Cuando los tigres eran héroes y los héroes eran de verdad
30 Mayo 2023

Cuando los tigres eran héroes y los héroes eran de verdad

Para alguien de las generaciones nacidas después de 1970, el sobrenombre ‘Tigre colombiano’ evoca a un futbolista del pasado reciente y no al luchador legendario que puso a vibrar al país en la época de esos gladiadores enmascarados que llenaban coliseos y arenas y cuyos nombres empapelaban los muros de ciudades enteras. John Galán Casanova recuperó para la memoria del siglo XXI la vida y obra del Tigre colombiano en su libro 'Entrena como bestia, pelea como salvaje. El Tigre colombiano y la época dorada de la lucha libre'.

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Por Hernán Darío Correa


Medio siglo antes de que el Tigre Radamel Falcao deslumbrara al planeta, antes de que el ciclista Cochise Rodríguez -Italia, 1971-, y el boxeador Kid Pambelé –Panamá, 1972- conquistaran títulos mundiales, otro tigre, el primero y único en su especie Tigre colombiano (Bill Martínez), obtuvo en 1960 un Campeonato Mundial de Lucha, categoría peso pesado júnior, al derrotar al yugoeslavo Michael Uyovic en el Circus Krone de Múnich, entonces República Federal Alemana”, señala John Galán Casanova, autor del libro Entrena como bestia, pelea como salvaje. El Tigre colombiano y la época dorada de la lucha libre.
Con nombre de animal salvaje, este guerrero legendario proyecta aún en el recuerdo de quienes nacimos a mediados del siglo pasado, y en este libro, la gesta de los héroes deportivos de los años 50 y 60 que fueron suplantados en la cultura popular del país por los frívolos y decadentes apodos del sicariato y del paramilitarismo, cuyas atrocidades los alejan mucho más que el olvido.

Se trata de otro despojo más en nuestra cultura popular, mediante la suplantación de aquellas figuras plagadas de carisma y de identificaciones primarias e ingenuas como las de la lucha “libre”, dejadas atrás también por la lógica mediática de los nuevos espectáculos deportivos mundiales. Matt Rendell termina su libro Los reyes de la montaña acotando el reemplazo de estas figuras por el papel distante y frío de un héroe prefabricado y encapsulado en su cabina de la Formula 1, que durante unos años reemplazó a la afición nacional por aquellos héroes del pedal, del boxeo o de la lucha.

Eran papeles de actores en todo caso similares a los espectadores, por sus fragilidades envueltas en sus gruesos cuerpos, próximos al mundo del trabajo; pero distantes por su grandilocuencia y su potencia simulada, y al mismo tiempo reales hasta la euforia.


En el salvamento de ese olvido y de esas distancias está la gracia de este libro, que recupera para la memoria del país, tan necesitada de experiencias positivas y diferentes a las de la violencia, la vida y la lucha en sentido literal y figurado propias del simbólico deporte-teatral de la lucha libre, cuya magia despertaba y transmitía un sentimiento de potencia y de coraje a los campesinos recién llegados a la ciudad como hombres derrotados y devastados, forzados por el desplazamiento y el despojo. Ellos adoraban a esos héroes que encarnaban en un juego real una “violencia” simbólica y festiva en medio de la cual podían dejar atrás la violencia atroz que los había llevado hasta allí, y aproximarse a nuevas formas de sensibilidad urbana que les imponía nuevos retos: “Las mujeres no asistían a las luchas. Tampoco se las veía en la calle. Las pocas que salían iban cubiertas de la cabeza a los pies, y era impensable dirigirles la palabra. La lucha libre era muy popular, se realizaba de noche, en espacios abiertos. Los varones atestaban las tribunas, y para los luchadores era desconcertante ver que entre éstos había demasiada cercanía, un trato afectuoso que no excluía abrazarse y tomarse de la mano”.

Como pocos de aquellos deportistas, el Tigre supo darle un lugar a su gloria, y definir su destino con una mesura y una dignidad a prueba de todos los golpes reales y ficticios de su profesión.


Hasta  aquel punto de llegada de la intimidad fraterna que relata el poeta X-504 en su poema El deseo: “Mientras la tarde transcurre, / evocaré el muro en cuyo saliente nos sentábamos / a decir las últimas palabras cada noche, / o cuando fuimos a un espectáculo de lucha libre y al salir comprendí que te amaba, / y, en fin, tantas otras cosas que suceden…”.
La lucha, como se revela en esta acuciosa crónica, ofrecía un juego de proximidad y distancia, de misterio y transparencia propio del viejo arte de las tablas: “La máscara hace las veces de un recurso teatral óptimo; es al mismo tiempo intimidatorio y divertida, amenazante y jocosa, se presta a las complicidades del espectador, le permite figurarse qué clase de rostros saldrán de esas telas”, señala Carlos Monsiváis, citado en el libro; pero “Bill invariablemente las descarta. Prefiere ser reconocido con el rostro expuesto, como siempre prefirió luchar. Prefiere más caras que máscaras”.
Más adelante Casanova señala: “En un combate superlibre, sin árbitro y sin posibilidad de empate, Bill superó al mexicano mediante una plancha con puesta de espaldas. La euforia de los asistentes alcanzó su clímax al momento de ser desenmascarado el Espectro: La expectativa se había acentuado en tal forma, que cuando llegó el momento de enseñar su cara a la vista general, el público enloquecido lo aplaudió y levantó en hombros y paseó por el ringside”.

