La crítica marxista a la democracia colombiana

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10 Marzo 2025 06:03 am

La crítica marxista a la democracia colombiana

El largo y complejo recorrido que han hecho los movimientos de izquierda en la vida republicana de Colombia, desde su inicio hasta hoy, cuando está en el poder.

Por: Jorge Orlando Melo

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Durante el siglo XIX, los promotores de las movilizaciones artesanales se apoyaron en la experiencia europea para criticar la democracia en Colombia. Esta fue vista, desde 1848, como ejemplo de una falsa democracia que reproducía los males europeos: suponía la igualdad de todos los hombres y les prometía el poder mediante la democracia representativa, pero escondía la profunda desigualdad social del sistema que impedía su funcionamiento real. Un ejemplo fue el ataque de los dirigentes liberales y conservadores en 1854 a la dictadura del general José María Melo, quien había decidido apoyar las peticiones de protección aduanera de los artesanos. Esta dictadura cayó a fines de ese año y fue reemplazada por el gobierno de Manuel María Mallarino y luego por el de Mariano Ospina Rodríguez, elegido por voto universal directo. Esta coalición escribió una nueva Constitución en 1858 que estableció la Confederación Granadina, reemplazando la de 1853 y confirmando el triunfo de la alianza oligárquica. Esta Constitución, basada en ocho estados agrupados por acuerdo común, condujo a la de 1863, que eliminó la ciudadanía universal concedida en 1853 y mantenida en 1858, la cual daba a todos los varones casados o mayores de 21 años el derecho al voto y a ocupar cargos públicos.

Desde 1863, en un marco federal, cada Estado definió la ciudadanía, permitiendo a las oligarquías crear el sistema que mejor convenía a su triunfo. Los liberales mantuvieron el poder en la mayoría de los estados mediante procedimientos fraudulentos o violentos, aunque permitieron que en Antioquia gobernara casi siempre el conservatismo, lo mismo que ocasionalmente en el Cauca y el Tolima. El poder regional, obtenido mediante fraude o violencia, era esencial para conservar el poder nacional, generando numerosas revueltas y guerras civiles estatales.

En 1880, las élites dirigentes fortalecieron el poder presidencial estableciendo la unidad política en vez del federalismo, lo que se hizo en la Constitución de 1886. Esta concedió el derecho al voto pleno únicamente a varones adultos que supieran leer y escribir y tuvieran ingresos mínimos, garantizando que la mayoría quedara excluida. El sistema se basaba en la elección indirecta del presidente por Asambleas Electorales, al igual que la elección del Congreso. Como esta Constitución llevó, entre 1886 y 1904, al control casi total del poder por un sector conservador, en 1910, tras un período de colaboración entre partidos impulsado por el general Rafael Reyes, una reforma constitucional estableció la representación proporcional obligatoria de los dos primeros partidos y la elección directa de Asambleas Departamentales y Cabildos Municipales por todos los varones.

Este sistema excluía a los sectores populares que no cumplían con los requisitos de alfabetismo e ingresos. El descontento obrero, principalmente artesanal, se manifestó en revueltas en Bogotá (1893 y 1912) que fueron reprimidas violentamente, llevando a los dirigentes populares a proponer la creación de partidos obreros para lograr representación. Las protestas se intensificaron desde 1912 con paros nacionales, culminando en la fundación del Partido Obrero en 1918. Las huelgas, dirigidas por líderes como Ignacio Torres Giraldo y María Cano, se concentraron en el transporte, la construcción vial y enclaves extranjeros como empresas petroleras y bananeras.

