Al borde de la sed

El agua se acaba

5 Agosto 2024 06:08 am

Al borde de la sed

El escritor Azriel Bibliowicz, en texto exclusivo para CAMBIO, hace un recuento de la forma como en este país se han maltratado las fuentes de agua desde la época de la Colonia. Y ahora estamos en el punto aterrador de que si Bogotá sigue creciendo como va, solo tendremos agua para nueve años más.

Por: Azriel Bibliowicz

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Hablemos del agua y la espada de Damocles que nos pende encima. La semana pasada, Natasha Avendaño García, gerente del Acueducto de Bogotá, advirtió que si continúa creciendo la capital como va, ¡tendremos agua para solo nueve años!

La última sequía que aún no termina hizo que las represas se secaran y a pesar de las tímidas lluvias de los últimos meses, los embalses no se han podido recuperar, porque la tierra yerma termina por chupar del todo el agua.

La idea del presidente Gustavo Petro de recolectar las aguas lluvias, no sería tan quimérica, si no fuera mentirosa. Ante todo, no resuelve los graves problemas que aquejan al país frente al preciado líquido. Pero, lo peor fue enterarnos que resultó ser una excusa perversa ya que sirvió para aumentarle el presupuesto a la Unidad de Gestión y Riesgo de Desastre (UNGRD) y, como sabemos, dicha plata terminó en “mermelada” para los políticos y fomentó la corrupción en el país. Y el agua lluvia solo remojó la retórica gubernamental.

Ahora bien, creer que las ciudades dejarán de crecer, ante las circunstancias que vivimos, no es sino otra fatal ilusión. Mientras continúe el conflicto armado, las negociaciones de paz no prosperen, la reforma agraria se mantenga rezagada y aumente la inmigración tanto interna como externa, es evidente que el crecimiento de las ciudades resulta imparable.

En mi novela Del agua al desierto hablo de la desaparición de las aguas en la capital. Los colombianos vivimos convencidos de que la abundancia de nuestras lluvias y la riqueza infinita de las fuentes hídricas es inagotable. Pero hoy estamos enfrentando las consecuencias generadas por esta histórica desidia y empezamos a ver cómo el precioso líquido se evapora ante nuestros ojos y hemos cultivado esta aciaga situación desde hace siglos. Nunca hemos protegido, ni conservado las aguas y su desperdicio ha sido la norma.

Bogotá contaba originalmente con más de 50.000 hectáreas de humedales y hoy solo tiene algo más de 700 hectáreas. Pero los humedales que quedan, ni siquiera están a salvo. Los últimos alcaldes han hecho megaobras que han deteriorado sus ecosistemas. Hay que entender que los humedales no son lagos hondos y solo cuentan con una profundidad aproximada de seis metros. De ahí que fuera tan fácil secarlos, como lo descubrieron rápidamente los constructores e invasores de tierras apoderándose de ellos y llenándolos de basuras y recebo para luego apropiarse de sus terrenos.

La desaparición y el maltrato a las aguas en este país es mucho más añejo de lo que a primera vista suponemos. Tanto Santander como Bolívar intentaron desaguar lagos emblemáticos del país.

Santander formó una empresa de connotados granadinos en busca de las ofrendas de oro de los muiscas e intentó vaciar la laguna de Guatavita, una de las lagunas sagradas para los aborígenes en el centro del país. La gran tragedia de esta laguna ha sido formar parte del mito de El Dorado, y por ello se ha intentado drenar en forma continua desde la época de la conquista.

Los conquistadores Lázaro Fonte y Hernán Pérez Quesada, si bien encontraron una que otra pieza de oro, intentaron secarla, pero afortunadamente fracasaron en su intento. Luego, Antonio Sepúlveda en el siglo XVI buscó drenarla, pero también naufragó en su intento. En el siglo XX se ensayó de nuevo, pero sus aguas resultaron muy profundas. Afortunadamente la laguna los venció.

Simón Bolívar, en 1822, le entregó la laguna de Fúquene a José Ignacio París en concesión para que la evacuara y convirtiera en un pastizal para ganado. París falló en su intento. En esa época, contaba con 15.800 hectáreas y hoy solo a duras penas cuenta con 3.200. Originalmente era uno de los grandes lagos andinos, y en el siglo XIX era solo superado por el Titicaca, que divide a Perú y Bolivia. Y si bien fallaron en su intento, los campesinos y la cebolla cabezona que no tiene cabeza, la están dejando más maltrecha que nunca.

