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¿Puede la lotocracia salvar la democracia?
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Las pasiones políticas actuales y el deterioro del debate democrático, además del tipo de comunicación que imponen las redes sociales, amenazan los ideales democráticos. Entre las propuestas para sacarlos de la crisis está esa innovadora alternativa que hoy entrega resultados prometedores en algunos países europeos.

Me pregunto qué dirían Rousseau, Montesquieu, Locke o Madison si fuesen testigos de los problemas que aquejan a la democracia actual, un sistema político que ellos concibieron hace más de dos siglos. Qué pensarían, por ejemplo, al ver la pérdida de confianza en las instituciones y las amenazas de populismo y plutocracia que actualmente se ciernen sobre las democracias del mundo. ¿Seguirían pensando lo mismo que hace más de dos siglos, cuando diseñaron las instituciones que hoy nos gobiernan? Probablemente no: creerían, en cambio, que para mantener vivos los ideales democráticos, se necesita un rediseño que adapte lo que ellos propusieron a las condiciones del mundo actual.
Los pensadores modernos, tanto los que mencioné como otros, a pesar de sus desacuerdos, estaban convencidos de que, si bien el poder político debe obedecer a la voluntad popular, esta debe ser canalizada a través de procedimientos legislativos, decisiones judiciales y leyes constitucionales. Hay que dejar que el pueblo se manifieste (de eso estaban seguros), pero hay que hacer todo lo posible para que esa expresión popular no se vuelva pasional y explosiva. Madison, por ejemplo, decía que la suerte de la democracia dependía de su capacidad para evitar ese vicio de la política que consiste en que los partidos obedecen más a sus intereses privados que al bien público, un vicio que él denominaba faccionalismo.
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Me imagino a Rousseau y a Locke alarmados por las pasiones políticas actuales y por el deterioro del debate democrático. Siempre ha habido –tal vez diría Locke– pasiones políticas desbordadas que amenazan las instituciones democráticas, pero su impacto social e institucional ha cambiado mucho con la tecnología: hace un par de siglos la gente debatía en los espacios públicos de la ciudad (parlamento, plaza pública, foros, etc.) y a través de la prensa. Hoy, en cambio, la democracia está en riesgo por el tipo de comunicación que imponen las redes sociales, que enardecen a la gente y malogran la conversación política. Me imagino a Rousseau alarmado por el menoscabo del debate democrático en esos espacios virtuales y acusando de ese mal a los grandes emporios económicos por haber impuesto un modelo de negocio que propicia la comunicación emocional a través de algoritmos que manipulan la voluntad de los electores.
Hoy circulan numerosas propuestas que intentan hacer lo que habrían hecho aquellos pensadores modernos si pudieran observar lo que ocurre en el mundo actual: reformar la democracia. Muchas de esas propuestas ven en los partidos políticos la causa principal de la crisis y por eso proponen sacarlos del juego democrático. Pero, ¿qué hacer con el vacío dejado por ellos? Aquí surgen dos ideas opuestas. La primera propone acabar con la representación política y devolverle al pueblo (como en Atenas) todo el poder de decisión, es decir instaurar una democracia directa. La segunda, en cambio, propone continuar con la representación popular, pero no a través de los partidos sino instaurando un sistema de sorteo, lo cual se conoce como lotocracia.
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Hay que dejar que el pueblo se manifieste (de eso estaban seguros), pero hay que hacer todo lo posible para que esa expresión popular no se vuelva pasional y explosiva
Sobre la democracia directa hemos escrito varias columnas en este proyecto y en ellas hemos explicado los peligros populistas y las dificultades de implementación de esta propuesta, todo lo cual, no sobra decirlo, fue anticipado por los teóricos de la democracia moderna. Aquí solo me voy a referir, brevemente, a la segunda propuesta, es decir, a la lotocracia.
La idea viene de la Grecia clásica, fue implementada en el renacimiento por algunas ciudades italianas y hoy ha sido rescatada en países como Canadá, Islandia, Holanda e Irlanda con resultados prometedores: en Irlanda, por ejemplo, la lotocracia dio lugar a un referendo que aprobó masivamente el matrimonio para parejas del mismo sexo. En su versión actual, la lotocracia se limita a los órganos colegiados y presenta múltiples variaciones que van desde crear un órgano temporal para hacer una sola ley hasta organizar un nuevo Congreso, pasando por limitar el sorteo a una sola de las cámaras.
