Patricia Ariza, parábola del camino
A partir del 7 de agosto de 2022 Patricia Ariza será ministra de Cultura. Además de ser una gran artista también ha sido gestora cultural y entusiasta promotora de los jóvenes talentos. Semblanza a cargo de Sandro Romero Rey, dramaturgo, director de teatro, escritor y periodista.
Por Sandro Romero Rey
Desde que nació la idea de la creación de un Ministerio de Cultura para Colombia comenzaron los debates. Finalizando el gobierno de Ernesto Samper se inauguró en Barranquilla este nuevo nicho de protección para los creadores, a pesar de objeciones de peso como las de Gabriel García Márquez y Antonio Caballero. No deja de ser curioso que los escritores fuesen los más escépticos, toda vez que sus esfuerzos solo requieren del papel y de la pluma (el mundo editorial es otro asunto). Pero para crear una orquesta sinfónica, un grupo de danzas folklóricas, una cinematografía o un movimiento teatral sólidos se requiere de recursos y de apoyos institucionales que ayuden a impulsar la identidad y la memoria de un país. Los escépticos consideraban que Mincultura era la patente de corso para crear otro fortín burocrático del cual se lucrarían todos menos los músicos llaneros, el Festival de Teatro Alternativo, los poetas de la Casa de Citas o el Colegio del Cuerpo de Álvaro Restrepo. 25 años después, los balances pueden saltar a la luz y, con la coyuntura del nombramiento de la actriz, activista, directora y dramaturga Patricia Ariza, por parte del nuevo gobierno de Gustavo Petro, se pone sobre el tapete una dialéctica aún no resuelta: ¿deben ser los artistas los que administren la cultura, o deben ser los gestores quienes se encarguen del trabajo ingrato en las oficinas y en las instancias políticas pertinentes?
Ha habido 13 ministros de Cultura: nueve mujeres (incluyendo a Patricia) y cuatro hombres. Ha habido hombres de teatro (Ramiro Osorio), periodistas (Alberto Casas), abogados intelectuales (Juan Luis Mejía, Mariana Garcés…), gestoras costeñas (Consuelo Araújo, Araceli Morales, María Consuelo Araújo…), diplomáticas (Elvira Cuervo de Jaramillo), ingenieras (Paula Moreno) o las recientes apuestas del gobierno de Iván Duque (Carmen Inés Vásquez, Pedro Felipe Buitrago, Angélica Mayolo).
Ahora, con el nuevo nombramiento, se lanza una significativa apuesta a que sea una artista contestataria que, como la cofundadora del Teatro La Candelaria, representará por primera vez a una creadora que propondrá su mirada, después de años de ser una sistemática cuestionadora de las políticas estatales con respecto al apoyo de la creación. Pero, ¿sí deben ser los artistas? Hay ejemplos. Para no ir más lejos, el gobierno de Lula en Brasil le apostó al gran cantante Gilberto Gil para que se encargara durante cinco años del ministerio y el balance, al menos desde la distancia, fue muy positivo. O el breve paso de Susana Baca por el gobierno de Ollanta Humala en el Perú, durante la segunda mitad del año 2011.
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¿Deben ser los artistas los que administren la cultura, o deben ser los gestores quienes se encarguen del trabajo ingrato en las oficinas y en las instancias políticas pertinentes?
La polémica sigue sobre el tapete. El nombre de Patricia Ariza ha sido recibido con entusiasmo por los artistas colombianos. Hay una suerte de nueva esperanza y de considerar a la cultura como una bandera significativa para el primer gobierno de izquierda en Colombia. Quienes han seguido la carrera de Ariza a lo largo de más de 50 años como creadora, la recuerdan por su paso por el Nadaísmo, su relación con la poesía pero, sobre todo, por su labor creativa junto a Santiago García, uno de los artistas más grandes en el mundo del teatro. Con él trabajó desde los inicios cuando, en 1965, hicieron un montaje monumental de la obra Galileo Galilei que, de alguna manera, da la largada al teatro moderno en Colombia. Un año después, un grupo de artistas (músicos, pintores, arquitectos, hombres y mujeres de la escena) le apostaron a la creación de la Casa de la Cultura, donde Patricia y Santiago fueron destacados protagonistas. Pero el triunfo de Ariza como gestora estuvo de la mano de sus compañeros del Teatro La Candelaria con quienes, a comienzos de la década del 70, fundaron uno de los grupos fundamentales de la escena nacional, consolidando aquello que ya es un símbolo del nuevo teatro colombiano: la creación colectiva. Nosotros los comunes, La ciudad dorada y, sobre todo, Guadalupe: años sin cuenta se convirtieron en títulos esenciales del teatro en Colombia, los cuales quisieron crear un nuevo público (el público popular), una nueva relación con los espectadores (la arquitectura de la nueva sede) y un movimiento que fuese expandiéndose poco a poco, no solo a nivel local, sino en los escenarios internacionales.
