Daniel Samper Ospina
4 Diciembre 2021

Daniel Samper Ospina

Típicas noticias de Polombia

El coqueteo de Gustavo Petro con el politiquero y uribista Luis Pérez, alcalde de Medellín durante la nefanda Operación Orión. Las contorsiones del petrismo para justificar semejante alianza resultaban angustiosas.

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Las noticias de la semana me agobiaban de tal forma que tomé la decisión de irme del país. Suena duro, pero es así. Supongo que no soy el único. Observaba cualquier noticiero nacional y sentía que acá, en la Gran Polombia, no queda nada por hacer, salvo huir, para “jenniferear” una frase de Simón Bolívar. Se “abudinenan” setenta mil millones de pesos y la responsable directa del daño reaparece convertida en madrina de niños pobres en la costa; diseñan un plan de salvamento a Hidroituango y deciden bautizarlo con el nombre de Mireya: nada de plan Marshall, nada de plan rescate: plan Mireya, como si se tratara de bautizar, no un diseño financiero, sino a una tía: a la tía uribista que merecemos tener en todas familias. La vicepresidenta se va de nuevo de bruces y se rompe la nariz: deseo que se encuentre bien, lamento de corazón el infortunio, pero ¿en algún otro lugar del mundo sucede algo semejante? Se ha caído tres veces en tres años. Su única responsabilidad constitucional es encontrarse bien de salud, por si la del presidente —que come como si no hubiera un mañana— falla: nada más. ¿No puede andar en tenis, si es el caso, para cumplir con ese mandato? ¿No puede el diseñador de la primera dama regalarle un vestido color verde menta, pero ya no de fomi, sino de caucho espuma, para tranquilidad de la nación?   

Y así sucede con todo: no importa cuán grave sea la información, no importa cuán delicada: siempre flotará en ella el grumo de un componente absurdo que la vuelve tropicalmente polombiana:  el contralor que confirmó la sanción a Sergio Fajardo se llama Cristian Castro, como el cantante de la canción No podrás (que parece el augurio de su propia candidatura). Los políticos de centro montan tremendo espectáculo de compañerismo en una casona bogotana, pero dos días después el senador Robledo deja abierto el micrófono en una sesión virtual y llama “malparidos” a los hermanos Galán. Polombia organizará la cumbre de la Alianza por el Pacífico en el Atlántico; la vicepresidenta Martuchis —que reaparece en escena con una cura en la nariz del tamaño del hueco fiscal— confirma que el presidente de Estados Unidos Joe Biden vendrá al país, y 48 horas después la Casa Blanca aclara que no, que ni siquiera sabían que estaba invitado. Anatolio Hernández, el congresista al que Jennifer Arias daba instrucciones sobre la forma en que debía votar (“Anatolio, vote sí”), hace parte de la comisión de ética que debe investigar el plagio de la misma representante.  Cualquiera se imagina la escena de su juicio:

—¿Doña Jennifer es inocente, Anatolio? —pregunta el investigador.
—Anatolio, vote sí —le ordena ella.
—Anatolio vota sí, Anatolio —dice Anatolio.

Y así sucede con todo. Científicos del mundo bautizaron una variante colombiana del virus con el nombre de Mu: ¿por qué no pudo ser con alguna letra importante del alfabeto griego? ¿Hubo una intriga de Fedegán para adoptar ese nombre? 

Para no hablar del suceso político de la semana: el coqueteo de Gustavo Petro con el politiquero y uribista Luis Pérez, alcalde de Medellín durante la nefanda Operación Orión. Las contorsiones del petrismo para justificar semejante alianza resultaban angustiosas. ¿El petrismo no era acaso el cambio? ¿No era suficiente pagar el precio de ese discurso con el Armandito Humano, con el pastor Saade? ¿Aun con Roy Barreras, congresista y galeno, que, además, rindió informe de gestión a través de una obra de teatro de la cual él mismo decidió ser actor? Porque he ahí otra noticia polombiana: Roy Barreras se trepa a las tablas y, para sorpresa de todos, no interpreta El médico a palos, sino una obra, ay, de su propia autoría. ¿Por qué no montó La Divina Comedia para interpretar el trabajo en el Congreso? ¿O Los Miserables, al menos, en homenaje a los políticos nacionales y sus insultos y alianzas? 

Ante semejante panorama, pues, entendí que había llegado a su fin mi estancia en esta bella tierra donde la gente come cubios y se baila La saporrita (acaso en honor a Claudia López, alcaldesa de una ciudad en la que ahora roban en los restaurantes, y no necesariamente por cobrar los jugos de mandarina a siete mil pesos).

Me dediqué entonces a ordenar los papeles para el viaje y descubrí que uno de los pasaportes estaba vencido. Busqué información sobre el trámite en la página web de la cancillería, pero estaba más caída que la vice Martuchis. De modo que, sin más remedio, me fui a la sede física para sacar adelante la gestión.

Recordaba que obtener el pasaporte era la única diligencia que funcionaba en Polombia: la única. Uno hacía una fila ordenada, atravesaba diversas estaciones (la foto, la huella, la firma) y así, sin detenerse, salía por la puerta de atrás quince minutos después, con un pasaporte nuevo y reluciente, de páginas tibias. Si hubieran montado el trámite en un trencito para usuarios, podría haber sido una atracción de Disney. 

Me dirigí, entonces, a la sede. Caminé de buena gana, mientras silbaba una canción: La saporrita, precisamente. 

Pero en el lugar por poco me devora la culebra sideral de una fila desesperada que se estiraba a lo largo de siete cuadras. En un primer momento quise integrarme, pero resultaba imposible. Era preciso regresar con una carpa y termos de café, y postergar la huida por lo menos dos meses, mientras llamaban mi turno.

Regresé a casa un par de horas después, tan triste como resignado. Me quedaré en Polombia, al lado de Mireya, mi tía uribista. En el camino me tomé un jugo en un restaurante por el que me cobraron siete mil pesos. Me dolieron como a Martuchis sus caídas. Pero, en honor a la variante polombiana, no quise decir ni Mu.

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