Enrique Santos Calderón
21 Marzo 2021

Enrique Santos Calderón

Se le acaba El Tiempo, ¿Y…?

Fracasado el estrambótico proyecto para extender dos años el período presidencial, a Duque se le acabó el tiempo para dejar una huella duradera.

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Álvaro Uribe escribió el pasado domingo en El Tiempo una columna con la cual me resulta difícil discrepar.
   
El por ahora absuelto “Presidente eterno” habla sobre democracia, pandemia, los estragos que nos ha traído el virus y el complejo reto que enfrenta el Gobierno para sortear la crisis fiscal en gestación. Advierte con razón que “con ciudadanos mercando en los basureros y otros disminuyendo el número de comidas, no hay democracia que se sostenga”.
   
Al final, cual maestro aleccionando pupilo, incita al presidente Duque a tomar decisiones a tiempo para garantizar la “inversión electoral”, evitar choques internos en la coalición de gobierno y restarle motivos a la “rabia social”. Esto habrá que ver, pero no se equivoca Uribe cuando subraya la magnitud de la crisis en ebullición y sus imprevisibles efectos sobre el sistema político. Si bien es cierto que las vacunas cojean, pero llegan, y hay síntomas de reactivación económica, ya se habla de un tercer pico y los coletazos sociales de la pandemia aún no han golpeado en forma. Mas allá de cualquier politización del tema, las cifras hablan por sí solas: se evaporaron más de cinco millones de empleos, la pobreza aumentó al 38% de la población, miles de pequeñas y medianas empresas quebraron, el PIB perdió 60 billones de pesos... Semejantes hechos tendrán repercusiones.
 
No ha habido mayores explosiones de descontento popular porque estas crisis se cocinan lentamente, aunque ya se presentan inquietantes nuevos síntomas de descomposición y criminalidad. El aumento de atracos a mano armada en Bogotá es apenas uno de ellos. Para no hablar de la desolación en lejanas capitales como Riohacha donde ya ni robar es negocio. En el campo, donde la reforma rural integral ni cojea ni llega, la gestación de la crisis es diferente, pero no divorciada de la facilidad con que las bandas armadas están engrosando sus filas, y no necesariamente a través del reclutamiento forzado.
 
En algunas partes del mundo la pandemia ha propiciado el extremismo político. En Estados Unidos, con unas redes sociales infestadas de literatura racista y neonazi, uno de sus efectos colaterales ha sido el de vigorizar a grupos propensos al fanatismo nacionalista. The Economist recordaba que, durante la pandemia de 1920, las ciudades alemanas que más muertos tuvieron fueron las que más votaron por el nazismo, y sugiere que la creciente atracción actual por ideas radicales proviene de pérdida de confianza en los gobiernos y rabia por los confinamientos. 
 
Diferente pero similar, la situación en Colombia va para caldo de cultivo de más resentimiento y polarización, mientras que al Gobierno se le agota el tiempo para desactivarla. No se le percibe una sensación de urgencia ni de prioridades (solo menciona la “vacunación masiva”), salvo tal vez la de aparecer todos los días en su programa de televisión por el que pasará a la historia, pues para bien o para mal Iván Duque será recordado como el presidente de la pandemia. Pero ahora, tras más de un año de coronavirus y meses de embrollo judicial de Uribe, el país está pendiente de qué medidas va a tomar sobre la cantidad de problemas acumulados. La crisis fiscal sin precedentes que se avecina, por ejemplo. Aquí, cualquier fórmula generará protestas de los que se sientan afectados, que mal pueden ser otra vez los asalariados y la clase media, como ocurriría con una reforma tributaria que no elimine exenciones y castigue de verdad la evasión. Sin cerrar estas grandes venas rotas, todo intento por mejorar los ingresos del Estado será un canto a la bandera.
  
¿Y quién, si no el jefe de Estado, le pone el cascabel al gato? Ya con el sol a las espaldas, el presidente Duque podría darse la pela. Aprovechar su facilidad de expresión, mostrar talante de líder nacional y trazar una ruta que convoque a tantos ciudadanos cansados del “furibismo” y su hostilidad a los acuerdos de paz. Un reciente estudio de Uniandes señala que por primera vez una mayoría de colombianos se muestra partidaria de los acuerdos, la reconciliación y el perdón. Debería colocarse en esa onda. Seña positiva fue su cena con Timochenko, a instancias de Naciones Unidas y alentada, no me cabe duda, por la reiterada postura del gobierno Biden en favor de los acuerdos de paz. Paso significativo hacia la reconciliación fue también el encuentro virtual de Timochenko y Mancuso, propiciado por el presidente de la Comisión de la Verdad, Francisco De Roux, un verdadero apóstol de la paz.   
 
Ya en cuenta regresiva, difícil saber cuál será el legado de Duque. En lo internacional, lo más destacado de una gestión sumisa y gris fue su medida sobre los migrantes venezolanos, aplaudida en el mundo como ejemplar y generosa. Pero luego borró lo ganado con la insólita decisión de retirarse de la audiencia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre el caso de la periodista Jineth Bedoya, símbolo internacional de la violencia sexual contra la mujer. Es la primera vez que esto ocurre en la historia de la CIDH y el hecho de que Bedoya haya implicado a agentes y a un general de la Policía hace que el retiro de Colombia de una audiencia que demoró 20 años en convocarse suscite más de una suspicacia. ¿Condena cantada?
 
Fracasado el estrambótico proyecto para extender dos años el período presidencial, a Duque se le acabó el tiempo para dejar una huella duradera. Del paquete de medidas que envió al Congreso no hay nada que impacte o conmueva. Antes del social, el estallido que ya se produjo es el de los aspirantes a la Presidencia, que llegan a 40. Hay de todo y para todos. Desde un troglodita de ultraderecha, como el senador Carlos Felipe Mejía, hasta el divertido exalcalde bumangués Rodolfo Hernández. Muestra de “vitalidad democrática”, tan tropical como patética. Y mientras el mandato presidencial avanza por inercia, en medio de la cacofonía electoral y las eternas polémicas jurídicas de este país de leyes; del persistente asesinato de líderes sociales y de la omnipresencia televisiva del jefe de Estado, ¿alguien alcanzará a escuchar el persistente tic-tac de una gran bomba de tiempo?

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