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Con el nuevo nombramiento se lanza una significativa apuesta a que sea una artista contestataria que propondrá su mirada, después de años de ser una sistemática cuestionadora de las políticas estatales con respecto al apoyo de la creación.
Si bien es cierto que la cabeza del Teatro La Candelaria fue Santiago García (fallecido a los 92 años en 2020), con una capacidad casi sobrenatural para construir una inmensa dimensión poética sobre los escenarios, ha sido Patricia Ariza el motor de una gesta escénica que se ha comprometido con la izquierda, con la paz, con las marginalidades, con el performance, con la respuesta callejera, con los nuevos feminismos, con el rap, con las víctimas del conflicto armado, con los festivales (el Festa, el Festival de Mujeres en Escena, el Magdalena Project, entre otros), manteniendo así una continua labor que es admirada y envidiada por muchos artistas locales y de otras fronteras.
Ha recibido diversos premios y reconocimientos (el Príncipe Claus en Holanda, la Orden del Congreso de Colombia, el Premio GLOU de mujeres en Cádiz, o el Premio Gilder Coigner por parte de la Asociación de Mujeres Dramaturgas de los Estados Unidos). Pero el gran triunfo de Patricia Ariza ha sido el de su persistencia. El Teatro La Candelaria acaba de celebrar 56 de labores ininterrumpidas. Ariza se vanagloria de estar en el grupo desde el primer día de su fundación. “Nunca, ni un solo día de mi vida, he dejado de hacer teatro”, afirma con orgullo. No se sabe qué vaya a pasar con ella en los meses por venir. En el caso de Gilberto Gil, el cantante se vio obligado a renunciar, a pesar de la resistencia del presidente Lula, porque sus cuerdas vocales se estaban gastando a causa de los discursos y no le había quedado tiempo de volver a componer. ¿Sucederá lo mismo con Patricia Ariza? Da la impresión de que no. Ella ha sabido combinar a la perfección el trabajo artístico con la militancia política. Para ella, el gran teatro del mundo es uno solo y no ha querido separar su labor social con la rutina de estar, todas las noches, frente a los espectadores que la aplauden con entusiasmo.
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Casi nadie ha liderado, de una manera tan convincente el trabajo de las nuevas generaciones como Patricia Ariza. Ella ha impulsado a nóveles actores y actrices para que se pongan la camiseta de la creación, sin tener que hacerle concesiones ni a la supervivencia ni al orden establecido.
Cuando se piensa en Patricia Ariza se piensa en Los diez días que estremecieron al mundo, en Golpe de suerte, en El diálogo del rebusque, en Corre chasqui Carigüeta, en El Quijote, en El paso (parábola del camino). Pero, sobre todo, en sus propias creaciones: en El viento y la ceniza, en Antígona, en A fuego lento, en Soma Mnemosine o en su dirección de Camilo. Al mismo tiempo, ella ha impulsado otras aventuras de la escena como el grupo Rapsoda, la sensible experiencia de la Ópera rap, o su intensa actividad con nuevas formas expresivas (performances, instalaciones, happenings) que, a todas luces, ponen a los espectadores en tela de juicio. Sin embargo, a pesar del entusiasmo generalizado en todo el gremio artístico, algunos escépticos han considerado que debería existir una representación juvenil en el nuevo gabinete de Gustavo Petro y los artistas, a todas luces ayudaron, desde la frescura de su impaciencia, a empujar el carro de la victoria donde los jóvenes fueron protagonistas. Casi nadie ha liderado, de una manera tan convincente el trabajo de las nuevas generaciones como Patricia Ariza. Ella ha impulsado a nóveles actores y actrices para que se pongan la camiseta de la creación, sin tener que hacerle concesiones ni a la supervivencia ni al orden establecido. La gran pregunta que, por supuesto, Patricia y sus colaboradores deben estar haciéndose es cómo conciliar, a través del arte, a un país partido por la mitad, donde unos miran hacia la izquierda y otros hacia la derecha sin encontrarse, al menos de manera inmediata. Cómo construir un diálogo posible donde todos, los cantantes de ópera y las hijas del bullerengue, los novelistas y las poetas, los artesanos y las coreógrafas, el teatro “comercial” y el teatro “experimental”, los cineastas y los de la televisión, los de las plataformas online y los videoartistas, los zanqueros y los del hip hop, los de la música de cámara y los bailarines de salsa, las bailarinas de ballet clásico y los héroes de los circos. Todos a una, aprendan a encontrarse. El mapa de la cultura es muy amplio y corre el riesgo (feliz, pero no deja de ser un riesgo) de instrumentalizarse para servir tan solo como divertimento callejero de la nueva sociedad. Por fortuna, Patricia Ariza se ha movido en todos los terrenos y sabrá, con el apoyo de sus colegas, sacar adelante las expresiones de un país que está cansado de la ira y del intenso dolor.