El derecho a huelga se legalizó en 1918, aunque sufrió restricciones en 1919 cuando las protestas adoptaron consignas como ‘viva el bolchevismo’ y ‘viva la revolución’. En 1926, influenciado por la revolución rusa y movimientos europeos, difundidos por inmigrantes e intelectuales como Vicente Savitzky en tertulias bogotanas, se formó el Partido Revolucionario Socialista, que se unió a la Internacional Comunista en 1928. Se destacaron las huelgas de la Tropical Oil en Barrancabermeja (1924-1925) y la huelga bananera del Magdalena, duramente reprimidas. Como señaló Torres, “la fuerza política principal que movilizaba al pueblo por la senda revolucionaria era la propaganda que hacíamos del sistema soviético”. Este clima de conflicto dividió al país, con el gobierno advirtiendo sobre una amenaza comunista. La brutal represión conservadora fortaleció a líderes liberales como Jorge Eliécer Gaitán y Gabriel Turbay, contribuyendo al triunfo de Enrique Olaya Herrera en la elección presidencial de 1930. En este contexto surgieron movimientos indígenas como el de Quintín Lame, mientras la Iglesia promovía organizaciones obreras, cooperativas y publicaciones como el Obrero Católico en Medellín.

El derecho a huelga se legalizó en 1918, aunque sufrió restricciones en 1919 cuando las protestas adoptaron consignas como “viva el bolchevismo” y “viva la revolución

El Partido Comunista (PC), influido por asesores de Moscú, optó por aliarse con los liberales, uniéndose al frente popular de Alfonso López en 1936. Siguiendo directrices internacionales, especialmente del Partido Comunista estadounidense, apoyó a los liberales contra el fascismo, particularmente desde la entrada de Estados Unidos en la guerra en 1939. El PC estableció bases en zonas cafeteras como Sumapaz y Tequendama, logrando representación significativa en el Concejo de Viotá como vocero de los campesinos frente a propietarios y autoridades conservadoras.

La violencia planteó nuevos dilemas al PC: hasta 1948 mantuvo su alianza con los liberales, pero el asesinato de Gaitán y el inicio de la violencia generaron nuevas perspectivas. Se formaron guerrillas liberales contra la represión conservadora, y en zonas de autodefensas surgieron grupos armados con participación de miembros comunistas. El debate fundamental era sobre el camino de la revolución colombiana: ¿desarrollo electoral como en países ricos, revolución obrera como en Rusia, o campesina como en China? La dictadura militar de 1953, establecida para frenar el radicalismo de Laureano Gómez, fortaleció las guerrillas comunistas en 1954 al atacar los grupos de Villarrica, provocando su migración al sur del Tolima y Caquetá, donde formaron grupos armados más amplios. El Frente Nacional (FN) de 1958 no alteró significativamente esta situación: estableció una coalición que concentraba el poder en grupos empresariales y políticos tradicionales, excluyendo nuevos partidos. El PC, previamente ilegalizado por Rojas Pinilla, apoyó el plebiscito que creaba el FN pues, aunque limitaba su participación electoral, le permitía publicar periódicos, organizar sindicatos y participar en la política sin persecuciones extremas. 

Crédito: Germán Hernández y Carlos Sanabria.
Crédito: Germán Hernández y Carlos Sanabria.

Durante el Frente Nacional, el movimiento obrero radical siguió una política basada en que la desigualdad social –que impedía el funcionamiento democrático– se superaría mediante una revolución socialista, inspirada desde 1961 por el modelo cubano.

El Frente Nacional impulsó el desarrollo económico mediante exportaciones, apoyo cafetero y protección industrial, con respaldo bipartidista. Buscó debilitar los movimientos populares ofreciendo concesiones sociales: educación universal, juntas de acción comunal y servicios sociales, muchos administrados por entidades privadas como las Cajas de Compensación Familiar, que proporcionaban servicios médicos, mercados populares y financiación de vivienda. Entre 1968 y 1972, en un ambiente agitado, estudiantes universitarios radicalizados y organizadores campesinos promovieron los proyectos oficiales de reforma agraria, encabezados por la Alianza Nacional Campesina (Anuc) y apoyados con vacilación por los gobiernos liberal-conservadores.

