30 Abril 2022

Aquí seremos lo que fuimos

Horacio Benavides es uno de los grandes poetas colombianos. Acaba de publicarse Por sombra la luz, una antología con selección y prólogo de Andrea Mejía. Un experto en su obra ofrece esta reseña analítica del libro.

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Horacio Benavides.
Horacio Benavides.

Por Hernán Darío Correa

Leer esta poesía es dejarse poseer por el mundo reinventado desde las palabras de quien lo ha recorrido del otro lado del tiempo, y ha vuelto hasta nosotros después de haber descifrado los sonidos, las palpitaciones y las iluminaciones fugaces de la tierra, con los latidos de su corazón conjugados y armonizados por el cruce de la lluvia, la luz de la luna, el viento, los ecos de las palabras de los mayores, los olores y las densidades de la montaña, el sudor y el silencio de los caballos, el ulular de los pájaros entrevistos en el espeso follaje en medio de la noche…

Los cuales permanecen cuando cerramos los ojos y solo quedan los latidos del propio corazón, que pliegan el tiempo hasta palpar el universo al cual nos invita el poeta a entrar como huéspedes, dejándonos con la certeza de que seremos lo que fuimos: “Llegas de alguna tierra estéril, / la traes en tu palidez. // Esta es tu cama, ésta tu piedra. // No tendrás caballo, tendrás viento, y un techo agujereado / para recordar. // Cuando los sueños te azoten / siéntate a contemplar / las estrellas. // Aquí serás lo que fuiste”.

El futuro en el pasado, ese aserto indígena, consagrado por esta alta poesía que es ante todo anticipación: “El solo pensar en la ida / te ha bañado de luz”; después de un viaje hacia la infancia que el poeta inicia cuando sobreviene la oscuridad dentro de unas habitaciones cerradas, en las cuales se hace inevitable quedar inmersos en los sonidos del mundo, que entonces habla, suena, “espejea en el lomo de los caballos mojados por la lluvia”, susurra sobre las cortinas movidas por el viento, desata aromas, pisa, surge y se borra, y nos deja solos, hasta que la palabra nos abre otros ojos: “los ojos se cierran y entonces lo veo”.

Y en ese universo se cruzan las voces de los mayores como ecos reveladores del sentido de las experiencias primigenias de la vida, el amor, el trabajo, la ciudad y su negación de esas ebulliciones primordiales del campo, y la muerte… Voces traídas por los versos entre comillas, que dan paso a las esencias de una vida abismada ante la infancia, y ahondada por la experiencia del paso del tiempo, o del despojo: “’Esos que pasan por el camino son los Tapia, / van arreando el ganado robado’, decía la voz // Y los niños escuchábamos el ruido de los cascos / el mugir de un ternero separado de su madre”; “‘¿Ves el cielo abajo? -No es el cielo, es la ciudad que ha ido tragándose / a los pueblos cercanos’. / ‘Nos engañan, el pan que comemos / es una cascarita de viento / y el café oscuro, pero no sabe’. / Este cerro también es una cáscara, / carreta a carreta / le hemos ido sacando las entrañas’. / Y nosotros qué somos?”.

El niño abismado por las honduras de la vida de sus mayores, conmovido hasta los tuétanos por el silencio de la madre ante la evanescencia del padre, en experiencia descifrada por el futuro poema, en un vacío que se hace plenitud mediante un diálogo de sombras: “El caballo echaba / vapor por las narices / El hombre se apeó /… / La luz de una lamparita de petróleo / ponía su sombra en el muro. / El niño que seguía la escena / preguntó a su madre quién era / ‘Es tu padre que ha vuelto’ dijo la madre susurrando /… / El forastero fumaba entre tragos de café / y tamborileaba sobre la mesa un trote que casi no se oía / La mujer lo miraba de soslayo / El hombre volvió al corredor / y montando con agilidad /se alejó al galope / El ruido de los cascos / resuena en la cabeza del hijo / ahora que contempla su propia sombra en otro muro”.

