Ana Bejarano Ricaurte
4 Diciembre 2021

Ana Bejarano Ricaurte

La jaula

Por ahora, una de las pocas llaves que pueden abrir la jaula de la violencia intrafamiliar es creer en estas mujeres y contar sus historias.

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Esta es la historia de violencia intrafamiliar que padeció María Paula Linares a manos de su esposo, identificado ante la Justicia como su agresor: el presidente de la Institución Universitaria Uninpahu, Juan Luis Velasco Mosquera. Es también el relato de millones de mujeres que sufren por décadas en silencio, resistiendo el abuso, exponiéndose a la muerte.  

La pareja se conoció a través de un amigo común en sus épocas de estudiantes universitarios. María Paula ha testificado ante la Fiscalía que desde el inicio de la relación Velasco dio muestras de conductas agresivas, al ejercer sobre ella presiones, controles e insultos sistemáticos para menoscabar su autoestima. Cuando el noviazgo se convirtió en matrimonio, en el 2000, arreciaron las agresiones físicas. El horror continuó durante los más de veinte años que duró la relación. 

Además del abuso emocional y psicológico, Linares también ha denunciado que el hoy presidente de la Uninpahu se hizo a su cargo ejerciendo, además, violencia económica en su contra. María Paula, hija de Hernán Linares Ángel, fundador de la institución, trabajaba en ella hasta cuando, según lo ha relatado a la Justicia, Velasco utilizó su dominio y fuerza física para obligarla a transferirle puestos en la asamblea general de fundadores y así obtener el control absoluto. 

En la medida en que la pandemia agudizó las cosas, el todopoderoso Velasco abrió contra su cónyuge un cuestionable proceso disciplinario cuyo resultado fue que la retiró de su cargo, le quitó el legado de su padre y la dejó en la calle. La pesadilla que han vivido Linares y sus hijas condujo a lo que Medicina Legal dictaminó como “enfermedad mental con diagnóstico de estrés postraumático”. 

La violencia doméstica es tan compleja de erradicar como profundas son las dinámicas familiares en la sociedad. Principalmente porque ella ocurre en un lugar privado: el hogar. Ese mismo ámbito, que se supone fuente de cariño, solidaridad y armonía, se convierte en escenario dantesco donde campean el menoscabo, la humillación y los golpes. Por ello resulta tan difícil para las mujeres denunciarlo, pues parece imposible aceptar que en el nido de la comunidad se engendre un terror semejante.  

Los agresores buscan quebrantar el orgullo propio de las víctimas, para que sientan que deben soportar el abuso, que lo merecen y que su historia carece de importancia. La sujeción social y económica de las mujeres en estas circunstancias es otro elemento en el que confían los agresores. Quien ejerce violencia sistemática sabe a la perfección que debe alejar a la víctima de su familia y amigos, dejarla sin ingresos, sin opciones. 
 
Pueden ser tan largos y angustiosos estos periodos de agresión que a veces la gente se pregunta: ¿Cómo pudo quedarse? ¿Por qué aguantó tanto? Esa es precisamente la trampa de la violencia intrafamiliar. El agresor cuenta con que la vergüenza asociada con la denuncia —la publicidad del horror— anule el deseo de defenderse. Es la jaula de la violencia en casa. 

Para muchas mujeres estos patrones conducen a la muerte. La Organización Mundial de la Salud (OMS) registró un incremento aterrador del fenómeno durante el confinamiento de la pandemia y, por supuesto, mientras más racializada, pobre y vulnerable sea la vida de la víctima, menos posibilidades tiene de detener la tortura. En algunos casos, aun de sobrevivir.  

La denuncia contra Velasco Mosquera es especialmente relevante porque, con derecho o sin él, preside un centro educativo. El pasado martes, tras dos aplazamientos solicitados por su abogado, Iván Cancino, la Fiscalía por fin lo imputó con el delito de violencia intrafamiliar agravada. 

Contacté telefónicamente a Velasco para escuchar su versión y me contestó que los hechos eran falsos y que la denuncia estaba motivada por intereses económicos. Me pidió que le remitiera por escrito las preguntas que le formulé por teléfono. Una vez enviadas, me contestó: “Lamento mucho no responder su cuestionario, pero mi abogado me recomienda no dar más declaraciones”. El caso está ahora en manos de un juez, quien deberá decidir en derecho.

Antes de que llegara el COVID-19, la OMS ya había señalado que el abuso doméstico es una pandemia mundial, no es un asunto privado; hay millones de estas jaulas por todo el planeta. Si no derrotamos los micromachismos que habilitan la violencia de todo tipo y persiste la ausencia de una política criminal efectiva, este fenómeno seguirá carcomiendo a las mujeres y hogares colombianos. Por ahora, una de las pocas llaves que pueden abrir la jaula de la violencia intrafamiliar es creer en estas mujeres y contar sus historias. 

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