La reforma urbana, impulsada por el Estado, fue un proyecto particularmente exitoso. Entre 1960 y 1980, las ciudades crecieron aceleradamente por la migración rural, formándose barrios sin servicios básicos en tierras privadas invadidas por migrantes. Algunos sectores empresariales pensaban razonable resolver el problema rural mediante el traslado masivo de población a las ciudades.

Entre 1960 y 1980, las ciudades crecieron aceleradamente por la migración rural, formándose barrios sin servicios básicos en tierras privadas invadidas por migrantes

Siguiendo las recomendaciones del asesor Lauchlin Currie, el gobierno de Misael Pastrana Borrero creó en 1971 un sistema de financiación de vivienda basado en unidades de ahorro de valor constante, protegidas contra la inflación. El sistema prosperó, transformando las ciudades: los recursos públicos establecieron servicios básicos, mientras el ahorro privado financió el desarrollo de barrios populares con edificios de ‘interés social’, apoyados por la banca pública y privada. El Frente Nacional logró así un rápido desarrollo urbano, aunque dejó pendientes los problemas rurales.

El nuevo electorado urbano, aunque de origen liberal y conservador, perdió interés en la confrontación entre estos partidos, se preocupó más por la inflación y los problemas cotidianos y se distanció del tradicional enfrentamiento partidista. En 1970, apenas con 12 años de Frente Nacional, los votantes urbanos casi eligen al opositor Rojas Pinilla, cuyos partidarios alegaron que la elección fue robada mediante fraude en el recuento de votos.

Pero el descontento persistía en las ciudades y el campo. Los universitarios adoptaron el marxismo como explicación sociopolítica, viendo un país dominado por una oligarquía indiferente a las necesidades populares. El desarrollo urbano generó una población pobre y desorganizada, aunque con sindicatos relativamente sólidos. Se percibía un deseo de cambio social radical, pero los mecanismos electorales obstaculizaban esta posibilidad. Esto llevó a estudiantes, intelectuales y líderes de izquierda a abrazar la revolución socialista.

Surgieron nuevas guerrillas como el ELN (1966), el EPL (1969) y el M-19 (1974), que tuvieron apoyo popular pese a enfrentar una represión severa y frecuentemente arbitraria e ilegal.

El PC enfrentaba el dilema de conjugar su vínculo histórico con la lucha armada guerrillera y la participación política legal urbana, esta última limitada por la represión y la falta de perspectivas electorales. Entre 1961 y 1969 apoyó grupos de izquierda liberal como el MRL, que ofrecían respaldo a Cuba y servían de canal de participación electoral. Sin embargo, sus líderes urbanos dudaban sobre la conveniencia de una revolución armada, incluso después de que el movimiento rural comunista impulsó la creación de la guerrilla vinculada al PC, las Farc, en 1965.

En 1961, el PC adoptó la estrategia de ‘combinación de las formas de lucha’, que le permitió mantener una posición ambigua: apoyaba grupos armados rurales mientras promovía organización obrera y participación política legal en las ciudades. El conflicto rural servía como marco de apoyo y escuela para la lucha urbana, aunque la prioridad era desarrollar la organización obrera y la conciencia socialista en las ciudades. Entre 1958 y 1964, el PC se enfocó en sus organizaciones obreras, mientras daba un apoyo vacilante y conflictivo a la lucha armada campesina, situación que generó conflictos internos y llevó a la expulsión de líderes como Pedro Vásquez y Diego Montaña Cuéllar. En 1964, el Gobierno, influido por la visión estadounidense del conflicto comunismo-capitalismo, atacó a Marquetelia, zona de presencia guerrillera, buscando frenar la revolución armada y consolidar procesos democráticos.