A simple vista, la lotocracia no parece una buena idea: es probable que quienes salgan elegidos no tengan experiencia en los asuntos públicos ni la preparación e información que se requiere para hacer buenas leyes (a nadie se le ocurre elegir por sorteo al capitán de un barco, decía Jenofonte). Sin embargo, como lo muestra la experiencia de los jurados de conciencia en los juicios penales (también escogidos al azar), ciudadanos sin ninguna preparación pueden asumir funciones complejas con compromiso y tomar decisiones acertadas. Además, el argumento de la falta de conocimientos también valdría para impedir el voto de la gente que no está preparada (argumento del llamado voto censitario). El azar y el voto permiten que las leyes sean hechas por el pueblo, no solo por los mejores ni por los que más saben, y por eso son mecanismos democráticos.
Al menos tres razones explican el atractivo que hoy produce la lotocracia. En primer lugar, resuelve los problemas de falta de representatividad. Las elecciones dependen cada vez más del dinero para financiar una campaña electoral, lo cual reduce las posibilidades de elección a unos pocos. Por eso, entre otras razones, las asambleas electas por votación suelen ser poco representativas. En el Congreso de los Estados Unidos, por ejemplo, los millonarios y los blancos están sobrerrepresentados (50 por ciento y 75 por ciento respectivamente) y las mujeres solo tienen el 28 por ciento de los escaños. La lotocracia, en cambio, por virtud del azar, es representativa. En segundo lugar, el sorteo elimina los vicios clientelistas y los compromisos que los candidatos adquieren para financiar sus campañas; y finalmente, reduce la politización de los representantes y con ella la polarización que es propia de la manera como se hace política hoy en día.
Sin embargo, las razones para dudar de las bondades de la lotocracia también son de peso. Señalo solo tres. La primera es que sacar a los partidos del juego conlleva un costo democrático demasiado alto. En una sociedad pluralista, los partidos son una expresión de las divisiones internas que existen en esa sociedad. Cada partido, en sus programas políticos, afina y traduce una visión de la sociedad y la somete a la voluntad del pueblo. Sin ellos, el debate democrático no solo pierde vitalidad, riqueza y sofisticación, sino capacidad para para poner a disposición del votante los modelos de sociedad que representan los partidos. Un órgano colegiado elegido por sorteo supone que la voluntad popular es única y que puede ser tramitada de manera mecánica, sin las complejidades de la negociación política entre esas visiones en conflicto.
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En una sociedad pluralista, los partidos son una expresión de las divisiones internas que existen en esa sociedad
La segunda objeción es que con la lotocracia se debilita la responsabilidad política y eso debido a que los escogidos por azar, al estar un solo un período en sus cargos, crean una situación de recambio permanente que dificulta el control político. Los partidos, en cambio, pueden ser castigados por el voto, lo cual inculca en ellos la necesidad de adaptarse para responder al querer popular.

La tercera es que los ataques contra la lotocracia suponen que los vicios de los partidos políticos son irredimibles, lo cual es dudoso, por decir lo menos. ¿Es tan dramática la degradación de los partidos que justifica el abandono de la democracia representativa? Tal vez no y por eso hay que tener cuidado con no destruir lo esencial, que es permitir que la voluntad popular se exprese, por remediar lo parcial, que es detener la degradación de la política partidista. Caer en esa trampa equivale, como reza el famoso dicho, a “botar al bebé con el agua sucia de la bañera”.
Esto explica que hoy en día haya propuestas intermedias que plantean la combinación de la lotocracia con la representación convencional y que sean estas, en el terreno intermedio, entre los mecanismos electorales convencionales y la selección de representantes por sorteo, las más promisorias.
La tecnología, la concentración del poder económico, la crisis del derecho internacional, el malestar emocional de las nuevas generaciones, entre otros hechos, han puesto a la democracia en aprietos, a tal punto que hoy muchos se plantan una disyuntiva de abandono o reforma. En los tiempos que corren se ensanchan las filas de los que optan por el abandono, como lo muestra el auge del populismo en sus muy diversas manifestaciones o simplemente el fatalismo que desaprueba todas las opciones y se refugia en la vida privada o en el nihilismo de las redes sociales.
La reforma, por su parte, es difícil, implica mucha imaginación, ensayo y error y mucha conversación democrática, abierta y pluralista. Pero no parece haber otra alternativa que la reforma, al menos para quienes no estamos dispuestos a asumir los riesgos que entrañan las alternativas no democráticas: no es la primera vez en que la historia nos pone en esta disyuntiva y ya sabemos las terribles consecuencias que se desataron en el pasado por haber abandonado los ideales democráticos. Hay que seguir en la brega, sin caer en la ingenuidad o en el fatalismo, tal como lo hicieron los fundadores de la democracia moderna cuando diseñaron las instituciones democráticas que rigen actualmente.
