Guillermo Fischer, el arquitecto de la transparencia
31 Diciembre 2023

Guillermo Fischer, el arquitecto de la transparencia

Guillermo Fischer

El recientemente desaparecido arquitecto creía que la arquitectura, antes que nada, es una herramienta de comunicación. Habla de poder, de historia, de encuentros, de sentimiento. Esta es una memoria muy personal sobre un poeta de las formas, crítico y erudito, escrita desde una perspectiva no arquitectónica.

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Por Carlos Mauricio Vega | Especial para Cambio

El nuevo edificio de Ciencias de la Nacho, más parecido a un grupo de amebas o a un insecto de patas cilíndricas que a un conjunto de aulas, fue una de las últimas obras del arquitecto Guillermo Fischer. Y sobre todo fue su declaración de principios, su testamento y tal vez su mayor logro: un antimonumento.

Con este edificio, Fischer quedó (sin buscarlo, porque abominaba del “star system”) ubicado en diálogo eterno con sus maestros, los decanos de la arquitectura colombiana. Esos mismos que a lo largo de los últimos noventa años sembraron el campus de la Universidad Nacional con edificios que se convirtieron en emblemáticos y siempre fueron de vanguardia. Marcaron el rumbo de sus épocas con su experimentación arquitectónica.

Decanos como Leopoldo Rother, que trajo en los años 30 la demarcación del campus, que andando el tiempo se hizo referencia para otras universidades del mundo, y trajo también a los edificios de la Nacional edificios las líneas sobrias del modernismo, propias de la socialista Bauhaus. O como Fernando 'el Chuli' Martínez, que revalorizó el ladrillo en la Facultad de Economía 60 años atrás, cuando campeaban los enchapados amarillos en piedra arenisca bogotana como símbolo de estatus y el ladrillo se dejaba para los llamados “barrios pobres”. O Rogelio Salmona, que nos dejó sus patios, sus terrazas y sus celosías mozárabes en el edificio de posgrados. Y no sigo nombrando porque me quedaría injustamente corto.

La nueva Facultad de Ciencias de la UN también se convertirá en emblema de su época. Plantea una arquitectura transparente, ligera, tan simple que parece casi inexistente. Una arquitectura que da paso a la vida dentro del edificio antes que a sí misma. Una arquitectura que justamente por ser antiemblemática está llamada a convertirse en un hito hacia el futuro, en un símbolo, en un mensaje en estos tiempos de crisis. Marca el rumbo hacia lo que deben ser los edificios en una época donde la huella ambiental debe ser menor que la huella monumental.

Aulas
Aulas de Ciencias vistas desde el aire.


Las amebas del edificio de Ciencias son a su vez úteros, aulas, columnas y terrazas. Sus auditorios, sumergidos en la tierra como escarabajos, devienen en túmulo, con la idea de que los estudiantes se tumben allí a después de clases, pero sobre todo que tengan un lugar de encuentro, un encuentro después del encuentro. El espejo de agua que envuelve parte del edificio recuerda que el campus de la Nacho también fue Sabana y también fue humedal. Todo esto es el legado de un arquitecto humilde y a la vez muy crítico: de un estudioso de la poética y la simbólica urbanas y de un espíritu sensible que pretendía enseñarnos a leer lo que los edificios quieren decirnos en términos del poder, de la historia y de la dignidad. Es decir, una manera de vivirlos y de nutrirnos de ellos, y no simplemente de permanecer ahí.

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Aulas 1
Aulas de Ciencias, Universidad Nacional.

Guillermo nació en Chicago por casualidad: su padre, que era médico, trabajaba allá. Llegó a Bogotá a los dos años, de manera que no le quedó ninguna memoria de la urbe de Frank Lloyd Wright y Mies van der Rohe ni de su Escuela de Arquitectura. Pero la paradoja de su nacimiento marcó de alguna manera su estrella. Cuando regresó allá como estudiante, ya marcado por el virus del diseño arquitectónico, consolidó su vocación. Había estudiado pintura dos años antes de volver a la arquitectura, graduarse de la Universidad de los Andes y emprender el tedioso camino de trabajar en ajenos estudios de arquitecto y ser docente de Taller, donde languideció al punto de decir “me hubiera dado lo mismo poner un cassette”. Eso fue antes de reencontrarse con su camino, al cursar la maestría de Arquitectura en la Nacional. Allí se revitalizó estudiando la semiótica y la poética de la arquitectura y lo que llamó en su tesis “la honestidad constructiva como comunicación”.

