El primer capítulo de 'La batalla contra la pobreza', el nuevo libro de Juan Manuel Santos.

Juan Manuel Santos.

Crédito: Colprensa

19 Noviembre 2023

El primer capítulo de 'La batalla contra la pobreza', el nuevo libro de Juan Manuel Santos.

El expresidente lanzó este viernes, 17 de noviembre, su nuevo libro 'La batalla contra la Pobreza'. CAMBIO publica la introducción, en la que Santos habla de su experiencia como servidor público y su trabajo contra la desigualdad en Colombia. El libro ya está disponible en librerías.

Por: Juan Manuel Santos

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Introducción 

Compromiso frente a la pobreza

Una lección inolvidable

El ilustre profesor, de apenas cuarenta y un años de edad, entró al salón de clases donde los estudiantes esperábamos ansiosos su primera lección. Corría el año 1975 y yo era un alumno más, uno de apenas veintitrés años, que ocupaba un asiento en el aula de la London School of Economics (LSE). Me había graduado en Negocios y Economía en la Universidad de Kansas y ahora vivía en Londres, donde trabajaba como representante de Colombia ante la Organización Internacional del Café. Aprovechando mi estancia en la capital inglesa, me matriculé en la maestría de Desarrollo Económico de esta prestigiosa institución, cumpliendo un sueño que había acariciado por años.

No era cualquier profesor el que enseñaría ese día. Se trataba de Amartya Sen, un destacado economista indio que había enseñado en Calcuta, Cambridge y Nueva Delhi, y ahora daba su cátedra en la LSE. Apenas dos años antes había publicado en una imprenta de Oxford uno de sus libros de mayor impacto, La desigualdad económica, en el que planteaba la necesidad de medir la pobreza de una manera que, más allá de una estimación estadística o cuantitativa, contribuyera a explicarla y a combatirla en sus diversas dimensiones.

El profesor Sen —recuerdo muy bien— comenzó su exposición planteando un caso a sus estudiantes. Era el de un granjero que tenía un hato de vacas y producía leche para vender. El granjero almacenaba la leche en varias cantinas y un día unos campesinos de la región le robaron una de las cantinas, por lo que fueron apresados y llevados a juicio. La primera pregunta de Sen a sus alumnos fue: ¿ustedes consideran que esta gente debe ser condenada por lo que hicieron? La respuesta fue unánime. Todos levantamos la mano profiriendo el veredicto: culpables.

Entonces el profesor prosiguió. Nos dijo que pensáramos en el mismo caso —el mismo granjero, las mismas cantinas, el mismo hurto— pero que nos iba a dar una información adicional. El granjero del ejemplo era un hombre rico y poderoso que tenía el monopolio de la leche en la zona y acostumbraba manipular la oferta de este producto para mantener los precios altos. Muchas veces, cuando tenía un exceso de producción, almacenaba la leche sobrante en las cantinas y, cuando se arruinaba por el paso del tiempo, la vertía en el río. Algunos de sus vecinos se dieron cuenta de esta práctica y los miembros de una familia muy pobre, cuyos niños pequeños sufrían de hambre y desnutrición, decidieron robar una de las cantinas para aprovechar su leche antes de que el avaro granjero la botara. Después de recibir esta información —volvió a preguntar Sen— cuántos condenarían a los ladrones por su acto. Solo uno o dos estudiantes levantaron la mano. Los demás permanecimos callados, asimilando la profunda lección que nos acababa de impartir.

Era algo más que una historia sobre la pobreza. Era un ejemplo sobre la forma en que la economía y la ética se cruzan en la vida real y los dilemas que esto plantea. Valga resaltar que el profesor Sen ha sido reconocido por incluir los temas éticos en los asuntos económicos, y esta ha sido una de sus mayores contribuciones a las ciencias económicas y sociales.

Traigo este recuerdo a colación, porque el primer encuentro con este gran filósofo y economista marcó el comienzo de una relación que habría de fructificar años después en resultados concretos en el combate a la pobreza en mi país, Colombia, que es el tema de este libro.