En 1961, el PC adoptó la estrategia de ‘combinación de las formas de lucha’, que le permitió mantener una posición ambigua: apoyaba grupos armados rurales mientras promovía organización obrera y participación política legal

La democracia no fue central en estos debates. El PC respaldaba la dictadura del proletariado soviética y se mantuvo fiel a la línea internacional entre 1958 y 1964, incluyendo el apoyo a las tendencias autoritarias cubanas. Sin embargo, dirigentes como Gilberto Vieira tenían experiencia en el trabajo con el reformismo liberal. El PC evitó elegir entre lucha armada y legal, manteniendo simultáneamente el apoyo a guerrillas mientras organizaba el movimiento obrero urbano y fortalecía grupos intelectuales que usaban el marxismo para definir la estrategia revolucionaria que llevaría al socialismo.

De 1964 a 1978, el PC dirigió nominalmente un proyecto revolucionario armado, principalmente a través de las Farc y su líder Manuel Marulanda. Este proyecto se fortaleció en los setenta y ochenta, durante la agitación social del movimiento campesino de la Anuc y el descontento con el FN, promovido por el MRL y la Anapo. Sin embargo, el PC anhelaba un movimiento electoral y el retorno a la política democrática, confiando en que la población elegiría libremente a dirigentes revolucionarios para establecer el socialismo.

Curiosamente, esta estrategia no desarrolló proyectos reformistas significativos: las organizaciones indígenas y los avances en derechos de la mujer debieron poco a las propuestas comunistas. Los sistemas de salud y pensiones surgieron como concesiones gubernamentales. El tema guerrillero dominaba el debate político, facilitado por la población dispersa, la débil presencia estatal y el contexto internacional. La aparición del narcotráfico en los setenta transformó la política y economía nacional: primero con el comercio de cocaína y luego con plantaciones de coca que financiaron a las guerrillas mediante cobros a productores.

Desde 1981, esto se combinó con negociaciones que buscaban reducir ataques oficiales y regular el conflicto. Los gobiernos veían atractiva la posibilidad de disminuir la violencia a través de dirigentes urbanos considerados ‘mamertos’. En 1982, Belisario Betancur intentó frenar las guerrillas, especialmente al M-19, menos rígido ideológicamente. Las negociaciones, que avanzaron durante el gobierno Barco, llevaron a la Asamblea Constituyente de 1991, que permitió la participación de terceros partidos y estableció mecanismos de derechos humanos y descentralización. 

No obstante, el PC y las guerrillas mantenían su convicción de que la lucha armada los fortalecía hacia una eventual toma del poder, respaldada por resultados electorales legítimos. En este contexto, las Farc buscaron fortalecer sus apoyos electorales creando, en 1985, la Unión Patriótica (UP) para promover sus objetivos en localidades rurales. Era un partido legal compuesto por civiles, reconocidos localmente como vinculados a la guerrilla. Su participación política abierta y desarmada los convirtió en víctimas de grupos armados respaldados por carteles de droga y agentes estatales. La masacre de la UP fue una tragedia colectiva: sus miembros sentían que las Farc no les brindaban apoyo suficiente, “poniéndoles una lápida en el pecho”. Desde 1991, empresarios rurales, muchos vinculados a la coca, defendieron el sistema contra el auge guerrillero y la agitación post-reforma constitucional, especialmente cuando las negociaciones (1998-2002) parecían próximas a conceder control territorial a las Farc.

Las negociaciones con las guerrillas incluyeron el respeto al Derecho Internacional Humanitario, lo que la impactó inesperadamente, pues debió responder por violaciones como secuestro y muerte de civiles. El caso de Bojayá fue emblemático: en mayo de 2002, un ataque guerrillero a paramilitares refugiados en una iglesia causó más de 70 muertes civiles. En 2001, Amnisty International condenó a las Farc por ejecutar dirigentes y funcionarios no combatientes. La guerrilla calificó a Bojayá como “error involuntario” y “hechos que la guerra va generando al margen de nuestra voluntad”.