Popular y masiva, pero marginal, la lucha libre encarnaba lo suburbano de una cultura popular en formación, y por ello su espectáculo se vinculaba a esos otros elementos proyectados por la radio: personajes del mundo de las transiciones del campo a la ciudad, como Cantinflas, y la música antillana y mexicana,


Eran papeles de actores en todo caso similares a los espectadores, por sus fragilidades envueltas en sus gruesos cuerpos, próximos al mundo del trabajo; pero distantes por su grandilocuencia y su potencia simulada, y al mismo tiempo reales hasta la euforia. Héroes bien distantes de aquellos que retrató Carlyle en su libro del mismo nombre, pero análogos porque en esencia también proponían masivamente una promesa de realización en la vida: “El héroe, en la dualidad del ser y el parecer, jugaría como vínculo entre lo que parece y no es, y lo que es y no parece”; y por ello están asociados al culto al oro: “El héroe abre el camino que lleva al sol, fantasía de la omnisciencia que es la omnipotencia; que está en el estímulo más lejano y final de todos nuestros deseos”.
Todo ello sobre la base del esfuerzo personal, ejemplar, referente de identificaciones primarias, en este caso asociadas a los mitos de los semidioses gladiadores de la historia universal, combinados con las figuras de la fauna local como elementos totémicos ancestrales: “Esa noche, en el camerino, mientras calentaba y esperaba que anunciaran la lucha estelar, Bill se sintió embargado por una clara convicción. Lo que había alcanzado hasta ese momento lo había obtenido a pulso, en franca lid. No era fortuito que le llegara esa alternativa, era el resultado de sacrificio y dedicación. Esa noche, el Tigre tenía el ojo del tigre: esa coraza de fortaleza, astucia, urgencia y determinación en alcanzar la victoria”.

"La euforia de los asistentes alcanzó su clímax al momento de ser desenmascarado el Espectro: La expectativa se había acentuado en tal forma, que cuando llegó el momento de enseñar su cara a la vista general, el público enloquecido lo aplaudió y levantó en hombros y paseó por el ringside”

Popular y masiva, pero marginal, la lucha libre encarnaba lo suburbano de una cultura popular en formación, y por ello su espectáculo se vinculaba a esos otros elementos proyectados por la radio: personajes del mundo de las transiciones del campo a la ciudad, como Cantinflas, y la música antillana y mexicana; hasta ser convertido en un escenario directo de inclusión social imaginaria, la única que han permitido las élites sociales y políticas del país, dejándole “la gloria” a esos héroes populares: “En un homenaje que le hizo, subiendo fotos y carteles de sus peleas juntos, el Tigre le dirigió al luchador argentino Óscar Ortega, el siguiente saludo: ‘Che, Pibe, recuerdo las grandes peleas que tuvimos, te recuerdo con aprecio y respeto. Pronto nos veremos y brindaremos con mate, festejando una vida de gloria’”.

En un aparte se lee: “La Santamaría se llenó dos veces ese sábado 15 de agosto: en la tarde, para ver el espectáculo cómico-taurino de Cantinflas, y en la noche, para presenciar la batalla del Tigre contra King Kong, que concluyó con victoria del argentino”.
Y en otro: “El 5 de diciembre hubo otro doblete irrepetible en la Santamaría. Desde las 3.30 pm en un encuentro a beneficio del programa 'Haga Sonreir a un Niño', alternaron nada menos que el inquieto anacobero Daniel Santos, la orquesta de Lucho Bermúdez y el Mariachi Vargas con José Alfredo Jiménez. Y en la noche, luego de desmontar la tarima y armar el ring, precedida por cinco combates, ‘se efectuó la Grandiosa Pelea por el Título Pesado Mundial Ligero’, entre ‘los más odiados rivales en la historia de la lucha profesional’. La quinta fue la vencida para al Tigre. La afición bogotana celebró a rabiar el triunfo de su ídolo que, en efecto, al final logró hacer valer su título y su localía’”.
En otras ocasiones el turno fue para los Corraleros de Majagual: “Bill prendió el recinto ferial luciendo una capa dorada al son de: ‘Tú lo que quieres es que me coma el tigre, que me coma el tigre, mi carne morena…’, el estribillo con que abría sus presentaciones desde que los Corraleros habían popularizado la canción del barranquillero Eugenio García Cueto”.

Como pocos de aquellos deportistas, el Tigre supo darle un lugar a su gloria, y definir su destino con una mesura y una dignidad a prueba de todos los golpes reales y ficticios de su profesión.


