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Colombia vs. Uruguay: Que esta historia se vuelva a repetir
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Colombia juega un partido definitivo contra Uruguay para llegar a la final de la Copa América 2024. CAMBIO invita a creer en la selección y a recordar todo lo que tiene que decir esa camiseta amarilla que nos emociona hasta las lágrimas.
Por: Germán Izquierdo

Un dedo pulgar oprime la tecla, alargada y carcomida, del control remoto: 'ON'. El televisor de 14 pulgadas se enciende, como tragándose el negro, y a continuación muestra a los jugadores de Uruguay y Colombia sobre el césped verde: unos de amarillo y otros de azul celeste. Faltan muchos años para que los drones vuelen sobre los jugadores y un VAR detenga los partidos. Es 26 de junio de 1993 y el fútbol solo puede verse en media definición. En Colombia Pablo Escobar anda suelto y en Bogotá han estallado cinco bombas en lo corrido del año. Pero en esta tarde soleada de sábado, solo hay mentes y ojos para el fútbol.
Hipnotizados, los colombianos miran a la pantalla barrigona, que es una y miles a la vez, en la sala de la casa, el cuarto principal, la tienda del barrio, la casa del vecino. Hoy juega la selección contra Uruguay en los cuartos de final de la Copa América de Ecuador. El Pibe Valderrama ya está en el centro de la cancha del Monumental de Guayaquil con la banda de capitán en el brazo. Ya pita el juez paraguayo Francisco Escobar. Ya empieza el partido, y por el parlante del televisor, la voz de William Vinasco Che grita: “¡Comienza el fútbol! ¡Ruedan las emociones!”.

El partido se juega al ritmo de Colombia. Valderrama, Leonel, Wilson Pérez, Rincón y compañía se adueñan del balón, que los uruguayos persiguen en vano. Colombia llega hasta el borde del área rival, pero de ahí no pasa, hasta que, como ocurre tantas veces, en la única llegada de Uruguay, Saralegui anota al minuto 65. De nada ha servido una posesión cercana al 90 por ciento. Colombia va perdiendo y ahora se vuelca sobre el campo de Uruguay. Cuando faltan dos minutos para que el partido acabe, Ostolaza derriba al Pibe Valderrama, quien rápidamente se pone de pie y cobra a riesgo. El balón busca a Leonel, que por poco lo pierde, pero logra controlarlo para dárselo al pie de Luis Carlos Perea. Este, como sin pensarlo, con el impulso de quien solo sabe defender, lanza un misil desde fuera del área que el arquero Siboldi no logra detener: “¡1-1!”. Golazo de Colombia.

Vienen los penales. El uruguayo Eber Moas falla. Adolfo el Tren Valencia cobra el último penal: patea a la derecha; Siboldi elige la izquierda. Colombia elimina a Uruguay y clasifica a las semifinales de la Copa América de 1993. Frente a los televisores, los colombianos celebran. Los niños salen al parque a jugar a que son Asprilla, Valencia, Lozano. Veinte años después, en 2014, los hijos de ellos jugarán a ser James, Falcao, Quintero o Cuadrado.
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Un recuerdo imborrable
Cada generación tiene un recuerdo imborrable con la Selección Colombia. De esos que se pueden describir al detalle: el gol de Andrés Escobar en Wembley, el de media distancia de Barrabás Gómez contra Argentina, el de Fredy Rincón a Alemania, el cabezazo de Iván Ramiro Córdoba en El Campín que le dio a Colombia su única Copa América, o aquel zurdazo de James contra Uruguay en 2014: un poema en movimiento.
Desde 1987, cuando la selección de Francisco Maturana brilló en la Copa América, comenzó una nueva era para el fútbol colombiano. Ese año, si se quiere, la selección logró una madurez que hasta entonces no había alcanzado, ilusionando como nunca a los colombianos. Valderrama, las medias rojas escurridas hasta los tobillos, se encontraba en la cancha con Bernardo Redín; juntos componían un dueto de pasadores jamás visto en la selección. En el arco, René Higuita atajaba los balones más complicados y se aventuraba a pisar terrenos de la cancha hasta entonces vedados para los arqueros. En el mediocampo, Leonel Álvarez quitaba balones que luego entregaba con precisión de relojero. Y adelante, el solitario Arnoldo Iguarán más que correr, volaba y cabeceaba a unas alturas que nadie más podía alcanzar.

