Ana Bejarano Ricaurte
15 Enero 2023 03:01 am

Ana Bejarano Ricaurte

LOS NOMBRES QUE FALTAN

Entre aquí para recibir nuestras últimas noticias en su WhatsAppEntre aquí para recibir nuestras últimas noticias en su WhatsApp

En las cenizas del año viejo se amontonaron todo tipo de noticias: Messi alzó la copa del mundo, se anunció un cese al fuego bilateral pero imaginario, Shakira arrastró a Piqué en una tiraera y Gustavo Bolívar reveló a la revista Semana que en el Congreso de la República funciona un esquema de “esclavización sexual” de mujeres. La denuncia da cuenta de una verdad silenciada que me transportó a 2014. 

Como secretaria privada del ministro de Justicia perdíamos bastante tiempo en el Congreso. Hacíamos todo y nada por horas en los pasillos del Capitolio: redactar proposiciones, explicar iniciativas, chismosear, comprar pan de queso en la esquina de la plaza. Es el transcurrir de las unidades de trabajo legislativo, asesores, jefes de prensa: la gente de la cual dependen los parlamentarios. Y en esa deambulación burocrática muy pronto fue evidente el estratégico y rancio pedestal que ocupaban las mujeres hermosas en el sistema de poder invisible que regía cada esquina del lugar.

En el equipo de un influyente congresista trabajaba una de ellas. Recuerdo sus ojos verdes incandescentes. Durante una trasnochada salvaje me confesó el horroroso sistema de premios y castigos al que sometían a las mujeres del equipo. El honorable parlamentario solicitaba favores sexuales y, con base en la intimidad y destreza de los mismos, las víctimas eran premiadas con entradas a reuniones o encargos sustanciales. Cuanto mejor el orgasmo, mayor acceso a la labor legislativa. 

Ante mi cara estremecida, la chica rio y pretendió calmarme: “muchos lo hacen. Acá sorprenden son los respetuosos”. En ese entonces no había suficiente consciencia sobre la gravedad de esos hechos, sobre la importancia de denunciarlos públicamente y pocos periodistas que se le midieran a la tarea. Tampoco indagué sobre maneras de comprobar este esquema de abuso, porque apenas la primera habló otras sumaron sus propias experiencias y chismes de antaño, y entre carcajeos tímidos y resignación cínica estuvieron de acuerdo en que era el panorama generalizado en la institución.  

Y claro que así ha sido siempre. Los equipos de incidencia legislativa son conformados por mujeres inteligentes, pero ante todo bonitas. Es un requisito explícito que muchas veces discutimos con la encargada de los asuntos legislativos del Ministerio, una costeña talentosa y pragmática que asumía con aplomo sencillo las reglas misóginas de su trabajo: “les queda más fácil hacer las cosas si los entretienen con unas buenas piernas”. Reuniones, pasillos, instantes en el salón elíptico llenos de insinuaciones sexuales que se toman con la naturalidad de un tinto.  

Por eso en el seno del Congreso de la República funcionaba una red de prostitución forzada de muchachos policías. Así como suena. Senadores que elegían de un álbum, como si fueran calcomanías de mundial, a jóvenes agentes para cambiar favores sexuales por ascensos, vacaciones y otras gabelas. Solo en un país sordo una revelación como la Comunidad del Anillo quedaría sepultada. 

Si lo pensamos bien, claro que el Parlamento ha cumplido su tarea de representar al pueblo, por lo menos al replicar la cantidad de males que aquejan a esta sociedad rota, como el acoso y abuso sistemático de las mujeres.

Trinó entonces el presidente del Congreso, Roy Barreras, que solicitó a la Fiscalía General de la Nación determinar “si existió” el esquema que acusó Bolívar. Por supuesto nada va a pasar, pues no será la Fiscalía de Barbosa la que investigue a unos señores poderosos por cuenta del dicho de quienes ellos perciben como niñas cansonas. Pero, senador Barreras, por favor no actúe sorprendido. Usted sabe lo que ocurre allá, no hace falta pasar más de una tarde para comprobarlo. 

Lo saben los congresistas, los magistrados y altos dignatarios que allí se eligen, los funcionarios, empleadas de aseo, porteros, escoltas: todos. A nadie escapa semejante putrefacción. Bueno, se le escapa a la senadora Paloma Valencia, quien salió en El Tiempo a atacar a Bolívar, en tono patriarcal, a poner en duda las voces de las víctimas y a repetir frases de cajón. Si es cierto que ella no se ha dado cuenta de lo que pasa en el lugar donde legisla desde hace ocho años, es preocupante la disonancia de la vociferante política con la realidad.  

Años después me encontré a una de esas asesoras despampanantes en un restaurante con varios congresistas. El saludo fue incómodo. Con el tiempo he venido a entender el difícil lugar que ocupan esas mujeres, reducidas a una minifalda, despojadas de su agencia, sometidas a normalizar y hasta a justificar años de abuso. 

No coincido mucho con Bolívar, pero siempre pensé que era un bicho raro en el Congreso, alguien genuino. Por eso no me sorprendió que fuese este guionista asqueado quien denunciara públicamente. El problema, Gustavo, es que se le quedaron los nombres de los protagonistas por fuera del relato. 

En el caso de la chica de los ojos verdes, el poderoso jefe que la sometía a sexo oral para invitarla a reuniones es hoy un altísimo funcionario del Estado. Otro nombre que falta. Si alguna de las víctimas de esa noche estrellada en la azotea del Capitolio lee esto, sepa que es hora de hablar y cuente con esta columna para hacerlo.    
 

Conozca más de Cambio aquíConozca más de Cambio aquí

Más columnas en Los Danieles

Contenido destacado

Recomendados en CAMBIO