Años atrás, en Arizona, con Aldo Rossi, de quien había sido fugaz alumno y chofer y guía cuando el arquitecto estuvo en Bogotá, emprendió una pasantía donde aprendió con sus propias manos el arte del encofrado del concreto con formaletas. Fischer pertenecía a una escuela en vías de desaparición donde los arquitectos se ensuciaban aprendiendo las técnicas constructivas de los mismísimos obreros. Años después la firma constructora Obreval, herencia del memorable arquitecto Rafael Obregón, usaría esa misma técnica, ya desueta por costosa, para fundir las amebas cilíndricas del edificio de Ciencias.

También en Arizona, durante lo que llamó “la época más feliz de mi vida”, exploró las cárcavas excavadas por el río Colorado en la roca arenisca y se fascinó con sus juegos de luz amarilla y rojiza. Tiempo después encontraría esa misma fascinación en el reflejo del empedrado de la entonces desierta Villa de Leyva en los aleros de sus blancas casas y aprendería, como Salmona, a jugar con las luces del concreto blanco y crema y su proyección a través de celosías, taraceas, calados y cenefas.

Fruto de esa maestría, de su pasión por el arte y de su interacción con otros arquitectos de la época como su amigo y mentor Willy Drews, fueron sus años más productivos. Fundó su propio estudio y desde allí exploró la arquitectura de interiores. Hizo realidad su posición teórica sobre el interior de los edificios: la arquitectura es para ser vivida de adentro hacia afuera, es una experiencia de habitación. Las fachadas hablan porque simbolizan sucesos, trabajos, estatus.

Edificio San Martín
Edificio San Martín.


Dentro de esa idea de la honestidad constructiva que lideró su tesis de maestría y su vida entera, Guillermo desarrolló un sello personal expresado en edificios muy livianos, casi transparentes, donde las ventanas van de techo a piso y los muros o paños que las sostienen van cambiando de ubicación en una aparente irregularidad o anarquía, como en una especie de ajedrez demente, de escaques cambiantes, que en realidad responde a acuerdos con cada uno de los propietarios sobre qué cantidad de luz quería cada quien en cuál de los recintos de su apartamento u oficina.

Quería una arquitectura que no fuera arrogante y estuviera al servicio de la gente, pero también buscaba crear fachadas facetadas que juegan con diversas proporciones, creando un ritmo visual aparentemente irregular pero único en cada edificio. En esto marcó una enorme diferencia, casi que una protesta, frente a lo que en nuestras informales charlas de crítica urbana llamábamos “arquitectura del metro cúbico” y que en realidad eran clases magistrales que él impartía generosamente, matizadas de café, humor negro dedicado a los culpables políticos, abstrusas conversaciones sobre automóviles antiguos y confesiones personales: por ejemplo, su calma ante la muerte, que sentía cercana.

Porque Guillermo (nunca me atreví a llamarlo Memo), creía que la arquitectura era un lenguaje del que debíamos apropiarnos todos aquellos que no somos arquitectos. Que debía escribirse sobre arquitectura desde una perspectiva no arquitectónica, sino pedestre, común, cotidiana y poética. Por eso me atrevo a escribir de esta manera, siguiendo, tardíamente, su inspiración, y a riesgo de ser fustigado desde su gremio académico, antropófago y abstruso.

Guillermo también practicó esa antropofagia de colegaje (arquitofagia, la llamábamos) desde su desaparecido blog, apropiadamente llamado Torre de Babel, de manera inclemente, ácida y lúdica. Agrio, lo llamaron algunos. Honesto, lo llamaría yo. Protestó contra la manipulación comercial de los concursos, contra la ausencia de lenguajes propios en la nueva arquitectura nacional, contra el crecimiento de una arquitectura monumental que impresiona y descresta desde afuera pero que adentro es de mala calidad, no está hecha para ser vivida ni disfrutada sino sufrida por quienes la viven por dentro. Contra la copia, mal llamada investigación cuando se hace combinando fuentes de manera facilista, sin crear lenguajes propios ni enraizados en lo vernacular. Al respecto comulgábamos en nuestra animadversión contra arquitectos controversiales como Giancarlo Mazzanti, a quien calificaba de vacuo, superfluo y gratuito por sus formas estrafalarias y muchas veces aplastantes, que no tienen nada que ver con el espíritu o la función de sus edificios o estructuras urbanas. Escribió también un memorable libelo, hoy por desgracia muy difícil de conseguir en las redes, titulado El Método Bonilla.

