Me había propuesto no hablar de los treinta años de la muerte de Pablo Escobar, pero la salida del libro del general (r) Óscar Naranjo, con intimidades de cómo fue la persecución final al capo, me hizo cambiar de parecer. Aunque quisiera, no es posible borrar de la memoria a tan siniestro personaje, ni olvidar los años de terror y miedo que nos impuso. “Los que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”, decía Santayana.
El libro de Naranjo, El derrumbe de Pablo Escobar (Editorial Planeta, 2023), revela actas secretas del Comando Especial Conjunto que fue decisivo en la eliminación del jefe del Cartel de Medellín y de sus principales secuaces. Salvo su brazo derecho y sicario mayor, John Jairo Velásquez, el infame Popeye, autor de más de doscientos asesinatos que murió de cáncer en su cama hace dos años, no sin antes convertirse en una figura mediática que cobraba por entrevistas y en autor de un libro cuya editorial calificó de “impactante thriller” y “trepidante novela.” Las cosas que se ven.
Los grandes delincuentes han sido siempre motivo de fascinación pública y de libros, películas y programas de televisión de toda índole, generalmente exitosos. Desde Al Capone o John Dillinger en Estados Unidos hasta Arsenio Lupin en Francia. Para no hablar de la serie Narcos sobre los carteles colombianos, que ha sido una de las más vistas por Netflix. Y pronto tendremos a Griselda, del talentoso director caleño Andi Baiz, sobre la vida y milagros de Griselda Blanco, la llamada “madrina de Escobar” que mandó eliminar a mucha gente y a más de un marido. Estará encarnada en la actriz Sofía Vergara y será interesante ver como Baiz transforma a la bella y suave Sofía en la horrible “viuda negra de la cocaína”.
El libro del general Naranjo narra episodios claves de la “era Escobar” que obligan a reflexionar sobre qué nos pasó —y por qué—en esos años de espanto. Algunos me tocaron de cerca y aún me producen escalofrío porque evocan la dictadura del miedo que impuso un “patrón del mal” que todo lo leía, nada olvidaba y ordenaba matar por un adjetivo que considerara ofensivo. Yo nunca había estado tan intimidado y nervioso como periodista. Lo sentía respirándome en la nuca cada vez que tocaba en mi columna temas relacionados con él. Inevitables, pues la noticia recurrente era la macabra realidad que creó su sistemático asesinato de jueces, periodistas, abogados, alcaldes, gobernadores, líderes políticos y policias (mas de 500). Estrategia de terror selectivo contra la extradición que combinó con carros bomba en ciudades capitales y luego con secuestros de alto impacto (Andrés Pastrana, Pacho Santos, Diana Turbay) para negociar su entrega.
El expresidente Misael Pastrana quiso que yo negociara directamente con Escobar la liberación de su hijo Andrés (me había escogido de una lista de 10 posibles mediadores que habia mandado el capo) pero el mismo dÍa en que debía reunirme con él en Medellín, fue asesinado el Procurador Carlos Mauro Hoyos y el encuentro abortó.
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Siendo corresponsal de El Tiempo en Europa había conocido fugazmente a Pablo Escobar en 1982, durante una recepción que ofreció el PSOE en el hotel Palace de Madrid para celebrar la llegada de Felipe González a la presidencia de España. En esa época era congresista y me pareció un tipo retraído y más bien huidizo, con el que intercambié un par de frases. De saber que se convertiría en uno de los criminales más famosos del mundo hubiera conversado más con él.
Diez años después me envió dos notas manuscritas, con huella digital, para preguntarme en tono recriminatorio si tenía pruebas de que él había organizado una bacanal en la “cárcel” de La Catedral como yo había escrito en una columna. Imprudente tal vez, pues tenía indicios pero no pruebas. El capo ya sufría acosos de todo lado (Pepes, Bloque de Búsqueda, CIA, DEA, etc.) y su reproche por fortuna no alcanzó a pasar a mayores.
Pocos días después de su escandalosa fuga de La Catedral tuvimos con María Isabel Rueda y Juan Gossain una larga conversación telefónica con Escobar, quien había llamado a la casa de este último para negar indignado que se hubiera escapado disfrazado de mujer y a poner toda suerte de condiciones para volver a entregarse. La cosa nunca cuajó y duró fugado año y medio —lapso durante el cual produjo toda suerte de atentados— hasta el día de su muerte el 2 de diciembre de 1993. En ese momento se sintió el respiro de alivio de todo un país (aunque en Medellín no faltaron los lamentos), cuyas expresiones de júbilo me recordaron las que estallaron en Bogotá cuatro años antes, cuando se supo que había sido dado de baja su socio principal, Gonzalo Rodríguez Gacha, el Mexicano, si acaso más sanguinario y brutal que el propio patrón.
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Una época turbulenta para decir lo menos. Naranjo destaca en su libro el papel desempeñado por la prensa, que estuvo a la altura del desafío. La “huelga del silencio” que dejó al país sin diarios, radio y televisión durante 24 horas a raíz del asesinato de Guillermo Cano, junto con la divulgación simultánea en todos los periódicos y noticieros de detallados informes sobre los carteles de la droga, fueron ejemplo mundialmente alabado de unos medios colombianos que no se doblegaron ante el narcoterrorismo. Fue sobre todo un mensaje alentador para una sociedad que Escobar tenía casi de rodillas.
No quería escribir sobre el eterno tema y se me agotó el espacio con mucho aún en el tintero. Una pregunta final es si engendrar tanto bandido célebre obedece a factores geográficos o socio-culturales muy propios, o a un entramado de complicidades, venalidades y tolerancias que convirtieron a Colombia en una “potencia del delito”. Y si es cierto el viejo proverbio francés de que “cada pueblo tiene los gobernantes que merece”, en nuestro caso se podría agregar: “y los mafiosos que produce.”
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