Daniel Samper Pizano
3 Julio 2022

Daniel Samper Pizano

LO QUE NOS ESPERA

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Colombia sigue siendo un país de grandes esperanzas y difíciles logros.

Jorge Orlando Melo

Algunos príncipes de la infatigable derecha colombiana han tardado poco —no días, ni horas: tan solo minutos— en manifestar su plan inmediato: que el gobierno de Gustavo Petro no pase de cuatro años y el país regrese apenas pueda a los parámetros de injusticia social y control político que, salvo escasas excepciones, lo caracterizan desde hace 200 años.

Es obvio que el gobierno de Petro no puede durar más de cuatro años, sencillamente porque la Constitución no lo permite, y el presidente electo ha prometido respetarla. Resultan graciosas estas escandalizadas exigencias a un mandato que ni siquiera ha comenzado, y más gracioso aún que provengan de la caverna uribista, que modificó a su amaño la Carta Magna y sobornó parlamentarios para instalarse en el poder durante largo tiempo.

Así que hagamos cuentas: Petro debe subir el 7 de agosto de 2022, porque así lo quiso la ciudadanía, y debe retirarse el 7 de agosto de 2026, porque así lo mandan las máximas normas legales.

Lo que la Constitución no prohíbe y la historia favorece es que al gobierno de reformas sustantivas que promete Petro lo sigan uno, dos y tres y más de la misma estirpe, hasta que los votantes lo decidan. Hablo de mandatos dirigidos a combatir las injusticias sociales —que es la mejor defensa de la paz—, unir a los colombianos, propender la igualdad, expandir la educación, empujar el desarrollo sostenible, proteger la naturaleza y ensanchar el corral donde hoy una minoría disfruta las ventajas de la vida moderna.

Todo ello, sobra decirlo, mediante elecciones libres (es decir, sin jugaditas, caciques ni tamales) y a la luz de procedimientos democráticos (es decir, no al modo de Iván Duque y sus instituciones secuestradas).

No bastan cuatro años. Es precisa una sucesión de gobiernos inspirados en la misma idea porque ni un hijo de Supermán y Policarpa Salavarrieta sería capaz de remediar en 48 meses los problemas acumulados durante siglos. Qué más quisiera la derecha que extender, pasado ese lapso, un cómodo certificado de fracaso y defunción a la única oportunidad de gobierno que ha tenido la izquierda en nuestros anales. De allí la enorme responsabilidad que tiene Petro de iniciar las reformas indispensables pronto pero sin precipitación y pensar que del éxito de su administración dependerá una sociedad futura más equitativa y solidaria. Deberá ser didáctico y vender paciencia. Serían tan lamentables los retrasos injustificados como los tropiezos por andar a las carreras en terrenos resbalosos.

En este punto resulta inevitable acudir a la historia. Petro, con perdón, no parece estar bien informado en estos menesteres. Creer que un espadón como el golpista general Melo (1854) era un líder social equivale a confundir la Quinta Sinfonía con el reguetón por lo que en ambos suena un tambor. Le convendría asesorarse de historiadores inteligentes que sepan aprovechar nuestras experiencias pasadas para aprender lecciones futuras. Todos sabemos que a partir de 1930 subieron al poder cuatro tandas liberales (Olaya Herrera, López Pumarejo, Eduardo Santos y López Pumarejo II) que enmendaron el rumbo del país. La llamada República Liberal trajo “un rápido cambio social y una controversia política que durarían hasta 1946, cuando los conservadores volvieron a asumir el poder” (David Bushnell).

Volvieron, sí, porque el liberalismo se corrompió, se partió y abrió la puerta a esa derecha clerical y recalcitrante que gobernó a Colombia durante parte de los siglos XIX y XX. Y que sigue vigente encarnada en el uribismo y en lo que Marco Palacios denominó “el neopopulismo”, diferente a la vieja demagogia que en los años cincuenta galvanizó a América Latina y pasó de largo por Colombia.

El peor enemigo de la República Liberal no fue la godarria sino su propio éxito. Resume Bushnell: “Despertó esperanzas mucho más rápidamente de lo que había calculado”. Bastante consiguió: tiñó de sentido social la Constitución, mejoró la situación de la mujer, amplió el voto, emprendió reformas urbana y agraria, fomentó la industria, fortaleció la educación pública, impulsó los sindicatos y, en medio de todo, afrontó una guerra contra el Perú y la II Guerra Mundial.

Pero le faltó la madurez indispensable para comprender que, si quería satisfacer las grandes esperanzas, necesitaba más tiempo. Acabó dividida y, aun siendo mayoritaria, perdió las elecciones del 46.

No la tiene fácil quien será el nuevo inquilino de la Casa de Nariño. Debe formar un grupo excelente que trabaje el presente con un ojo puesto en el pasado, para no repetir errores, y otro en el futuro, para saber que las expectativas acumuladas consumirán varios períodos de gobierno y han de prepararse para ello. 

Por supuesto, insisto, siempre mediante elecciones libres y procedimientos democráticos. Nada de trampas ni de recetas tiránicas como en Venezuela o Nicaragua. Así lo ha prometido Petro y así lo exigimos sus electores.

Esa República Social, o República Progresista o República Socialdemócrata, deberá marcar, como lo hizo la República Liberal, un hito histórico: encauzar a Colombia hacia un modelo más justo y equitativo, más pacífico e incluyente, que respete las libertades, apuntale la paz, defienda los derechos básicos y, lejos de achatar la democracia, la amplíe y llene de significado.

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