La arquitectura ha desaparecido”, decía, refiriéndose a esos bloques de apartamentos monocromos y monótonos, donde las ventanas se repiten y modulan como cajones o cárceles de cemento. “Ya no se necesita un arquitecto sino para el requisito de firmar los planos. Casi que ya no se necesitan tampoco ingenieros, porque todo está modulado y es repetible. Sólo administradores de construcción y luego de ventas”. Se refería a las firmas constructoras que le sacan rentabilidad a cada centímetro cuadrado con sistemas constructivos tan económicos y diseños tan baratos que rayan en el desastre, como en el caso del edificio Space en Medellín.
Sus edificios facetados son reconocibles a la distancia y uno creería que esos ángulos rectos y esas estructuras livianas, como una especie de neo Bauhaus, eran su rasgo característico. Pero no, en realidad son las curvas. “El ángulo recto no se encuentra en la naturaleza”. Y como buen estudioso, Fischer trasladó a la arquitectura el concepto de la curva natural como abrigo, como vientre, como onda y como flujo de energía.

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Parque de la 60
Parque Julio Flórez, conocido como Parque de los Hippies, en Chapinero.

Otra de sus obras testamentarias es la restauración y rediseño del parque de la calle 60 con séptima en Bogotá, el archifamoso Parque de los hippies, espacio contracultural desde los años 60 y que no ha perdido vigencia como lugar de encuentro de generaciones enteras de jóvenes bogotanos desde entonces. Luego de su época dorada de rock, psicodelia y moda alternativa, la calle 60 sufrió un período de decadencia durante el cual el parque se convirtió más o menos en un basurero, mientras el vecindario se reciclaba y poco a poco se convertía en puerto de llegada de anticuarios, restauranteros y bares gay.

Fischer ganó el concurso de reconstrucción del parque y lo que hizo no se advierte desde las calles adyacentes: una vez más, en su concepción no hay ningún monumento o hito vistoso que refleje el ego del planificador urbano ni del político de turno. No hay pila, ni estatua, ni juegos ni escenarios: tan sólo una pérgola en el costado occidental. Aprovechando el terreno levemente inclinado, Fischer juega con la altura de varios planos cambiantes pero imperceptibles, con los que hace de nuevo habitable el viejo parque chapineruno. Se aleja del antiguo modelo de parque inglés con jardines y pasillos, pero no se queda tampoco en el concepto de plaza desnuda, al estilo “secadero de café”, que es en lo que muchos alcaldes y destrozadores urbanos, que no planificadores, convirtieron los parques y plazas de pueblos y ciudades. Como un chico travieso armado de ese instrumento hoy en desuso llamado curvígrafo, traza unas ondas conectadas, un sinusoide que va recorriendo el parque y crea una plaza dentro de la plaza, generando tres espacios. Primero crea un espacio central duro, caminable, por donde transcurre el transeúnte y funge de espacio de encuentro y de juego. El sinusoide que lo rodea y delimita forma una banca continua de granito en donde la gente se puede sentar pero no queda alineada. Y atrás, un espacio verde, que por ahora está lleno de colillas y botellas; pero bueno, eso no es culpa suya.

Logró su sueño, que era crear espacios de encuentro y diálogo como los pasillos abiertos y sinuosos de la Faculta de Ciencias. Lugares de donde no hubiera que huir como de los salones de clase de antaño, que parecían más la crujía de unas celdas de preso que otra cosa. Y huir de las raquetas de la policía, que ahora tiene que moverse entre la gente sentada en la larga banca sinusoidal de Fischer, y también entre nubes de cannabis.

