño literario, es una invitación a preguntarnos: ¿qué significa ser Aureliano en el siglo XXI? Y, sobre todo, ¿qué significa esa autoproclamación para Colombia?
Aureliano Buendía no es un héroe. Es un hombre que, tras 32 guerras fallidas, se encierra en su taller a fabricar pescaditos de oro que funde y recrea infinitamente. Su lucha, inicialmente idealista, se corrompe en un ritual de orgullo: pelea no por cambiar el mundo, sino por no admitir que el mundo lo ha derrotado. García Márquez lo retrata como un caudillo que confunde la terquedad con la resistencia, y la soberbia con la dignidad. Su tragedia no es la derrota, sino la incapacidad de entender que la guerra, cuando se vuelve un fin en sí misma, solo siembra soledad.
Al evocar a Aureliano, Petro —consciente o no— recrea un símbolo literario que carga con siglos de fracasos latinoamericanos. El coronel Buendía es el arquetipo del líder que, atrapado en su laberinto ideológico, arrastra a su pueblo a conflictos estériles mientras el pueblo clama por soluciones concretas: paz, educación y trabajo.
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“García Márquez lo retrata como un caudillo que confunde la terquedad con la resistencia, y la soberbia con la dignidad”
En Cien años de Soledad, la guerra liberal que dirige Aureliano no libera a nadie. Los soldados mueren por consignas vacías, los generales traicionan sus principios, y Macondo, al final, sigue siendo el mismo pueblo polvoriento bajo el sol. El coronel, como vislumbró su madre Úrsula, “no había hecho tantas guerras por idealismo, como todo el mundo creía, ni había renunciado por cansancio a la victoria inminente, como todo el mundo creía, sino que había ganado y perdido por el mismo motivo, por pura y pecaminosa soberbia”.
La comparación de Petro no es caprichosa. Hay un riesgo evidente en convertir la política exterior —o cualquier política— en una épica personal contra un 'enemigo' (Trump, el imperialismo, el pasado). Aureliano Buendía, como muchos caudillos históricos, creyó que la confrontación era un valor en sí mismo. Pero la historia juzga a los líderes no por su capacidad de pelear, sino por su habilidad para construir.
Colombia hoy no necesita un coronel empecinado. Necesita un estadista que entienda que la diplomacia no es un ring de boxeo sino un tejido de pactos, como aquellos que, iniciados con el Tratado de Neerlandia, pusieron fin a la guerra civil de los mil días; que la soberanía no se defiende con trinos, sino con estrategias claras; y que el antimperialismo, cuando se reduce a gestos vacíos, termina siendo otra forma de servidumbre: a la imagen, al ego, al mito.
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“Petro, al vestirse de Aureliano, parece ignorar que el coronel es, ante todo, una crítica feroz al mesianismo político”
García Márquez escribió Cien años de Soledad para advertir sobre los peligros de la amnesia histórica. Los Buendía repiten errores porque olvidan, porque nunca aprendieron a leer las señales escritas en los pergaminos de Melquíades, donde su destino estaba claramente trazado. Petro, al vestirse de Aureliano, parece ignorar que el coronel es, ante todo, una crítica feroz al mesianismo político.
El paralelo es inquietante: Aureliano sobrevive a catorce atentados, setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento, pero cada bala que esquiva lo aleja más de la realidad. Petro, por su parte, parece creer que su retórica incendiaria lo inmortalizará como un mártir de la causa progresista. Pero la política no es realismo mágico: los ciudadanos no son personajes de novela dispuestos a esperar cien años por un final feliz.
La grandeza de Úrsula Iguarán —matriarca de los Buendía— fue el pragmatismo. Mientras Aureliano se perdía en la guerra, ella sostenía la casa con manos firmes: negocia, cocina, siembra e inventa para que la familia no se derrumbe. García Márquez nos deja una lección: América Latina no se salvará con héroes, sino con líderes que prioricen el sudor sobre la épica.
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“…la política no es realismo mágico: los ciudadanos no son personajes de novela dispuestos a esperar cien años por un final feliz”
Petro sigue eligiendo ser el coronel que multiplica enemigos imaginarios, en lugar de convertirse en el líder que, como Úrsula, entiende que gobernar es tejer acuerdos en un país fracturado. La soberbia de Aureliano no solo aceleró la destrucción de Macondo, sino que también lo aisló de su pueblo y de sí mismo. Ojalá nuestros líderes latinoamericanos recuerden que, en política, el peor enemigo no está en Washington ni en trinos desafortunados: está en el espejo de sus egos desbordados. Colombia no necesita un destino literario ni un héroe trágico; merece un estadista que construya sobre realidades y no sobre épicas personales.
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