Amelia Pérez, la mujer que tuvo que lavar platos para salvar su vida
Amelia Pérez tiene 66 años, fue fiscal de derechos humanos y pasó nueve años en el exilio en Canadá.
Crédito: Redes sociales
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Pérez podría haberse convertido en la próxima fiscal general de Colombia, pero renunció este 12 de marzo a la terna. Esta es la historia de cómo tuvo que huir del país y lavar platos en Canadá por más de una década.
Amelia Pérez Parra podría haberse convertido en la próxima fiscal general de Colombia. Su nombre fue postulado para la terna por el presidente Gustavo Petro, junto con el de Luz Adriana Camargo y Ángela María Buitrago. Pero cuando iba a realizarse la quinta sesión de votación este 12 de marzo, Pérez presentó su carta de renuncia.
“La decisión tomada, honorables magistradas y magistrados, obedece al surgimiento e interferencia de factores extraños a una tranquila y pacífica elección, los cuales han sido atravesados por episodios perturbadores, como, por ejemplo, el cuestionamiento a opiniones ajenas a la suscrita difundidas en las llamadas redes sociales, pero que, absurdamente, han sido a mí atribuidas sin fundamento alguno, en una anormal postura de querer aplicar el inexistente ‘delito de opinión’”, explicó la abogada en la misiva.
La historia de Amelia Pérez
Antes de que fuera ternada para fiscal general, los medios en Colombia no registraban noticia alguna desde hace 20 años, cuando tuvo que salir exiliada. Se fue el 23 de abril de 2003 cuando, siendo una de las fiscales más amenazada del país, su jefe, el entonces fiscal Luis Camilo Osorio, la hostigó públicamente, la calumnió y le quitó la seguridad. Entonces se refugió en Canadá con toda su familia, dejó el cartón de abogada y su experiencia como investigadora en una gaveta y se rebuscó la vida cuidando niños, haciendo aseo, y saltando matones para alimentar a sus dos hijos.
Para el momento en que dejó Colombia, Amelia tenía 46 años, un matrimonio y dos hijos entrando a la adolescencia. Tenía casa propia. Su madre estaba viva y su trabajo como juez de instrucción criminal y fiscal de derechos humanos la tenía en lo alto de la rama judicial. Por sus manos habían pasado los expedientes de Rodríguez Gacha, de los hermanos Castaño, las investigaciones por el asesinato del candidato presidencial Jaime Pardo Leal o de la senadora Martha Catalina Daniels, así como las indagaciones sobre masacres como la de Pichilín, el Aro, Trujillo o la bomba al Club El Nogal. Todo esto le dio un lugar en las listas negras de la época, por lo que tenía medidas cautelares de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Hoy tiene 66 años y no se ha podido pensionar. Volvió a Colombia hace 11 años, agotada de la vida en el exilio y con el duelo vivo por la muerte de su madre, Amelia Parra, quien en 2008 no aguantó más el frío de Quebec y regresó a Colombia para morir en su tierra y ser enterrada junto a su esposo, el doctor Nicodemus Pérez, abogado que le inculcó la pasión por el derecho. Fue precisamente en el edificio donde funcionaba la oficina de su padre que conoció a Gregorio Oviedo, exdirector del CTI en Antioquia y quien participó de la investigación sobre el Parqueadero Padilla, donde funcionaba la oficina de contabilidad de los paramilitares y cuyo desmonte dejó las piezas iniciales de los financiadores de la casa Castaño y su relación con empresarios y narcotraficantes del cartel de Medellín.
Así lo recuerda Oviedo: “Nos conocimos porque yo trabajaba de auxiliar de una magistrada en el Tribunal de Bogotá. Ahí tenía oficina el papá y ella llegaba a visitarlo. Un compañero nos presentó en 1985 y nos casamos a los tres años. Nos identificamos en la entrega y convicción con la que asumíamos nuestro trabajo. También supimos, desde el principio, que debíamos hacer abstracción del riesgo en el que vivíamos. Tuvimos un acuerdo tácito de no hablar de los peligros y los miedos. Hasta que unos días antes de irnos al exilio le dije: ‘estamos corriendo el riesgo de dejar a estos muchachos huérfanos de papá y mamá. Vámonos’”.
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Estamos corriendo el riesgo de dejar a estos muchachos huérfanos de papá y mamá. Vámonos’”.
Ya para ese momento, Amelia había conocido el rostro del miedo y la violencia. Recién graduada como abogada de la Universidad Libre de Bogotá asumió como juez en Chaguaní, Cundinamarca. Allí los casos eran de robos menores y riñas de cantina, pero al poco tiempo la enviaron de juez a Puerto Boyacá, cuando empezaba a entrar el paramilitarismo que luego montaría allí su primera base de entrenamiento y envío de sicarios a todo el país. De esos días, Pérez recuerda que no podía salir del casco urbano porque había un ambiente de temor y violencia generalizado. Regresó a Bogotá por el fallecimiento de su padre y al poco tiempo tuvo que empacar maletas para asumir como juez en Pacho, Cundinamarca.