Ya que hablo de maltrechos, el río San Francisco, que recorría el centro de la ciudad, ante la costumbre de la gente de botar sus basuras al río con la idea de que el agua se lo lleva todo, terminó por volverlo un muladar y acabó debajo de la Avenida Jiménez. El río San Agustín padeció el mismo destino. No era una quebradita que se pudiese cruzar de un salto entre las piedras. Tenía un puente en la época colonial. Pero también acabó pavimentada y hoy es la avenida sexta. Y ni hablemos de las quebradas que bajan de los cerros orientales de la ciudad. Muchas de ellas canalizadas y vueltas avenidas.

La ciudad también contaba con lagos y hasta aguas termales y una cascada que hoy nadie recuerda ni se sabe dónde quedaba. Había termales en los predios de la antigua cervecería Bavaria hoy enterradas como si fueran aguas putrefactas. Los lagos emblemáticos tanto en el norte como en el sur de la ciudad desparecieron. El famoso lago Gaitán, un lugar de recreación adonde iban los bogotanos a remar los domingos, hoy es un estanque de contrabando electrónico y no logró sobrevivir la especulación de la tierra. Y en el sur estaba el Luna Park. No la salvó ni siquiera tener un nombre en inglés. Ante la voracidad de los constructores y la especulación de la tierra ninguna de las aguas tenía futuro. Por cierto, el barrio Las Aguas en el centro de la ciudad, como su nombre bien lo indica, tenía aguas, pero hoy vive seco y solo su nombre nos deja este recuerdo.

En la década de los cincuenta del siglo pasado vino a Bogotá Le Corbusier, el famoso arquitecto y urbanista quien quedó muy impresionado con los humedales y las quebradas que atravesaban la ciudad. Elaboró un plan en el que propuso que hicieran parques alrededor de los humedales y las rondas de los ríos. Lógicamente, ante la falta de planificación, la especulación y las invasiones, no se le prestó atención.

Nuestro desprecio y desdén por las aguas, también se lo debemos a los curas evangelizadores durante la conquista. Los muiscas tenían una religión del agua y se les impuso una del desierto. Sus dioses, nacían y regresaban al agua, como nos lo recuerda el relato de la diosa Bachué. Por cierto, siempre me ha parecido poético que las mujeres muiscas usaran los humedales y ríos, como sus salas de parto. Ellas entraban a los lagos y sus aguas frías les dormía las extremidades y los bebés nacían en el precioso líquido. Se les cortaba el cordón umbilical con una yerba filuda conocida como cortadera. Los evangelistas, les insistían que entrar en los lagos o ríos estaba prohibido porque ahí habitaban los demonios. Más aun, durante los años de la conquista y la colonia, bañarse se veía como una práctica pagana, judaizante o mora. De ahí el famoso “olor a la santidad” de los curas que no era otra cosa que la falta de baño.

Una de las grandes ironías de nuestros días, sobre el manejo de las aguas, radica en que cuando por fin, alguien intenta luchar contra su desinterés y negligencia como fue el caso del Plan de Desarrollo gestionado por el director de Planeación, Jorge Iván González, en el Congreso de la República y aprobado por este, todo parece indicar que el loable empeño se congeló ante el frío desinterés por el tema. El Plan buscó crear un ordenamiento territorial alrededor del agua y luchar contra la contaminación de los ríos. Pero como ha sucedido con muchos otros preciosos documentos, parece estar durmiendo la siesta de los justos en los anaqueles de las bibliotecas de las entidades oficiales.

Lamentablemente, como nos lo demuestra nuestra experiencia frente a la retórica de los gobiernos de turno: “Del dicho al hecho hay mucho trecho.”

Por ello, tengo la impresión de que Colombia parece condenada al destino de los billetes de lotería, ya que sus gobiernos no hacen otra cosa que vender ilusiones, pero la esperanza, al igual que estos billetes, solo dura un minuto, porque a la hora de la verdad, no se logra coger, ni siquiera, la última cifra.

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