Y así la gente se fue enamorando de la selección, con un amor ciego que perdona todo. Se enamoró de esa camiseta de mangas largas, del escudo rojo cerca del corazón, de los 11 jugadores que, partido a partido, cantaban el himno a todo pulmón. Con cada torneo llegaba una ilusión: la de ver a Colombia, por fin, campeón. Una ilusión que nunca se cumplía. Al final, como reza el lugar común, “nos faltaban los cinco centavos para el peso”. El fútbol de alta calidad sobraba, pero los resultados que nos acercaran a Brasil, Argentina y Uruguay no llegaban. El Olimpo del fútbol nos ha sido vedado muchas veces.
En septiembre de 1993, la selección logró una de sus grandes gestas cuando goleó a Argentina 5-0 en el Estadio Monumental de Buenos Aires. Los ojos de todo el mundo, ya no solo de Suramérica, se fijaron en esa selección que tocaba el balón con una destreza única, comandada por el Pibe y secundada por Asprilla, Rincón, Valencia y compañía. Por primera vez Colombia llegó como favorita para ganar el Mundial de Estados Unidos 94. La ilusión duró poco, pues el equipo fue eliminado en la primera fase. Pero el dolor más grande llegaría el 2 de julio, cuando asesinaron a Andrés Escobar. Con su muerte, vinieron la vergüenza, la tristeza, el desencanto.
En Francia 1998, cuando David Beckham le pidió la camiseta al Pibe en Francia, una era llegó a su fin. El crack de la melena dorada jamás volvería a la selección y todos nos sentíamos huérfanos. Sin norte. El eterno capitán se había marchado. Aquel que solía decirles a los compañeros antes de un partido importante: “Si están cagados, me la dan a mí”. Los años demostraron que el Pibe era irreemplazable.

El 29 de julio de 2001 llegó el primer título. “Colombia campeón”, la frase que tantos habían repetido en la mente se convirtió en una realidad luego de que la selección derrotara a México 1-0 en Bogotá. “¡El estadio El Campín es una locura!, ¡qué orgullo colombiano!”, gritaba el narrador Édgar Perea mientras que Iván Ramiro Córdoba, el capitán, levantaba en el aire la Copa América en medio de una lluvia de papelitos amarillos, azules y rojos.
La esperanza que se apaga y la luz que la enciende
Vendrían años difíciles. El equipo de Luis Augusto el 'Chiqui' García no convencía a nadie. La selección perdió la identidad que le había dado Maturana. Ya no hubo más juegos vistosos: Colombia se convirtió en una selección sin alma.
Colombia no logró clasificar a los tres mundiales siguientes. Solo en 2012, cuando José Pékerman, un argentino de canas llegó a comandar el banco de Colombia, el orgullo por la selección volvió a renacer. Pékerman llevó al Mundial de 2014 una nómina de lujo que logró la mejor presentación en los mundiales: Colombia clasificó a cuartos de final y quedó quinta en el torneo. Y aunque Falcao, la gran figura del partido, no jugó por una lesión, James Rodríguez lo suplió, y se hizo grande; tanto, que fue goleador del Mundial con apenas 22 años. Con Pékerman, Colombia clasificó también al Mundial de Rusia en 2018.
Hoy la selección volvió a enamorar a los colombianos. La que comanda un exdefensor argentino que jugó la final del Mundial de Italia 90. Un tal Néstor Lorenzo, en quien pocos creían cuando llegó a reemplazar a Rueda, ha devuelto un cariño unánime.

Cuánta agua ha corrido en todos estos años, ¿no es así? Cuántas tristezas y cuántas alegrías. Cuántos gritos de gol frente a los televisores. Que la camiseta amarilla les hable a quienes buscan llegar a la final y les cuente sus secretos. Que sientan el grito de un gol de Falcao y el puño cerrado de Iguarán al viento. Que les hable de las zancadas de Rincón y de las manos de hierro de Higuita, Ospina, Córdoba y Calero. Que Ríos y Lerma sientan el coraje de Leonel y la roca Sánchez palpitando dentro. Que la grandeza de Valderrama les cubra el pecho. Que venga el alma de todos los que la han lucido: el espíritu de cada guerrero. Que hable la tricolor y les recuerde que esta historia es larga, que es tiempo de hazañas, y también de creer en serio.