De Gacha a la casa Castaño
Era el año 86 y cuando llegó encontró que el pueblo funcionaba a órdenes de Gonzalo Rodríguez Gacha, más conocido como el Mexicano. “A pocos días de haber llegado estaba en mi oficina y veo por la ventana que una camioneta se detiene frente a tres jovencitas y las hace montar. Con ingenuidad le dije al secretario que debíamos llamar a la Policía, que las niñas las habían secuestrado. El tipo me miró con cierta lástima y respondió que no era eso, que lo que pasaba es que había una fiesta en Cuernavaca (hacienda del capo) y que estaban recogiendo a las muchachas del pueblo”, relata la exfiscal de derechos humanos.
Tampoco olvida el día en que un abogado de apellido Tascón le advirtió que mejor se fuera del pueblo, que allí no había futuro para nadie, que solo encontraría muerte y corrupción. “Nunca volví a ver al señor Tascón”, sentencia Pérez, quien rápidamente descubrió que el Mexicano manejaba cada rincón del pueblo y del departamento. Un día Gacha mandó a invitar a todos los funcionarios judiciales a una de sus fiestas, pero Amelia le advirtió a los que trabajaban con ella que si alguno llegaba a ir tendría que asumir consecuencias profesionales. Estuvo dos años en Pacho, y ahí le tocó el caso por el asesinato de Pardo Leal. Cuenta que quienes participaron en el magnicidio llegaron a declarar armados y desafiando su autoridad de juez.
“Yo les quité las pistolas, les tomé las declaraciones y cuando salí del despacho me abordaron con amenazas y con la intención como de matarme. Yo empecé a gritar y me escabullí entre una gente que pasaba por ahí. Luego me metí en un local y le pedí al señor que estaba atendiendo que me ayudara”, recuerda. A partir de ese momento le fue asignado un esquema de seguridad, y era tanta la tensión que se vivía que el escolta tomaba distancia de su protegida. “Cuando le pregunté por qué se hacía tan lejos me respondió que para que si los mataban al menos gastaran dos balas”, sostiene. En ese ambiente y con la muerte pisándole los talones pidió un traslado, que en principio se lo negaron, y que luego, gracias a la doctora Graciela Gómez, le salvó la vida y la quitó de las fauces de Gacha.
Ahí pasó al juzgado 47 de instrucción criminal en Bogotá, que era como se denominaban los investigadores antes de que existiera la Fiscalía. Entonces le empezaron a llegar los expedientes de duros del país, como el del asesinato del defensor de derechos humanos Alirio Pedraza. No duró mucho en esa labor y el primero de julio de 1992 pasó de ser juez de instrucción penal a fiscal. Durante la Fiscalía de Alfonso Gómez Méndez integró la Unidad de Derechos Humanos que puso contra las cuerdas a militares como Rito Alejo del Río, empresarios como Víctor Carranza y evidenciaron que detrás de las masacres había un triángulo de complicidad entre paramilitares, narcos y fuerza pública.
El jefe de la Unidad de Derechos Humanos era Virgilio Hernández, quien definió a Amelia así: “Ante todo es una persona con una gran convicción de los efectos sociales que ha llevado a este país a grandes conflictos. Fue una integrante muy importante durante el tiempo que dirigí la Unidad Nacional de Derechos Humanos. Era muy dedicada, decidida y responsable. Se caracterizó por la cautela a la hora de tomar decisiones, y muy cuidadosa en la labor de recolección de pruebas. Lamentablemente ella tuvo que soportar el desmantelamiento de la Unidad de Derechos Humanos, cuando llegó el oprobioso fiscal Luis Camilo Osorio, quien en sus intereses políticos, maltrató a los fiscales de esa unidad, mancilló su honra y los persiguió. El manejo que le dio a la entidad fue para tapar nuestro trabajo, nos persiguió y deshonró. Todo eso lo vivió la doctora Amelia”.
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Era muy dedicada, decidida y responsable. Se caracterizó por la cautela a la hora de tomar decisiones, y muy cuidadosa en la labor de recolección de pruebas.
Otro de los fiscales de esa unidad de derechos humanos fue Pedro Diaz, hoy magistrado de la JEP. “Fuimos compañeros en 1998 y 1999. Después, me designaron jefe de ella. En ese entonces llevábamos muchos casos contra los paramilitares, militares, narcotraficantes o las Farc. La llegada del fiscal Osorio fue muy complicada. A mí, y a muchos de los fiscales que teníamos temas de paramilitarismo nos sacó. A los que no pudo echar los trasladó a lugares complejos, los hostigó y les quitó la seguridad”, expresó Diaz, quien la define como una mujer entregada al trabajo.