En ese universo se cruzan las voces de los mayores como ecos reveladores del sentido de las experiencias primigenias de la vida, el amor, el trabajo, la ciudad y la muerte

Hasta fraguar en su poesía las claves de todo, desde la entraña del mundo. De la vida entera, del conocimiento, de su propia mirada como génesis del poema, de la conciencia del paso del tiempo en el hombre que se redescubre en su infancia al mirar el paisaje al que ha regresado: “El joven lleva una cometa / bajo el brazo / con el otro se apoya en su muchacha // El niño los ve subir por la colina /cada vez más cerca el uno del otro / y siente envidia // Él que no conoce aún el amor / ni las cometas // No hay viento en la colina / que el hombre mira / pero los árboles siguen inclinados / ahora que la cometa / es una estrella / en el cielo negro”. “Inclinados sobre la boca del pozo / mirábamos la negrura abajo / … / luna en la noche antigua /saliendo del agua de nuestros ojos”. Y de lo querido: “En las noches / terminadas las faenas de la cocina / se tapaban las brasas con ceniza // Pasados los años he vuelto / por las brasas enterradas / Remuevo la ceniza y soplo /… / Entra una sombra / es mi madre la que llega a atizar el fuego / Entran mis hermanos y se sientan en torno / sus palabras traen sueño y se oyen lejanas / Mi madre calla, giran los círculos de maíz / en sus manos de barro rojo / La voz de mi padre afuera / apacigua el resoplo del caballo / Gorgorea el agua para el café / Las sombras repiten la escena en el muro / Las sombras que volverán en otra madrugada” .

Así, se rescata la vivencia del tiempo en las más íntimas experiencias, lejanas a la sensibilidad urbana que más adelante deberá afrontar el poeta: El lomo de un gorrión, el juego, el sueño, los espejos, las sombras como generadoras de luz (“el árbol que tiene por sombra la luz” , desde el recuerdo como matriz el poema (“Pasado el tiempo / ha vuelto a volar en mi mente // Su sombra aletea sobre la página”; “Había un aljibe / y en el fondo/ el agua oscura brillaba… / El balde que se demoraba en caer/ soltaba un chasquido luminoso”; en un mundo donde los caballos son memoria y presencia: “Desembrida tu caballo / Pedro// quítale la montura / que lo sigo oyendo pasar // Duerme en tu sepultura / que no es tiempo de galopar”.

Poesía del misterio convertido en certeza desde el sentimiento y la mirada que se hace poema: “Nunca pudieron verlo / sólo cruzar su sombra / entre el aire de los troncos // mientras la luna / mostraba su ojo amarillo / en las ramas” .

Y en ese juego de voces y misterios, se redescubre lo propio hasta en lo más hondo del otro, como las vivencias y los ecos escuchados por la futura madre en su propia infancia: “Es Fidelina Zúñiga, niña aún / escuchando el caracol de su sangre / en la cima de la montaña / en un pueblo llamado San Juan”; “hago el camino que de niña / hizo mi madre, por entre montañas / y grandes abismos. / La veo venir, menudita, / tendrá once años; / … / me mira de reojo / con sus pequeños ojos miel, muy vivos. / Lleva la mirada a otra parte/ como recordando. / Quisiera detenerla / y decirle que soy su hijo; / mejor, que seré su hijo; pero no me entendería. La dejo seguir su camino /hacia San Juan, donde su tío, / a quien tanto quiere”.

O se vive la encrucijada de los tiempos del deseo enfrentados a los del día: “Si doy un paso más / todas las habitaciones despertarán // Si vuelvo atrás / el tropel de la mañana entrará por las ventanas”.

La inconmovible matriz de la experiencia de la infancia, saltándose en el poema los abismos abiertos por la vida, como los de la distancia cultural del indígena servidor de la casa, que la habitaba con su silencio: “Pasados los años / he vuelto para abrirle la casa / Habla otra lengua y no nos entendemos / Nos sentamos junto al fuego / y charlamos en silencio / … / Saca de un pequeño calabazo / el tabaco molido / para animar la conversa / Lo ponemos entre el pulgar y el índice / y lo tocamos con la lengua / caen las estrellas / sobre el agua del río / y nuestras sangres corren / muy cerca la una de la otra”.