En 2001, el electorado, sobre todo urbano, eligió a Álvaro Uribe, quien prometía frenar a las Farc. Uribe negoció con paramilitares y aprovechó el descontento popular por los secuestros y otros excesos guerrilleros. Logró éxitos significativos gracias al fortalecimiento militar impulsado por el Plan Colombia, apoyado por Estados Unidos durante el gobierno de Pastrana, para combatir la coca. Sin embargo, también respaldó encubiertamente acciones ilegales, ‘falsos positivos’ y paramilitarismo. Esto, aunque lo fortaleció inicialmente, debilitó su respaldo mientras la izquierda reformista ganaba apoyo. Uribe captó apoyo masivo de sectores que veían a las Farc como enemigos, y el uso del poder militar, respaldado por el Plan Colombia, llevó a golpes decisivos contra las Farc. Debilitada, en 2008 la guerrilla inició negociaciones con el gobierno de Santos que culminaron en el acuerdo de paz de 2016.

En el PC predominó siempre la propuesta electoral, promoviendo movimientos legales desde los setenta con el MAC (Movimiento Amplio) y la UNO (Unión Nacional de Oposición), y el proyecto Firmes, que presentó a Gerardo Molina como candidato presidencial en 1982. Tras la tragedia de la UP y el asesinato de Jaime Pardo y Carlos Pizarro (1991), la búsqueda de alternativas legales llevó a crear el Polo Democrático. La fatiga urbana con la violencia y el descontento con la ineficacia administrativa gubernamental benefició alternativas electorales de izquierda como Carlos Gaviria (que obtuvo 20 por cienti en 2006) y logró elegir alcaldes reformistas en Bogotá como Lucho Garzón (Polo, 2004) Samuel Moreno (Polo, 2009) y Gustavo Petro (2012).

Las campañas de estos candidatos normalizaron la retórica democrática que el PC promovía: el lenguaje político, la confrontación electoral y la defensa de derechos humanos y el reformismo penetraron en la izquierda. 

El acuerdo de paz nunca tuvo apoyo mayoritario de la población. Esta, principalmente urbana y fatigada por la violencia guerrillera, respaldaba tanto las estrategias reformistas del Gobierno como las protestas contra la guerrilla y contra las políticas menos populistas de los gobiernos. El acuerdo mismo fue rechazado por una pequeña mayoría en el año de su firma: 2016.

El objetivo revolucionario era establecer una democracia en su sentido más profundo, eliminando los elementos de discriminación y desigualdad surgidos de la propiedad privada de los medios de producción. Esto exigía eliminar la propiedad privada de las empresas, algo que figuró marginalmente en los programas de izquierda, que fueron orientándose hacia posturas cada vez más reformistas: buscaban apoyar cambios sociales y políticos similares a los de los socialistas europeos o incluso a los empresarios del país con una visión más social del Estado.

La fatiga urbana con la violencia y el descontento con la ineficacia administrativa gubernamental benefició alternativas electorales de izquierda

Tras el acuerdo de paz de 2016, las Farc y el PC abandonaron la lucha armada. Actualmente, solo el ELN, influido por su integrismo religioso, apoya el uso de las armas. La izquierda abandonó además la búsqueda del socialismo tradicional (eliminación de clases sociales, nacionalización de medios de producción), adoptando una visión más cercana al liberalismo radical: derechos humanos y mejoras institucionales. Sus proyectos sociales son reformistas, aceptando los programas oficiales convencionales de educación universal, salud y subsidios a sectores vulnerables (familias pobres con niños estudiando, adultos mayores, pensionados, obreros sin contratos formales), mientras apoya protestas populares contra los impuestos, las alzas de precios, la inseguridad y la corrupción.

En el siglo XXI, las coaliciones de izquierda abandonaron sus programas históricos, buscando condiciones prácticas favorables mediante alianzas con liberales. Poco a poco aumentaron su respaldo popular y, en 2018, tras un gobierno gris que enfrentó la pandemia mientras intentaba organizar las finanzas públicas, provocando amplias protestas callejeras, la mayoría eligió a Gustavo Petro, ex guerrillero con más de dos décadas apoyando la democracia electoral y clientelista.