Tuve la fortuna de recibir de nuevo clases del profesor Sen en la Universidad de Harvard, en 1988, cuando fui becario de la Fundación Nieman para el Periodismo. Para entonces, ya había planteado su teoría del desarrollo humano que sitúa a las personas en el centro del concepto del desarrollo, teoría que influyó en la creación, dentro del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), del Índice de Desarrollo Humano que se calcula desde 1990. Con sobrados méritos, por esta y otras destacadas contribuciones a la economía del bienestar, Sen fue galardonado con el Premio Nobel de Economía en 1998. Más recientemente, dentro de su papel como asesor sénior de la Iniciativa sobre Pobreza y Desarrollo Humano de Oxford (OPHI), ha sido el inspirador y principal promotor del Índice de Pobreza Multidimensional, cuya metodología establecieron los economistas Sabina Alkire —actual directora de la OPHI— y James Foster. 

Más de 35 años después de aquella memorable clase de 1975 en las aulas de la LSE, pude completar el círculo que había empezado con la lección del profesor Sen. Como presidente de Colombia, adopté e implementé el Índice de Pobreza Multidimensional en mi país, que fue pionero —junto con México y Bután— en esta decisión, lo que me enorgullece poder decir.

Hoy, al recordar ese lejano episodio, me maravillo por las coincidencias que unieron nuestras vidas. Contemplo a ese joven curioso que era yo a mis veintitrés años y me imagino su asombro si le contara que, décadas después, iba a compartir dos condiciones con el admirado profesor que sacudía nuestras mentes con sus preguntas sagaces: ambos recibiríamos el Premio Nobel —en mi caso el de Paz— y ambos promoveríamos, en calidad de cofundadores, la Red de Pobreza Multidimensional que él inspiró. 

Contactos con la pobreza

Nací en Bogotá, en el seno de una familia con larga tradición en la historia política y económica del país. Mi tía tatarabuela, Antonia Santos, fue una de las heroínas en la lucha por la independencia de España y murió fusilada en julio de 1819. Mi tío abuelo, Eduardo Santos, era propietario del periódico más influyente del país, El Tiempo, y fue presidente de Colombia entre 1938 y 1942. Mi abuelo Enrique Santos Montejo, conocido por su seudónimo de Calibán, fue un prestigioso periodista y columnista, y mi padre, Enrique Santos Castillo, fue editor general de El Tiempo por casi sesenta años, hasta su muerte en 2001.

Puedo decir que formo parte de una clase social privilegiada, la de esas pocas familias que por décadas, por no decir siglos, han detentado el poder y la riqueza en nuestro país. No obstante, crecí en un ambiente de cierta austeridad por causa de mi madre, Clemencia Calderón, que me enseñó el valor del dinero y me inculcó, más que nadie, el sentido de la solidaridad y la compasión.

Mi madre pertenecía a una familia acaudalada, sobre todo por parte de la familia de mi abuela, Teresita Nieto. Sin embargo, los Nieto tenían alma de tahúres —algo de eso heredé yo, pero en el buen sentido del analítico jugador de póquer— y perdieron su riqueza en los juegos de azar. Mi abuela quedó en una precaria situación económica, y se vio obligada a enviar a mi madre, siendo niña, a vivir con la familia Cano, que, paradójicamente, era propietaria del segundo periódico más influyente del país, El Espectador. Simplemente no tenía recursos para sostenerla.

Tal vez fue esa experiencia de infancia la que marcó el carácter de mi madre y le dio ese sentido de ahorro y austeridad que nos enseñó a todos sus hijos. Así que en mi casa nunca faltó nada, pero tampoco había ostentación de nada. Los valores que más se apreciaban eran la disciplina, el trabajo, la austeridad y el estudio, y se consideraba que solo ellos podían garantizar el éxito en la vida. Mi abuela Teresita, a pesar de su descalabro económico, nunca dejó de pensar en los demás y dedicó mucho tiempo a trabajar en un voluntariado para ayudar a mejorar las condiciones de las prostitutas. Mi madre, por su parte, ayudó en la lucha contra la tuberculosis a través de la Liga Antituberculosis de Colombia, de la cual fue presidenta, y fue por años miembro de la junta directiva del Hospital Lorencita Villegas de Santos, que daba atención en salud a los niños de más bajos recursos.

Es imposible no estar expuesto a la pobreza en un país como Colombia, donde un gran porcentaje de su población vive por debajo de las condiciones mínimas de dignidad que merece cualquier ser humano. En los años sesenta, cuando estudiaba en el colegio, era común ver a pandillas de niños en la calle, niños sin padres que dormían en las aceras y que aspiraban bóxer, un pegante a base de caucho cuya inhalación producía una mezcla de euforia y somnolencia que les ayudaba a ahuyentar la sensación de hambre. Esos niños, que robaban relojes y joyas a los desprevenidos transeúntes, eran conocidos como “gamines” (por la palabra francesa gamin) y se convirtieron en una especie de marca de identidad de Bogotá por esos tiempos.