Poesía como un sueño que descifra el destino de sus querencias, y de su propia vida, desde las palabras de sus mayores, ahora evocadas y dulcificadas con sus palabras exactas: “Bajo otra luna / la silueta de tus saltos, / el teatro de tus disputas. El ronroneo de tu nave / en el río del sueño. / Mi corazón en paz / acaricia tu cabeza…”. “Vendrá mi abuela con su mico / al hombro / y su maleta de cacharros. / Olorosa a humo de tabaco / a hierbas de monte / Mi padre alza la voz, / mi madre se cruza de bendiciones, / y yo, la niña, ruego que todo pase pronto. // … / Nos hemos quedado solas en la casa, / me aproxima el tabaco a la boca, / mis labios tiemblan. / Col los ojos entornados / lee en la ceniza mi suerte. / El tiempo ha endulzado sus torpes palabras: / ‘Serás manisuelta / como la ceniza de este tabaco. / Comerás lo que traiga el río, / dormirás entre dos palmas. / La noche pondrá hormigas en tus pies. / Ninguna tierra te contentará del todo. / Leerás en los espejos lo que yo en el polvo”.

Y en efecto, en medio de su gestación como poeta, el joven se encuentra con la muerte, en la forma atroz que sigue teniendo en el país desde la infancia de quien sigue buscando la vida aún entre sus ruinas. “La noche empezaba a caer. ‘¿Oyen el rumor del río? ¡Estamos lejos!’. / ‘No es el río’, dijo otro. ‘¡Son las hormigas!’ / ‘¡Corramos!’. / Echaron a correr, chocaron / contra los troncos de los árboles / y cayeron sentados / Con los ojos desorbitados sintieron la marea de hormigas / burbujear entre sus pies…”

Poesía que enfrenta en poemas inevitablemente desmadrados la pesadilla que ha transformado el país que susurraba en la infancia, y que condensa sin truculencia el horror. Aquí el poeta explora otros acentos, tal vez buscando asimilar con la discreta rima el quiebre de su experiencia: “Lo que ayer fue corazón / hoy es lamento. // De un sueño de amor / me despertó la muerte / y en el reparto de la suerte / escribo en el agua mi dolor. // Unos pasos me seguían / y no era la luna clara / era un hombrecito de negro / con un espejo de luz helada”.

O afrontar en la forma de pregunta la violenta realidad del despojo: “¿Y por qué salimos de noche? / -Porque no pudimos salir de día. / ¿Y mi padre porque no va con nosotros? / -Pasito hijo que nos descubrirán. / Estas piedras duelen ¿por qué no me pusiste los zapatos? / -Por agarrarte a ti no cogí los zapatos. / ¿Y para dónde vamos? / -Para algún lugar, hijo, para algún lugar vamos”. “Y después el río empezó a ponerse oscuro / era un tren cargado de despojos / era el espejo negro de la muerte”. “Lloró y se quejó mientras la sangre se le iba / y nadie pudo auxiliarla. // Al fin se quedó en silencio / y su silencio grita ahora en esta montaña”.

Hasta darle la palabra a lo muertos: “¿Cierto que las que zumban son las abejas / en torno a los caballos que comen caña? / Sí, hijo, son las abejas / … // (Cómo decirle que no se ve nada / y que las que zumban son las moscas / sobre nuestros cuerpos insepultos).” -136-. “Llamaste a mi puerta, / supuse que querías beber / y no te abrí, hermano // No sabía que los asesinos / te pisaban los talones // tampoco tú lo sabías, / tan confiado como andabas por la vida. // Ahora velo esperando tu llegada / pero solo el viento llama”.

