Democracia y violencia: ¿son las palabras totalmente inofensivas?
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Sandra Borda, doctora en Ciencia Política y Secretaria de Relaciones Internacionales de Bogotá, muestra la relación que existe entra esas formas de comportamiento.
Por: Sandra Borda
Uno de los objetivos principales de las reglas del juego democrático, sino el más importante, es regular la tensión que se produce como resultado de las formas distintas de ver el mundo y de cómo resolver sus problemas que tenemos los seres humanos. En esencia, y aunque a veces algo tan simple sea olvidado, el poder del Estado es un mecanismo (no un fin), una herramienta que existe para tramitar los dilemas propios de la acción colectiva que se generan en la medida en que. por una razón o por otra, tendemos a vivir en grupos, en sociedad. Tenemos versiones divergentes sobre cómo resolver esos problemas y la democracia existe para evitar que, en el intento por hacernos al poder del Estado, estas diferencias sean zanjadas a las malas, a través del uso de la fuerza.
En otras palabras, la democracia es un antídoto contra la violencia. No es descabellado incluso decir que, entre más democracia, menos probabilidades de uso de la fuerza ilegítima tendremos en nuestras sociedades. Sin embargo, y es aquí donde reside el dilema propio de este tipo de regímenes políticos, si equivocadamente asumimos que ‘más democracia’ significa una competencia por el poder político en la que cualquier cosa que no sea la violencia física se vale y es aceptable como instrumento electoral, si asumimos que en la puja por el poder político no existe la necesidad de auto-restringirnos, de construir un discurso político responsable, entonces esa misma forma de ejercer la democracia nos puede llevar automáticamente a su destrucción.
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Entre más democracia, menos probabilidades de uso de la fuerza ilegítima tendremos en nuestras sociedades
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Permítame el lector hacer uso de un ejemplo para ilustrar el argumento. Durante los años más cruentos de la guerra entre las guerrillas y el Estado colombiano, una buena parte del establecimiento político desarrolló un argumento destinado a debilitar políticamente a sus contendientes de izquierda. El argumento siempre tendía a sugerir, unas veces más explícitamente y otras menos, que cualquier fuerza política de izquierda en este país estaba vinculada con la izquierda armada e ilegal, de una forma u otra. De hecho, y hasta hace muy poco tiempo, ese mismo establecimiento se encargó de debilitar y minar la protesta social afirmando que era sólo una fachada o una forma de manipulación de los grupos alzados en armas.
Alguien puede sugerir que ese argumento es parte de un discurso político al que tienen derecho quienes desean mantenerse en el poder. Al final, es sólo discurso, simples palabras. Sin embargo, esas ‘simples palabras’ convirtieron en víctimas de ejecuciones extrajudiciales y de desapariciones forzadas a miles de líderes y políticos de izquierda. Hasta el punto de que prácticamente desaparecieron a la izquierda del panorama político colombiano por casi un siglo y la dejaron reducida a una fuerza minoritaria. Luego, un discurso político irresponsable y plagado de falsedades convirtió nuestra democracia en un régimen restringido, limitado, donde la competencia por el poder tenía lugar sólo entre unos pocos y la pluralidad ideológica prácticamente se desvaneció. Por eso fuimos, probablemente, el único país de la región que llegó al siglo XXI sin haber tenido un gobierno de izquierda.
El discurso político no es inofensivo: tiene la capacidad de generar/alimentar/incitar a la violencia. Su razón de ser en la democracia es la de constituirse en el lugar de articulación de argumentos y puntos de vista opuestos. Usar el discurso político como una herramienta de aniquilación real o simbólica del adversario es posible en democracia, pero no es una forma democrática de hacer política. Que la libertad de expresión nos permita muchas cosas en la competencia por el poder, debería llamarnos a un uso responsable de esa libertad y no a empujar sus límites hasta hacer reventar el régimen político.
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El discurso político no es inofensivo: tiene la capacidad de generar/alimentar/incitar a la violencia
En otras palabras, la estrategia política en democracia no debe estar diseñada y no debe implementarse con el objetivo último de eliminar física o políticamente a los contendores. Es más, todos deberíamos comprometernos con que cada vez ingresen más personas y más grupos políticos a la competencia por el poder. Por eso, la discusión debería estar en el plano de quién propone las mejores opciones de política pública para resolver los problemas, y no quién es ‘más hábil’/’más zorro’ para destruir contendores a punta de falsedades, mentiras o difamación. El problema es que lo primero es aburrido, mientras lo segundo activa emociones humanas fácilmente. Pero que quede claro: el primer juego –aburrido y todo– es el de quienes están comprometidos con las reglas del juego de la democracia. El segundo es el juego de aquellos que aspiran a ser, al final, la única alternativa de poder que quede disponible
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La estrategia política en democracia no debe estar diseñada y no debe implementarse con el objetivo último de eliminar física o políticamente a los contendores