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Wok
restaurante Wok, junto al Museo Nacional.

Todo esto no me lo explica en las mesas de Wok o de Crepes & Waffles a donde me invita. Sólo se ríe, irónico, críptico, inexplicable. Tengo que averiguarlo por mi cuenta, poco a poco. Tampoco me explica que la casa del Antiguo Country en donde estamos, un jirón de nuestras respectivas infancias, fue restaurada y adecuada por él para restaurante. Sólo me cuenta que el bajorrelieve antropomorfo de la fachada que nadie ve pero que para él es invaluable, es una escultura del maestro Guillermo Wiedemann, ícono del mismo santoral de Obregón y Botero.

Su humor es como una carga de profundidad: explota minutos después, y en este caso semanas después, cuando me doy cuenta de que todas las sedes de esa cadena de restaurantes han sido creadas, construidas, restauradas, iluminadas y diseñadas por él, y que todas sus observaciones y preguntas eran crípticas y me estaba poniendo a prueba. Tomándome del pelo, amablemente, cariñosamente.

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Meses después, la conversación recae en el tema de esos restaurantes como experiencia. Como ambiente. Lo que a él le importa no es el menú, sino la transición entre sus fachada austeras de concreto, vidrio y acero, al interior cálido de cada restaurante, donde la posición de cada luz y la textura de cada pared y la forma de cada asiento (todo diseñado por Fischer) conformen una experiencia que hace que cada día se formen largas colas a la entrada de esos restaurantes.

La conversación deriva luego a la trivia del automovilismo y al diseño de los deportivos antiguos, un tema que lo apasiona porque pertenece a la generación de los baby boomers, la más contaminante, la de los años 50, la que más gasolina ha consumido en la historia de la humanidad. Para él no es un tema trivial. Con el perfeccionismo que lo caracterizó, ha culminado la restauración de dos Volkswagen Karmann Ghia de los años sesenta. Pero no de manera convencional. Hizo renders en Autocad de cada guardafango para proyectar las curvas; después, el maestro latonero le entregaba sin excusas formas perfectas, impecables caderas de lata, cinturas de cromo. “Pero Guillermo, si eso es un deportivo de mentiras. Es un escarabajo con piel de Ferrari, un fake. Eso no anda, ni cruza, ni frena”. Me mira con escéptico humor. Estoy irrespetando la memoria del carrocero turinés Jacinto Ghia y la del ensamblador alemán Wilhelm Karmann. Desde luego, de un lápiz alemán no podía salir semejante hermosura, sino los aburridos sedanes de Mercedes: por eso la Volkswagen, para competir en el mercado sesentero con el Mustang, los pony cars y los deportivos italianos, contrató el lápiz del italiano y el destornillador del alemán. Una combinación imbatible.

Karman Ghia
Karman Ghia.


Creo que por fin voy a poder explicarte qué es la honestidad constructiva en arquitectura. Es como este Karman Ghia. Es lo que es: un Volkswagen, con mecánica de Beetle y suspensión de Beetle y potencia de Beetle. No pretende nada más. No esconde nada, pero expresa algo con sus formas. Es la experiencia de conducirlo y de disfrutar sus formas y su carácter”. Y comienza a trazar una loca analogía entre su casa de Villa de Leyva, que tiene unas columnas en el patio para completar el simbolismo histórico y el lenguaje del espacio. “Pero no cargan nada”.

Mi crítica a su carro no es sino envidia de la mala. El Karmann, con su cola más larga que la trompa y su cara de pastel aerodinámico es precioso, y cumple con la función de ir del punto A al punto B con más estilo y comodidad que el popular Beetle. Y la casa, pues… es el homenaje más sencillo, puro y honesto a la verdadera arquitectura colonial, con sus dobles patios y su planta cuadrada y un diseño limpio y claro. “La norma en Villa de Leyva dice que toda casa debe ser ‘colonial’. Pero no se especifica qué es ‘colonial’. Ni siquiera se especifica que lo colonial debe incluir un patio”. Y no sólo hacen ahora las casas "coloniales" sin patio, sino que los verdaderos patios están desapareciendo, para convertirlos en parqueaderos o para incluir casas nuevas dentro de las casas viejas, a modo de estrafalarias muñecas rusas que rompen las normas de altura.