Libro de Benavides

A esta altura de la serie de poemas, compilados en capítulos que corresponden a cada uno de los libros publicados por su autor a lo largo de los últimos cuarenta años, entre 1986 y 2021, nos asomamos al titulado “Todo lugar para el desencuentro”, en el cual el acento, en cambio, se llena de sentencias pre o admonitorias respecto de ese niño que el vuelco de la vida ha dejado atrás… “Duerme / viejo corazón // Duerme / rey destronado / vociferante / y loco // Irreconocible / sobre la cubierta / de esta nave / en la que alientas / como un niño // Hasta aquí llegamos / amigo de tantas penas / juntas // Mañana / cuando el sol despierte / uno será tu camino / otro el mío”. “Estuve por un tiempo / fuera de mí / dentro mi corazón / encendía su lámpara”.

Y entonces, la mirada de frente a la experiencia se vuelve poema contundente, como singular despedida de quien se sabe atado a su pasado: “Mírame partir como un duende / con los pies al revés”. Y surge el primer poema como una oración: “Señor de lo que fluye / dios de la pequeña araña / que tiene tu hilo // Tú que hiciste posible / que me acercara a ella / por el sueño // haz que lo que llamamos realidad / no sea tan solo caída // Que sea ola al menos / escalera del viento / largo aullido de lobo”. Y rescata su principio de asumir el futuro en el pasado, a través del poema: “Dios indiferente / guárdala entre tus grandes manos / y que este instante de eternidad / sea también mañana”; aún dentro de la distante ciudad: “Irá floreciendo / sin saberlo // por la ciudad / que es otro desierto // Vagará su boca / por fuera del tiempo // en la noche / que es otra pradera // Cuando vuelvan a ser piedra / y ceniza las nubes // su nombre / como un último aroma”.

Esta selección de una obra avanza, en efecto, como secuencias de vida y escritura, hitos de construcción de un tono, de una música desde la cual se descifra el mundo, diálogos de sensibilidad y de mirada que teje sus palabras con los hilos singulares de su autor, en diálogo discreto con la música de otros poetas como César Vallejo y Aurelio Arturo, también fraguada desde lo profundo de lo rural que se hace universal, y permanece en la ciudad que no olvida: “Vuelan las garzas / sobre el corazón sin tregua / de la ciudad // Blancos pensamientos / en un cielo de cobre / hacia otras riberas // Alguien muchacha o viejo / recuerda sueña / en el pozo limpio / de la ventana”.

 

Poesía que enfrenta en poemas inevitablemente desmadrados la pesadilla que ha transformado el país que susurraba en la infancia y que condensa sin truculencia el horror.

Se trata, pues, de una poesía que desde sus primeras enunciaciones anuncia sus honduras, y sus convicciones: “Hay un pájaro / que canta al anochecer / rondando la casa / del que se va a morir. // Su canto será lo último / que escuchemos / Y así nuestro círculo / estará cumplido”. “El habitante y la casa eres / el centro de la circunferencia / la intersección de los caminos del aire”; y define sus senderos y sus metáforas más íntimas:

Siempre entramos en la casa / con los ojos cerrados / La casa nos toca de seda / nos viste de armadura / No hay teléfono / más extenso que el suyo / ni talle más pleno que su luz / De la cama subimos / al aroma del tinto / del tinto a las ramas / el mantel perdido / Una voz nos llama / desde la sangre / es el árbol que habla / en el centro del patio / Tomamos entonces / el lento ascensor de la sombra / mientras la mano cae / en la forma pura del agua / Tan dulce nos oprime la casa / que la llevamos a cuestas / como la tortuga”.

En fin, como lo propone Andrea Mejía, su aguda compiladora, “la poesía es más vida en la vida”. Y eso es la obra de Horacio Benavides, vida, más vida, el soplo verdadero y raro de la caña que arde antes, que sigue ardiendo.


 

(*) Horacio Benavides (Bolívar, Cauca, 1949) está radicado en Cali. Su obra ha ganado diversos premios en el país, entre ellos el Premio Nacional de Poesía 2013.

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