Su proyecto, sin embargo, no era claro: aunque su retórica fue vista como radical por empresarios que temían un giro socialista, se ha centrado en la defensa del medio ambiente y el apoyo o la reforma de proyectos adoptados por los gobiernos derivados del Frente Nacional, como subsidios sociales y servicios públicos como salud y pensiones. Su lenguaje ha sido más radical que sus programas y su gestión, y es más bien un gobierno de centro con retórica populista de izquierda, que le habla a la gente de la calle o del territorio, a las mujeres, a los indios y a los afrocolombianos, más que a las clases sociales, obreras o campesinas.  

En el contexto actual, una estrategia de reformas parece razonable, aunque no hay claridad sobre cuáles son importantes. El desarrollo económico previsible podría financiar adecuadamente pensiones, salud y otros servicios. El debate ya no es entre socialismo y capitalismo, ni siquiera entre ‘socialismo democrático’ o ‘capitalismo democrático’. La democracia sugiere que el equilibrio entre ambos debe resultar de escogencias populares. La población urbana, muy moderada, busca gestión policial eficiente, precios bajos y control de especulación, violencia y corrupción. Sin embargo, la izquierda mantiene dos herencias del pasado: la creencia en que todo se resuelve con nuevas leyes y la preferencia por la gestión estatal sobre la privada en los servicios públicos.

Existe la posibilidad de desarrollar organizaciones territoriales rurales que favorezcan la participación local y empoderen a campesinos y exdirigentes guerrilleros. Sin embargo, esto ha chocado con la economía de la coca, que penetró en muchos organismos guerrilleros. El Gobierno enfrenta grupos que, aunque firmaron la paz, buscan mantener su control sobre economías ilícitas o cuestionables, centradas en cultivos de drogas, minería de oro y deforestación. Las ‘disidencias’ de las Farc, lideradas tras la muerte de los jefes históricos y los acuerdos de paz por antiguos comandantes apoyados en el ‘gramaje’, buscan mantener su poder local, aunque ya no crean en la revolución. 

La izquierda mantiene dos herencias del pasado: la creencia en que todo se resuelve con nuevas leyes y la preferencia por la gestión estatal sobre la privada en los servicios públicos

Excluyendo los sectores armados sin respaldo popular, se enfrentan dos proyectos políticos principales: el radical del Pacto Histórico, conformado por los viejos partidos de izquierda, incluido el casi desaparecido Partido Comunista, que busca cambios indefinidos pero, a pesar de su retórica marxista y de su lenguaje de apoyo a las minorías identitarias, mantiene la confianza en un capitalismo regulado por el Estado, y un proyecto empresarial que defiende ante todo la libertad económica de los productores frente a la regulación estatal.

Los electores urbanos, decisivos en futuras elecciones (2026, 2030, etc.), probablemente alternarán su apoyo según la eficacia gubernamental percibida. Al proyecto radical le exigirán control presupuestal y mantener el desarrollo económico; al de centro, condiciones sociales adecuadas, buenos servicios públicos, reducción de pobreza y desigualdad, y mejoras en defensa del medio ambiente. A ambos le pedirán sobre todo justicia y seguridad y reducir la corrupción. Es muy improbable un giro hacia el socialismo autoritario o las dictaduras represivas. Colombia ha consolidado el uso de los mecanismos electorales y la negociación entre líderes (que incluye muchas veces la corrupción) como formas de resolver los conflictos políticos y de gestionar diferencias.

El país atraviesa un período de polarización, pero los indicadores sugieren avances en la reducción de violencia y pobreza, en el desarrollo urbano y en servicios sociales como educación y salud. Probablemente, Colombia continuará siendo un país de grandes progresos, pero de fracasos simultáneos fundamentales.

 

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