Sebastián Nohra
27 Febrero 2023

Sebastián Nohra

Alejandro Gaviria: el costo de traicionarse

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Poco tiempo después de ser nombrado rector de la Universidad de los Andes, uno de los más grandes honores que puede recibir un educador en Colombia, Alejandro Gaviria pateó el tablero y entendió que tenía una oportunidad de ser presidente. Hace años había un sector intelectual y de la academia que anhelaba ver a Gaviria compitiendo en la tupida selva de la política colombiana y ayudaron a mojarle la oreja. ¿Por qué no?, debió pensar. Liderar un cambio gradual pero certero, como ha sido uno de sus ejes discursivos, es algo muy tentador. 

A mí me parecía muy interesante esa aventura. Gaviria fue mi profesor en dos materias y, desde entonces, lo tuve como una voz de consulta obligada. Es un tipo brillante, muy culto y con un molde intelectual especial: combina la plasticidad y sensibilidad que aporta el conocimiento en áreas humanistas con el método y tiene los pies en la tierra por saber de economía y política pública. Además, es alguien descontaminado de la herencia y vicios de la política tradicional. Sabíamos que llegaba sin pactos ni deudas. 

En noviembre de 2021 aterrizó en el ya formado grupo “La coalición de la esperanza”, para competir con Galán, Robledo y compañía. Vimos, entonces, su primer resbalón. Participó en una campaña colectiva lamentable, triste, impredecible, llena de intrigas y que jamás logró entusiasmar. Sus cruces públicos y privados con Íngrid Betancourt dinamitaron la coalición. 

Tuvo un momento interesante y fue cuando decidió refutar el discurso feroz de Gustavo Petro contra los fondos privados de pensiones y el Banco de la República. Ahí, emergió un Gaviria combativo que miró a los ojos al favorito y lo incomodó. Supimos, entonces, que tenía diferencias con Petro irreconciliables. De fondo. El presidente reconoció unos meses después que tuvo en Gaviria a su más inteligente contradictor en la campaña. 

Como quien perdió la presidencia fue un pandito y básico politiquero como Rodolfo Hernández, había una o varias vacantes para ejercer una buena oposición desde la política o la sociedad civil. Pero las moronas de capital político que Alejandro Gaviria recogió de la coalición de la esperanza fue y se las ofreció a Petro. Muchos sabemos que quería el Ministerio de Hacienda, pero le alcanzó para la cartera de Educación. Un premio agrio para alguien que soltó la rectoria de Los Andes y apuntaba tan alto. 

Gaviria recibió una catarata de críticas. Muchas arteras pero otras de quienes siempre lo admiramos. Se fue a un Gobierno que representaba líneas rojas que él trazó durante la campaña y en toda su vida académica. Tuvo que presenciar cómo se preparaba la destrucción de su legado de ocho años en el Ministerio de salud. Era evidente que Gaviria era un intruso de ese espacio. Después llegó la carta no firmada, el documento de la discordia que publicó CAMBIO y ya no había vuelta atrás. Su situación era insostenible. 

Gaviria prefirió el poder a la precaridad y soledad de la oposición. No quiso tallar un movimiento político desde cero con su liderazgo. Traicionó muchas de las lecciones que con lucidez iluminaron con su voz aulas, auditorios y cabinas de radio. Perdió la simpatía de miles que lo acompañaron en su campaña y se va por la puerta de atrás del Gobierno “como un traidor”. Misterioso, incomprensible. 

A las críticas respondía que los fanáticos son alérgicos al disenso y que no iba a permitir que lo enlistaran en algún bando, pero lo cierto es que las reformas y formas que hemos visto de este Gobierno son incompatibles con muchos de los textos y principios de Gaviria. No había lugar a matices, pero la tupida selva de la política se lo comió. Todavía tiene años para botar corriente y es posible que logre encontrar su lugar en la política, sin guardar bajo tierra en una caja fuerte las ideas que logró incubar en la mente de tantas personas.

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