“En lo personal es una mujer de carácter, de convicciones, que no se amilanaba ni con los halagos ni con las amenazas. La recuerdo como una mujer obstinada en su trabajo. Después supe que salió del país y tuvo que vivir una situación muy difícil en Canadá. Me entristeció que tuviera que vivir eso, porque yo, que también tuve que exiliarme, recibí buenas oportunidades. Es una muy buena mujer y gran profesional”, agrega el magistrado sobre Amelia Pérez, quien por ese tiempo adelantaba la investigación por el asesinato de la senadora Martha Catalina Daniels. Un crimen cometido por su hermana, Sandra Lucrecia Daniels por quedarse con un dinero.
La fiscal perseguida por el fiscal
En 2001, la llegada de Osorio a la cabeza del ente investigador significó el infierno para los fiscales de la Unidad de Derechos Humano y en especial para Amelia. La unidad fue desmontada en medio de una lluvia de amenazas que llevaron a que la CIDH dictara medidas cautelares contra siete fiscales y dos investigadores del CTI que tenían altísimo riesgo de ser asesinados. “Esos fueron días de mucha tensión. Tenía encima la amenaza de los Castaño y la persecución dentro de la misma Fiscalía. Fue duro. La gente empezó a tener miedo de hablar con uno, a evitar el saludo, Había mucha presión”, recuerda la hoy ternada a dirigir el ente investigador que en algún momento la dejó sola por hacer su trabajo.
Y ese solo fue el abrebocas de su tragedia. El 7 de febrero, a las ocho de la noche, las Farc explotaron una bomba en el club el Nogal que dejó 36 perdonas asesinadas. “Era un viernes, yo estaba en mi casa con mis hijos, cuando llegó la noticia de la bomba. Hablé con un compañero fiscal que se fue a hacer los actos urgentes y quedamos a que al siguiente día yo tomaba el caso”, rememora Pérez. Pero lo que vino fue un pulso con el fiscal general, que le impuso un fiscal de apoyo del DAS y sugirió públicamente que Amelia no estaba adelantando la investigación con debida diligencia. Los siguientes días fueron de desencuentros con el fiscal de apoyo y al final le quitaron el expediente.
“La situación se tornó invivible dentro de la Fiscalía y en noviembre de 2002 solicité el retiro de la entidad”, revive la exfiscal como antesala del más difícil trance que ha enfrentado en su vida. Así lo recuerda su esposo, Gregorio Oviedo: “La fijación en el deber nos mantuvo lejos de pensar en los riesgos, pero llegó el momento en que no había salida. El exilio fue duro. Vivir en un lugar en contra de la voluntad de uno es muy difícil. El choque cultural y del idioma fueron una barrera infranqueable. Llegamos casi con 50 años. En Colombia éramos fiscales los dos, teníamos trabajo, condiciones. Enfrentar la vida en desventaja, sin posibilidades profesionales y sin el idioma era triste”.
Y continúa con su narración Oviedo: “Cuando llegamos a Quebec le dije: aquí somos analfabetas, nos tocaba hacernos entender por señas, trabajar en oficios marginales. La vida del inmigrante, que hace los trabajos que los locales no quieren hacer. Ella estuvo tendiendo camas en un hotel, cuidando niños, yo empaqué mercados en una tienda. La cotidianidad fue muy amarga”.
Desde la perspectiva de Amelia no fue menos dramático el capítulo del exilio. “Salimos el 23 de abril de 2003. Un vuelo eterno, una larga noche de dos días. Iba con toda mi vida. Con 17 familiares. Mi mamá, mis hijos, mi esposo, mis hermanas y sobrinos. Llegamos y cada núcleo se organizó en un pequeño apartamento en Quebec. Recuerdo a mi hijo que dijo: pasamos de tener todo a no tener nada’. Era un apartamento de dos cuartos, una pequeña sala y la cocina. Con el dinero del asilo no alcanzábamos a vivir y entonces nos tocó trabajar en lo que fuera. Cuidé niños, hice aseo en un hotel y hasta a mis hijos les tocó trabajar para sobrevivir. En 2009, mi mamá no se aguantó más el frío y se devolvió a Colombia a morir, a enterrar los huesos junto a mi papá. Lo más triste de todo fue no poder estar con ella en el último momento. Mis hijos y mis hermanas ni siquiera pudieron venir al sepelio”, recuerda, aguantando el llanto.
Al siguiente año, en 2010, Gregorio Oviedo tampoco aguantó más y se devolvió a Colombia con un contrato de un año. Y en 2012, tras nueve años de exilio, Amelia y sus dos hijos llegaron al aeropuerto El Dorado de nuevo con sus vidas en una maleta. Desde entonces, ha trabajado en investigaciones académicas y consultorías de derechos humanos con el Distrito. Los últimos diez años los pasó en el anonimato, hasta el pasado 2 de agosto, cuando el presidente Gustavo Petro la incluyó en la terna para ser fiscal general de la nación, la entidad a la que le entregó su vida y que a la vez le dio la espalda y la lanzó a un largo y doloroso exilio.