En mi caso, como buen lector que era desde muy pequeño, un libro en particular me hizo reflexionar sobre la pobreza y la solidaridad con los que menos tenían: Corazón, del escritor italiano Edmundo de Amicis. En este libro, Enrique, un niño que estudia en la Escuela Municipal de Turín, cuenta la historia de sus compañeros de curso, entre quienes hay hijos de familias acomodadas o de clase media, pero también el hijo del albañil o el hijo del carbonero, o el niño con un brazo inválido o el jorobado. Gracias a su prosa sencilla y compasiva, muchos pequeños lectores en el mundo aprendimos a valorar al otro más allá de su condición social o sus discapacidades.

Tuve mi primer contacto directo con la pobreza en la finca que tenía mi abuelo, Calibán, en Cajicá, un pequeño pueblo a las afueras de Bogotá. Cuando era niño, me encantaba ir allá, donde podía jugar en el campo y correr a mis anchas, y mi mejor amigo de juegos era el hijo del mayordomo de la finca, que tenía mi misma edad. Con frecuencia acabábamos jugando en la casa de sus padres, que era una humilde construcción de adobe en un rincón de la finca, y allí veía con asombro cómo vivían en condiciones muy diferentes a las que yo tenía en la ciudad. Los espacios eran mucho más pequeños, la cocina estaba unida al único cuarto, el piso era de tierra y la estufa, de leña. No tenían agua ni electricidad. Entonces no pensaba demasiado en eso, sino en los juegos que nos entretenían, pero esa imagen se me quedó grabada.

Cuando terminé cuarto de bachillerato en el Colegio San Carlos tomé una decisión que me enfrentaría más directamente a la cruda realidad de la vida: dejé el colegio en la capital y me fui a estudiar los dos últimos años de bachillerato, como cadete, en la Escuela Naval de Cartagena. Allí me acostumbré a la disciplina militar, aprendí el arte de la navegación —cuyos principios me han servido toda la vida—, pero también conocí la situación social de otras regiones del país. En los días de permiso, paseaba con mis compañeros cadetes por las calles y mercados de Cartagena, una ciudad hermosa en la costa Caribe con unos tremendos índices de pobreza. Recuerdo especialmente a Chambacú, un barrio en las afueras del famoso centro histórico —que resistió con heroísmo los ataques de las naves británicas de Francis Drake en el siglo XVI y del almirante Vernon en el siglo XVIII, que buscaron apoderarse de ese importante puerto comercial—. Este vecindario era habitado principalmente por población afrocolombiana, donde la pobreza era rampante, al punto de que era conocido como el “tugurio más grande de Colombia”. Las condiciones de vida eran infrahumanas y, por eso, a comienzos de los setenta, trasladaron a sus habitantes a otras zonas de la ciudad. 

En Chambacú había pobreza pero también vida, alegría y felicidad en medio de la miseria. Allí las bellas negras del Caribe me enseñaron a bailar, una actividad que no se nos da muy bien a los que nacimos en el interior del país, en medio de las montañas. Y probé los mejores sancochos de pescado de mi vida. Otra lección para asimilar: la calidad humana está por encima de las privaciones económicas.

De la Escuela Naval pasé a la Universidad de Kansas, donde estudié administración y economía. Allá llegué en 1969 y todavía resonaban en el corazón de estudiantes y profesores las palabras que pronunció Robert Kennedy en el Allen Fieldhouse, el centro de eventos de la universidad, el 18 de marzo de 1968, cuando iniciaba su carrera por la nominación del Partido Demócrata. Fue un discurso memorable en el que Kennedy habló sobre las protestas estudiantiles, la insensatez de la guerra de Vietnam y la pobreza. Habló, sin eufemismos, sobre los niños que pasaban hambre en Misisipi y sobre las precarias condiciones de los indígenas y los negros en su país. Fue también un discurso magistral sobre la justicia social. Lo leí muchas veces mientras estudiaba en Kansas y sus palabras penetraron mi espíritu, incluyendo las siguientes, en donde muestra que la riqueza de un pueblo no se mide por sus bienes y servicios, sino por su calidad de vida y sus valores:

[…] Incluso si actuamos para borrar la pobreza material, hay otra tarea mayor; es enfrentar la pobreza de satisfacción —propósito y dignidad— que nos aflige a todos. Demasiado y por mucho tiempo, parecíamos haber rendido la excelencia personal y los valores comunitarios a la mera acumulación de cosas materiales. Nuestro Producto Nacional Bruto, ahora, es de más de 800 mil millones de dólares al año, pero ese Producto Nacional Bruto —si juzgamos a los Estados Unidos de América por eso—, ese Producto Nacional Bruto incluye la contaminación del aire y la publicidad de cigarrillos, y las ambulancias para despejar nuestras carreteras de masacres. […] Sin embargo, el Producto Nacional Bruto no hace posible la salud de nuestros hijos, la calidad de su educación o la alegría de sus juegos. No incluye la belleza de nuestra poesía o la fuerza de nuestros matrimonios, la inteligencia de nuestro debate público o la integridad de nuestros funcionarios. No mide ni nuestro ingenio ni nuestro coraje, ni nuestra sabiduría ni nuestro saber, ni nuestra compasión ni nuestra devoción por nuestro país. Mide todo, en resumen, excepto aquello que hace que la vida valga la pena. Y puede decirnos todo sobre Estados Unidos, excepto por qué estamos orgullosos de ser estadounidenses. Si esto es cierto aquí en nuestro hogar, también lo es en cualquier otro lugar del mundo. (Kennedy, 1968).

En su estilo muy personal, Bob Kennedy, un verdadero visionario, estaba proponiendo una nueva manera de estimar el progreso de los pueblos, algo que marcaría mi pensamiento. Tristemente, para Estados Unidos y para el mundo, este gran líder fue asesinado dos meses y medio después de pronunciar este discurso. 

Experiencias desde el periodismo y el servicio público

En julio de 2005 tuve la oportunidad de cumplir un deseo aplazado: recorrer, como peregrino, al menos una parte del famoso Camino de Santiago que conduce desde diversos países, por senderos rurales, hasta la imponente catedral de Santiago de Compostela, capital de la comunidad de Galicia, en España, donde dicen que están los restos del apóstol Santiago. Lo hice por la ruta portuguesa, con caminatas de siete horas por día, en las que tuve tiempo de reflexionar y observar. Y no solo eso: también aproveché para escribir y enviar desde mi peregrinaje la columna semanal que publicaba en El Tiempo.

En la columna conté cómo, mientras recorría el histórico camino, vi a muchos granjeros portugueses y españoles con sus hatos de ganado y me hice la reflexión de que una sola de sus vacas, robustas y bien alimentadas, recibía en subsidios más de lo que gana un jornalero colombiano y su familia. Todo por la política agropecuaria de la Unión Europea. Por esa época se habían reunido en Escocia los ocho líderes de los países más poderosos del planeta (el G8) y habían discutido sobre cómo aliviar la pobreza en África y la necesidad de tomar acciones para detener el cambio climático. Desde entonces el cambio climático era el tema de las cumbres, aunque infortunadamente acciones reales nunca se vieron.

Yo pensaba, mientras contemplaba esas afortunadas vacas, que el gesto de los países ricos de perdonar la deuda a los países más pobres y de comprometer más presupuesto para la ayuda externa era importante, pero estaba lejos de ser suficiente. Las naciones, al igual que las personas, progresan más y mejor generando recursos, no recibiéndolos. Eso solo ayuda a profundizar la dependencia. Por eso —concluí en mi columna— más que ayuda en dinero, lo que se requiere para combatir la pobreza es apoyo para lograr un crecimiento inclusivo y crear buenos empleos. En las palabras sabias de los chinos, no hay que regalar el pescado sino enseñar a pescar.

Con textos como este, hice de la pobreza y la necesidad de contar con mecanismos para combatirla uno de mis asuntos favoritos como periodista, un oficio y una vocación que corre por mis venas. Cuando regresé a Colombia a comienzos de los ochenta —luego de vivir casi una década en Londres y de cursar una maestría en Administración Pública en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard—, me vinculé al periódico de mi familia, y allí ocupé el cargo de subdirector, al tiempo que mantenía una columna semanal y escribía editoriales. 

El periodismo era la actividad ideal para estar al tanto de las problemáticas del país y del mundo, dentro de las cuales una de las más acuciantes ha sido siempre la de la pobreza. Es imposible practicar el periodismo, el buen periodismo, sin sensibilizarse frente a temas como la desigualdad y la violencia, que estaban a la orden del día en mi país.