Unas semanas más tarde Guillermo me llama, compungido: “Estrellé el Karmann… dentro de mi edificio, O se me corrió la columna o me quedó muy mal diseñado ese garaje”.

Meses después, veo el Karmann Ghia anunciado para la venta. Nunca supe si logró venderlo como lo que es: un objeto de arte. Ahora comprendo que ponerlo a la venta era una premonición.

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Obnubilados por los mitos de estrellas arquitectónicos como Rogelio Salmona, Guillermo 'el Pajarón' Bermúdez o Fernando 'el Chuli' Martínez, los bogotanos hemos permanecido de espaldas a la obra de otros arquitectos como Fischer, de esa y otras generaciones más próximas, como su cómplice Willy Drews, como su maestro Germán Samper, como su antecesora Luz Amorocho, como Bruno Violi, como Álvaro Rivera Realpe, pionero en vanguardismos, o como Rafael Obregón, Carlos Morales o Enrique Triana. Ellos han moldeado el perfil de la actual Bogotá, ese horror de oculta belleza, entre el colapso del transporte y el azar del mal planeamiento.

Las últimas quejas y denuestos de Fischer estuvieron dirigidas a la depredación de la carrera Séptima y de la avenida Caracas, desfiguradas por la cuchilla de un sistema de transporte masivo más digno de Atila que de Atenas.

Su última miniconferencia personal, salpicada de espuma de capuchino, fue una lección de precisión. A propósito de la enorme casa que ocupa ahora el Teatro Ensamble, en el Parkway, y que en su época fue todo un emblema en el barrio de La Soledad, le pregunté si esa arquitectura de los años 50, de líneas rectas y simples y grandes ventanales y voladizos de concreto, que también ocupó muchas manzanas en lo que era el Chicó, tenía algo que ver con la Bauhaus.

Edificio
Edificio 587.


No, eso no es Bauhaus. Tiene rasgos y copia cosas, como todo en este país. Pero no es ni modernismo ni Bauhaus, porque la Bauhaus era socialista, era una escuela de economía de las formas con una función social. Esa arquitectura es en realidad un manierismo. Es una arquitectura barroca. Del período barroco-modernista”, sentencia, con sorna. Y lo calificó de “modernista”, peyorativamente, porque era una copia, y lo llamó barroco porque era exagerado en sus rasgos simplistas. Esa arquitectura de los años 60 que buscaba dejar atrás una ciudad oscura e insalubre, no era sino la expresión de un estatus, la búsqueda de posicionarse socialmente mediante la ostentación y la imitación. Y eso derivó en un falseamiento de diversas escuelas y estilos.

En su tesis sobre la honestidad constructiva Fischer analiza algunos edificios que a su juicio son hitos de la modernidad. Entre ellos toca el Edificio Galante, de Rafael Obregón, que subsiste entre trancones en la esquina de la autopista con calle 82. Obregón logra, con masas en aparente desequilibrio (porque el primer piso soporta un volumen mucho más ancho de tres pisos más) un golpe de visión estético y excepcional espacio interno. Algo que se encuentra repetido como por milagro en miles de casas populares de los barrios bogotanos: esos barrios a donde condujo a Aldo Rossi 40 años atrás, para escuchar boquiabierto la sentencia de la estrella italiana de que indudablemente esa era la verdadera Bogotá.

Entre esos edificios, analizados en su tesis de 20 años atrás, no se hubiera podido encontrar, ciertamente, la inhabitada torre Bacatá, fustigada por el humor bogotano con el apodo lapidario de La Metralleta. Ni el Jorge Hoyos de la Universidad Javeriana, aledaño al Edificio Central, bautizado por los mismos cínicos bogotanos como El Arca de Noé.

Se encuentra en cambio, un arquitecto desnudo. Para quien la fachada no es primordial y resulta a veces prescindible, excepto cuando cumple una función, incluyendo la de transmitir un sentimiento o una información. Para quien la arquitectura es un ejercicio de honestidad constructiva, audaz en su simplicidad y en la economía de sus formas, que muchas veces parecen textiles.
Desnudo, pero no impúdico.

Agua
Aula de Ciencias. detalle de la fachada.

 

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