Inclusión imaginaria alimentada y acrecentada por una suerte de cosmopolitismo cuyos primeros beneficiarios eran los luchadores mismos, recreado con las teatrales procedencias de contendores cuyos nombres acercaban el mundo y permitían palpar la historia, la vida y la muerte, las formas míticas más primarias de la maldad y de la bondad, la rudeza y la caballerosidad, la belleza y la fealdad; y poder aplicar justicia: “Al pisar suelo portugués, por obra de la imprenta, tal como había ocurrido con los luchadores colombianos en sus primeras salidas al exterior, el elenco se internacionalizó: el Rudo Martin se volvió alemán; Chausson, que era franco-español, resultó italiano; Galarza devino Gallarzz, austríaco; el Guti, belga; y el canario Estévez Landro, de Luxemburgo”.
Así, noche tras noche desfilaba el mundo ante los llevados y traídos por el encanto del espectáculo: El Dragón Chino, El Cadáver, La Momia, El Santo, Rudo Martin, Rayo de Oro, Nerón, El Hechicero, El Llanero, El Principe Kumalí, El Inca Wiracocha, El Conde Maximiliano, El Médico Asesino, Fuyikawa, Fantomas, Chang Li, El Diabólico…
Enfrentándolos “durante veinticinco años como profesional, el Tigre Colombiano nunca había luchado en la tierra del águila dorada y la serpiente emplumada, ante el escrutinio del público mexicano, ‘el más conocedor y el más justiciero en el mundo’, según decir de sus cronistas” .

Portada libro Tigre
Carteles, fancines, volantes, crónicas y noticias de prensa multiplicaban el espejo hasta colonizarse mutuamente y potenciarse ante los ojos de los fascinados por la lucha: “Rocca, luchador técnico, era uno de los campeones más queridos y respetados de la lucha libre estadounidense. Llegó a vencer al mismísimo Supermán, como lo registró el número 135 del popular cómic, titulado: ‘La caída de Supermán’, en donde el argentino lanza al vapuleado superhéroe fuera del ring, mientras el fotógrafo Jaime Olsen exclama: ‘Guau, este luchador, Rocca, ha arrojado a Supermán a través de las cuerdas. ¡Es la más fantástica y sorpresiva derrota de la historia deportiva!’”.
Hasta el punto de que, en esos escenarios suburbanos, “a estas alturas, el lector ya habrá advertido que los campeonatos de lucha, al igual que los reinados de belleza y los premios de poesía, son incontables cual las estrellas del cielo y las arenas del mar”.
El Tigre “no volaba como los de ahora, peleaba como un gladiador romano en pleno ring”, señala Alfonso Dantés, luchador mexicano. Sólo que las formas de lucha decisivas estaban en las “llaves”, símbolo urbano por excelencia y si se quiere netamente civil y no letal, con las cuales se inmovilizaba al adversario, así tuvieran denominaciones típicamente rurales: “Tomó ventaja el Tigre con un puente combinado con rana, doble tirante y horqueta. Tres llaves en una”.

Así, noche tras noche desfilaba el mundo ante los llevados y traídos por el encanto del espectáculo: El Dragón Chino, El Cadáver, La Momia, El Santo, Rudo Martin, Rayo de Oro, Nerón, El Hechicero, El Llanero, El Principe Kumalí, El Inca Wiracocha, El Conde Maximiliano, El Médico Asesino, Fuyikawa, Fantomas, Chang Li, El Diabólico…


Como pocos de aquellos deportistas, el Tigre supo darle un lugar a su gloria, y definir su destino con una mesura y una dignidad a prueba de todos los golpes reales y ficticios de su profesión. Lesiones irreversibles, heridas y tratamientos médicos de urgencia o prolongados dan testimonio de la realidad y gravedad de la ficción de la lucha libre, y al mismo tiempo de las pasiones populares más profundas, que ya Matt Rendell analizó en su crónica sobre los ciclistas de aquellos años: el sufrimiento, y la abnegación, que unieron el alma popular con ese aspecto del espectáculo litúrgico cristiano, ahora secular; y del secreto de la consistencia paradójica de esa arquitectura espiritual en el nuevo contexto de la modernidad: la dignidad, que en el caso del Tigre Colombiano le permitió deslindarse del final de algunos de aquellos héroes ligados al deterioro moral, delincuencial o político, y llevar una vida tranquila, lúcida y amorosa hasta su muerte, atesorando lo vivido como su propia aventura, única y singular.
En un diálogo 50 años después de sus combates, sostenido con un antiguo adversario ahora convertido en su amigo, Bill resumió su periplo de vida, es decir, su destino: “Han pasado muchos años, pero no estamos viejos, estamos desjuvenecidos”. Y ante la pregunta del cronista autor de este libro, sobre el histrionismo de los luchadores en el ring (¿‘hasta qué punto lo que hacían era real o fingido’?”), respondió: “Estaba muy satisfecho con la calidad de tus preguntas y pensé que tendríamos un final feliz, pero estas atacan mi dignidad, mi amor propio y la transparencia de mi deporte. (…). La historia de la lucha libre se divide en dos: la época dorada y la época del declive. Te pido que no me revuelvas. Yo fui, soy y seré respetado por mis logros deportivos en la época de oro”.
 

John Galán Casanova.

Entrena como bestia, pelea como salvaje. El Tigre colombiano y la época dorada de la lucha libre.
Bogotá, Planeta, 2022.

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