Sin embargo, un destino diferente me aguardaba en el servicio público. La invitación del presidente César Gaviria para acompañarlo en su gobierno como el primer ministro de Comercio Exterior del país me sacó de El Tiempo, a donde solo regresaría eventualmente como columnista. A partir de entonces, me sumergí en las duras y desafiantes tareas de la política y el gobierno. 

Fui el primer ministro de Comercio Exterior de Colombia, entre 1991 y 1994, encargado de abrir la economía a un mundo más globalizado; luego fui ministro de Hacienda entre el 2000 y el 2002, en la administración de Andrés Pastrana, donde tuve que sortear y mitigar los efectos de la peor crisis económica del siglo pasado y, finalmente, fui ministro de Defensa entre el 2006 y el 2009, en el gobierno de Álvaro Uribe. Desde mi participación activa en los respectivos gabinetes, y obviamente desde mi trabajo en cada uno de los sectores que tuve bajo mi responsabilidad, pude tener un conocimiento profundo del país, de sus regiones y sus necesidades.

Como ministro de Hacienda, por ejemplo, estaba a cargo de la distribución y ejecución del presupuesto nacional, siempre escaso frente a las urgentes necesidades sociales, y entendí cabalmente cómo las prioridades de cada gobierno se plasmaban en la destinación presupuestal que se hiciera a los respectivos sectores. El amor, en el gobierno —he dicho siempre— se demuestra con presupuesto, y esta fue una enseñanza que puse en práctica como presidente, cuando convertí a la educación en el sector con mayor presupuesto, por encima del sector de defensa y de seguridad, que había sido tradicionalmente el más beneficiado. Esto nunca había ocurrido en Colombia.

Durante mi tiempo como ministro de Defensa tuve un reto inmenso, que fue el de liderar la mayor ofensiva militar y policial hasta entonces desplegada contra las guerrillas y los carteles narcoterroristas. Hubo mucho éxito y hay consenso en que, en esos años, cambió la ecuación de poderío militar en la larga guerra sostenida entre las guerrillas y el Estado, en favor de este último. Gracias a esto, las FARC entendieron que por las armas jamás conseguirían sus objetivos y aceptaron negociar un acuerdo de paz que condujo a su desmovilización.

Pero la guerra no es un fin en sí mismo; es un medio para alcanzar un bien mayor, que es la paz. Nunca sentí alegría por la muerte de los guerrilleros y criminales que cayeron en las distintas operaciones que lideré como ministro. Sabía que estábamos haciendo lo correcto, pero sabía también, en mi interior, que cada una de esas vidas perdidas eran vidas de colombianos, de jóvenes humildes en su mayoría que, por falta de oportunidades y a veces forzados, habían tomado el camino equivocado de la violencia. En Colombia —y en el mundo— los que combaten, los que arriesgan todo, los que mueren, son siempre los más pobres, tanto en los ejércitos regulares como en los grupos armados ilegales. 

Por eso, como ministro, di a los militares una instrucción que cambió radicalmente su doctrina y su forma de operar en el combate. Ellos estaban acostumbrados al terrible sistema del “body counting” que se hizo famoso en la guerra de Vietnam, en el que su éxito era medido por el número de muertos en las fuerzas enemigas. Yo les dije: en adelante, para medir el éxito de las operaciones, tendrá más valor un guerrillero desmovilizado que un guerrillero capturado, y más valor un guerrillero capturado que un guerrillero muerto. Y fui más allá: expedí una Política Integral de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario que enmarcó la actividad bélica del Estado dentro de parámetros de humanidad y compasión. 

Durante mis años como ministro de Defensa tuve que asistir a muchos sepelios y dar mi abrazo y consuelo a muchas madres y viudas que lloraban a sus seres queridos. Eran momentos muy tristes, devastadores, y en cada uno de ellos me hice un firme propósito que luego busqué llevar a la realidad: había que parar esa guerra sin sentido entre hijos de una misma nación. Una guerra que libraban los más pobres de Colombia y que, a su vez, traía pobreza por su dinámica de terror e intimidación en los pueblos y campos del país.

