Ya he relatado esta experiencia pero el significado de la fecha me lleva a evocarla (y a autocitarme) una vez más.
Mañana hace 50 años me encontraba encaramado a medio día en la azotea de la embajada mexicana en Santiago de Chile, viendo cómo los aviones de la fuerza aérea pulverizaban con sus bombas el Palacio de la Moneda donde se encontraba el presidente Salvador Allende. Algo que no podía estar sucediendo en el país que había sido ejemplo continental de civilidad democrática. Pero sucedió.
Había llegado a Chile dos días antes, el 9 de septiembre de 1973, a un seminario de Naciones Unidas sobre comunicación y desde que me bajé del avión fue abrumador el clima de crisis y crispación que se respiraba. Restaurantes y comercios en huelga, bloqueos de camioneros, marchas de olla vacías, virulentas arengas radiales de izquierda y derecha… Esa noche comentamos en el hotel con colegas del seminario que la situación parecía insostenible.
Día de por medio explotaban bombas, la inflación pasaba del 500 %, la clase media se había alineado en bloque contra del gobierno de la Unidad Popular de Allende, Estados Unidos (Nixon-Kissinger) propiciaba el boicot comercial y hacía semanas se hablaba de golpe. Sobre las ocho de la mañana de aquel fatídico martes 11 de septiembre supimos que los militares se habían sublevado y con el periodista Manuel Mejido de El Excelsior de México salimos a la calle y en loca carrea evadiendo controles militares que ya había en cada esquina llegamos a la embajada de ese país, desde donde contemplamos atónitos cómo los aviones de la Fuerza Aérea se lanzaban en picada sobre el palacio presidencial.
La lejana explosión de las bombas y las columnas de humo negro que aparecían detrás del cerro de San Cristóbal indicaban que La Moneda ardía. Tocaba pellizcarse para entender que no se trataba de una pesadilla alucinante. De ahí en adelante, una vertiginosa sucesión de imágenes y voces se me grabaron para siempre. Las últimas palabras vibrantes de Allende por una emisora aún no censurada anunciando su decisión de morir en La Moneda antes de entregarle el poder a los golpistas. La primera aparición por televisión de la sombría junta militar presidida por un general de gafas negras y voz chillona. La incesante música marcial por radio y televisión. Los escalofriantes comunicados que cada media hora hablaban de “eliminación de extremistas”, allanamientos de fábricas, periódicos y universidades; detenciones de miembros del gobierno y extranjeros perniciosos.
Me impactó uno transmitido que informaba que no se le concedería al “señor Allende” un cese del fuego de cinco minutos que había solicitado para evacuar a unas personas. Y hacia las seis de la tarde, el anuncio de que el cadáver de Salvador Allende había sido encontrado entre los escombros de su despacho presidencial. Ahí quedó, sepultado en sangre y fuego, el experimento chileno de socialismo democrático que en medio de gran expectativa continental emprendió tras su apretada victoria electoral en 1970.
La confusión y zozobra de los veinte periodistas congregados en el hotel Sheraton para el seminario que nunca se realizó eran totales, así como la desesperación profesional que sentíamos de estar viviendo un momento histórico y no poder comunicarnos. El toque de queda era de 24 horas y todo contacto con el exterior estaba bloqueado. Aún me resuenan la euforia de los chilenos de clase alta alojados en el hotel, que brindaban con champaña y aplaudían cada comunicado militar, y el rostro amargo de los meseros que les servían.
Yo pensé en aquel momento que la reacción popular y la condena internacional harían inviable la dictadura militar que se instalaba. Vana ilusión. El golpe fue implacable y a su consolidación contribuyeron las permanentes pugnas internas de la inestable coalición de izquierda que llegó a la Presidencia, pero no pudo gobernar al país. La gente estaba saturada del caos económico y la agitación social. Una visita de Fidel Castro a Allende en 1971 duró casi un mes y rebosó la paciencia de muchos chilenos. No es casual que Pinochet haya durado 17 años. Su drástica represión contó con el tácito apoyo de muchos sectores medios y el entusiasta de casi todos los empresariales.
Medio siglo después, Chile se encuentra de nuevo gobernado por un presidente de izquierda y otra vez en medio de marcada polarización política y fuerte oposición de derecha. Pero la historia no se repetirá aquí como tragedia, ni como farsa. El apego por la democracia y el rechazo a la violencia son hoy muy profundos en un país que vivió excesos ideológicos y sañas dictatoriales. Hay mucho que aprender de la experiencia chilena.
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Cual heraldo del desastre hace 22 años me tocó vivir en Nueva York otro fatídico 11 de septiembre: el desplome de las Torres Gemelas tras el atentado terrorista de Osama Bin Laden. Si en Santiago de Chile sentí frustración y rabia, en NY fue estupefacción lo que me causó ver derrumbarse las Torres y sentir la lluvia de ceniza y el olor a asbesto quemado que produjo la catástrofe sucedida en el corazón financiero de Manhattan, a no muchas cuadras de donde me encontraba.
¿Qué fanatismo religioso, qué odio acumulado, qué rencor étnico o cultural pueden desatar tan macabra carnicería de miles de ciudadanos inocentes? Eso me preguntaba al tiempo que trataba de imaginar cuál sería la respuesta del gigante herido a tamaña provocación. Era una cruel ironía que después de la derrota en Vietnam y de haber hecho lo posible para evitar que soldados suyos volvieran a caer en tierras foráneas, haya sufrido en su propia entraña la baja de más de tres mil ciudadanos.
Osama fue muerto en Paquistán en mayo de 2011 por fuerzas especiales de Estados Unidos. Al general Augusto Pinochet le cayó la Justicia Penal Internacional, que cojeó pero llegó. En ambos casos algo es algo. Faltó Kissinger; esa, sin embargo, es otra historia.