Daniel Samper Pizano
29 Mayo 2022

Daniel Samper Pizano

RESPETEN LAS PALABROTAS

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Mi admirado Fernando Vallejo escribió estas sabias palabras: “El idioma no se inventa, se hereda”. Al mismo tiempo, es posible desinventar el idioma heredado. No es muy difícil. Si usted, como muchos asesores de imagen, publicistas, emprendedores y periodistas, quiere desinventar el idioma, acate los siguientes y sencillos consejos:

  1. Desbaste las palabras, lije sus matices y olvídese de sinónimos. Use el verbo generar, que le permite sustituir muchos otros (crear, provocar, producir, abrir, elaborar, etc.), aunque con ello renuncie a la precisión y diferenciación. 
  2.  Otorgue crédito a falsos maestros, como grupos de presión, redactores de boletines y oficinas creadoras de eufemismos.
  3. Abandone términos de vieja usanza (acoso, matoneo; provisiones, suministros) para sustituirlos por otros innecesarios y ajenos que imponen la burguesía de la lengua o la prensa ignorante (bullying, catering).
  4. Acepte gramáticas postizas, como ciertos seudoidiomas (esperanto, volapuk) o correcciones políticas, que morirán en el intento de imponer un lenguaje a gusto suyo, pero no sin antes enredar la comunicación y desconcertar a los hablantes...
  5. Estudie las instrucciones para, por ejemplo, armar una mesa de noche o cocinar una paella, pero nunca haga lo mismo con su lengua: no la estudie, no intente mejorar su dominio ni su ortografía.
  6. Olvide que ella es un patrimonio cultural milenario de formidable riqueza gracias al cual se comunican 500 millones de personas. 
  7. Divorcie la palabra del contexto que le corresponde, tal como ha sucedido en la campaña política que hoy corona una etapa decisiva. Desde hace meses los candidatos torturan el idioma y, aun peor, malgastan su uso. Una de las primeras víctimas de la masacre son las malas palabras. Pobrecitas. Ellas sí que han sufrido los atropellos de la lucha electoral.

Los lectores verán que no escribo en contra sino en defensa de las malas palabras, ajos, tacos, términos soeces, vulgaridades o palabrotas. El español guarda un tesoro en esta materia. Desde Cervantes y Quevedo hasta García Márquez y el propio Vallejo, muchos autores han utilizado con maestría las palabrotas castellanas. Hay dos maneras de despilfarrarlas. Una, renunciar a su empleo. En su famoso diccionario, doña María Moliner prescindió de las palabras feas. Con ello limitó su colosal obra y cercenó nuestra lengua. La otra manera es usarlas sin necesidad, fuera de contexto, a la bartola. Vuelvo a García Márquez. Sus admiradores sabemos de memoria de final de El coronel no tiene quien le escriba: el protagonista, hombre de léxico aseado, ante la pregunta “¿Qué comeremos?” de su angustiada mujer responde con una sola palabra: “Mierda”. Si hubiera contestado excrementos, deyección o aguas mayores se habría hundido la novela. La bonito de los ajos es que ciertas situaciones los piden a gritos y en esas circunstancias lo inapropiado sería negarlos.

El auditorio, el momento, la situación y la fuerza del vocablo son las coordenadas que enaltecen las groserías. Vamos a tener que inventar nuevas descalificaciones, porque nuestros políticos destrozaron esas coordenadas. En particular Rodolfo Hernández. Sus disparos verbales son tan abundantes que mojaron la pólvora. Son insultos que ya no insultan. Ni el agraviado se mosquea. Una lista básica de tacos que ha proferido el ingeniero abarca los siguientes términos que el lector debe completar porque solo suministro algunas letras de cada uno. Esta columna, al fin y al cabo, la leen personas ajenas a la cloaca de las redes sociales, donde florecen epítetos de esta ralea: hi*pta, malp*do, p*t gana, cu*o, m*rda, ma*ca, gü*n, desgu*r, mac*da, ver*jo, mi*ero, no me jd*a, lavacu*s. La señora madre del ingeniero contribuyó también al rico mosaico cuando acusó a los políticos de “hacerse la p*j”.

Otros de nuestros estadistas lanzaron expresiones como, c*gda, hi*pta,  hij*tazo y “le doy en la jeta, ma*ca”. Casi todas figuran en el índice de más de mil términos obscenos de Palabrotalogía, libro del editor español Virgilio Ortega. Noto, eso sí, que en la lista aparece desovar en vez del infinitivo desgüe*r que conjuga Hernández. No me detengo en el léxico parlamentario porque se necesitaría una edición aumentada del índice para consultarlo. 

En 2004 el Negro Fontanarrosa pronunció en el III Congreso Internacional de la Lengua una conferencia memorable en defensa de las malas palabras. (La encuentran en https://www.infobae.com/sociedad/2019/11/17/asi-fue-el-magistral-discurso-de-roberto-fontanarrosa-sobre-las-malas-palabras-hace-15-anos/). Estoy seguro de que el Negro se habría escandalizado con el lenguaje de varios aspirantes a heredar la silla de Miguel Antonio Caro y Marco Fidel Suárez. Pero no porque los términos le hiriesen los oídos, sino porque se habría percatado de la erosión y corrupción que ha sufrido entre nosotros el léxico ofensivo. Fontanarrosa no habría pedido de nuevo amnistía para las malas palabras; más bien se habría quejado de su imperdonable desperdicio.

Una ventaja del huracán malsonante que azota nuestras urnas es que se revalorizan el eufemismo inteligente y la ironía. Hasta tal punto han arruinado nuestra deliciosa fauna vulgar, que muchos circunloquios antes ñoños vuelven hoy a usarse como recurso ingenioso y humorístico para reemplazar las procacidades. 

El maestro Álex Grijelmo señala que las palabras tienen poder de persuasión y poder de seducción. El discurso de la campaña política del 2022 no persuade ni seduce. Empobrece y degrada.

ESQUIRLA. Por transparencia con los lectores, suelo informar desde hace décadas por quién depositaré mi voto. Lo haré en estas elecciones por Sergio Fajardo “manque pierda”, tal cual dicen los hinchas del Betis en España. En cuanto a las próximas, “esperar, esperemos todavía”, como dijo el poeta.

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