“A los pobres de Colombia no les fallaremos”

¡Qué mayor honor y privilegio que ser elegido para dirigir los destinos de un país! Las experiencias de mi vida me llevaron, como una consecuencia lógica de mi trayectoria personal y pública, a aceptar la propuesta de postular mi nombre para la presidencia de Colombia en el periodo 2010-2014. Mis compatriotas me conocían por mi actividad de periodista y por mi desempeño en los tres ministerios que había ocupado, muy especialmente en el Ministerio de Defensa, donde mi popularidad se había incrementado a niveles sin precedentes. Siempre es más popular y más fácil hacer la guerra que hacer la paz, y de esto me daría cuenta en carne propia en los próximos años. 

El 20 de junio de 2010 fui elegido presidente de Colombia, con el apoyo de más de nueve millones de ciudadanos, la más alta votación recibida en una elección presidencial hasta entonces. Mi propuesta de gobierno, que resumí en 110 iniciativas, comenzaba con el siguiente párrafo:

Nuestros esfuerzos se dirigirán hacia la gente, y en especial a los colombianos más necesitados. Nuestro principal objetivo es que el 7 de agosto de 2014 los colombianos y sus familias puedan decir: ¡Estamos mejor que hace cuatro años! 
(Santos, 2010a).

Tenía muy claro que la primera tarea de mi gobierno debía ser la reducción de la pobreza, y por eso más de la mitad de las propuestas de mi campaña eran iniciativas sociales. De hecho, el título del primer capítulo de mi propuesta de gobierno lo decía con absoluta claridad: “Nuestra prioridad: la lucha contra la pobreza”.

En este documento proponía, por ejemplo, mantener y mejorar programas de subsidios condicionados para estimular a los padres a enviar a sus hijos a la escuela, y fortalecer la red de trabajadores sociales —yo los llamaba mi “ejército social”— que acompañaban a las familias más vulnerables en su ruta para salir de la pobreza. También prometí mejorar el acceso al sistema de salud y una distribución más equitativa de los recursos en las regiones. 

El gobierno de mi antecesor se había caracterizado por dar prioridad a la seguridad, y fue conocido como el gobierno de la Seguridad Democrática. En mi caso, sin descuidar este aspecto, quise hacer énfasis en la necesidad de democratizar la riqueza y por eso acuñé el término Prosperidad Democrática. Las prioridades de mi campaña giraron en torno a tres objetivos: más empleo, más seguridad y menos pobreza. Y en ellos me concentré.

En la tarde del 7 de agosto de 2010, ante una Plaza de Bolívar abarrotada de invitados y con la presencia de varios mandatarios extranjeros, tomé posesión como presidente de la república. Esa misma mañana había estado en la Sierra Nevada de Santa Marta, un conjunto megadiverso de montañas en el norte del país, y había tenido una ceremonia de posesión simbólica, oficiada por los mamos —es decir, los ancianos, los líderes espirituales— de los pueblos indígenas que habitan esa maravillosa región. Ellos me dieron un bastón de mando y me encomendaron dos tareas: hacer la paz entre los colombianos y hacer la paz con la Madre Tierra pues, en sus palabras, ella estaba enojada y enferma por el maltrato de los humanos.

En el acto oficial de posesión, luego de ser investido con la banda presidencial, pronuncié mi discurso inaugural, en el que fijé el rumbo de lo que iba a ser mi gobierno. Allí, ante los invitados especiales, pero sobre todo ante los millones de colombianos que seguían el acto por la radio o la televisión, expresé, con firmeza, mi compromiso con la lucha contra la pobreza:

Llegó la hora de que los bienes naturales que nos fueron otorgados con tanta abundancia, y que los colombianos hemos multiplicado con ingenio y sabiduría, no sean el privilegio de unos pocos sino que estén al alcance de muchas manos. 
De eso se trata en esencia la Prosperidad Democrática. De una casa digna, de un empleo estable con salario y prestaciones justas, de acceso a la educación y a la salud. De un bienestar básico, con tranquilidad económica, en cada familia colombiana. 
Sólo así, si ningún colombiano se levanta en la mañana con la incertidumbre de su sustento diario, sólo así será posible la existencia de una sociedad con fuerza colectiva, capaz de soñar un futuro común. 
Si superamos el desafío de la pobreza, el potencial intelectual y económico de Colombia despegará como una fuerza incontenible.
Por ello reitero hoy, ante la estatua vigilante del Libertador, que a los pobres no los defraudaremos. ¡A los pobres de Colombia no les fallaremos! 
(Santos, 2010b). 

 

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