El patriarcado no es destino: historia, arte y autonomía femenina

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21 Abril 2025 07:04 am

El patriarcado no es destino: historia, arte y autonomía femenina

La profesora de la Universidad del Norte Viridiana Molinares describe cómo ha sido la histórica lucha de las mujeres contra ese modelo de sociedad que otorga privilegios a lo masculino y somete lo femenino a una lógica de dominación y que a través de los años ha fracturado la democracia.

Por: Viridiana Molinares Hassan

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Fundación de la belleza

Están allí, pintadas en las paredes y en los techos de las cavernas. 
Estas figuras, bisontes, alces, osos, caballos, águilas, mujeres, hombres, no tienen edad. Han nacido hace miles y miles de años, pero nacen de nuevo cada vez que alguien las mira.
¿Cómo pudieron ellos, nuestros remotos abuelos, pintar de tan delicada manera? ¿Cómo pudieron ellos, esos brutos que a mano limpia peleaban contra las bestias, crear figuras tan llenas de gracia? ¿Cómo pudieron ellos dibujar esas líneas volanderas que escapan de la roca y se van al aire? ¿Cómo pudieron ellos…? ¿O eran ellas?


Eduardo Galeano en Espejos, una historia casi universal.

En esta columna presento un recorrido sobre mitos y lugares en los que hemos estado las mujeres ubicadas por la ideología y el sistema patriarcal de dominación impuesto por los hombres que nos ha causado tanta violencia, y que ha encerrado a los hombres en una cárcel propia que puede cambiar sin que implique revoluciones traumáticas, solo –como lo propuso recientemente el profesor Nicolás Ceballos en un foro sobre la dicotomía o el fin de la dicotomía de las sociedades patriarcales y matriarcales– tomando consciencia sobre la fragilidad de nuestra vida y el deber de cuidado personal y colectivo que nos asiste como especie.

Cuando el mito castiga: patriarcado, demonización y destino femenino

En El ocultismo y la creación poética (1982), Eduardo A. Azcuy se refiere al mito como un instrumento fundamental que el ser humano utiliza para percibir el mundo. Al estudiar la obra de Friedrich Joseph Schelling, Azcuy retoma algunos de sus planteamientos clave. Señala, por ejemplo:

“Schelling se pregunta si el heleno seguiría siendo heleno y el egipcio, egipcio, si se les despojara de sus respectivas mitologías, ya que precisamente lo son gracias al hecho mismo de poseerlas. Si un pueblo recibiera su mitología en el curso de la historia —argumenta Schelling—, esto implicaría que tuvo una historia antes de tener una mitología. Pero, generalmente, ocurre lo contrario: no es por su historia que se percibe la mitología, sino que es la mitología la que determina su historia o, mejor dicho, no la determina, sino que construye su destino”. (Azcuy, 1982, pp. 16–17)

Si nos remitimos, por ejemplo, al mito hebraico sobre Lilith, una de cuyas versiones aparece en un Midrash  del siglo XII, vemos cómo este constituye uno de los relatos fundacionales de la asimilación negativa de la mujer desde el paradigma del patriarcado. 

De acuerdo con Robert Graves y Raphael Patai, en Mitos hebreos (1986), y con Barbara G. Walker, en The Woman’s Encyclopaedia of Myths and Secrets (1983), en este mito Lilith es presentada como la primera esposa de Adán, anterior a Eva, pero formada no de su costilla. Su relación con Adán fue conflictiva desde el inicio, pues ella se negaba a aceptar una posición de inferioridad y reclamaba igualdad, especialmente en el plano sexual. Ante el intento de Adán de imponer su voluntad por la fuerza, Lilith lo abandona pronunciando el nombre secreto de Dios, acto con el cual no solo se rebela contra el hombre, sino también contra el orden divino establecido. Esta transgresión la condena al exilio en la región del aire, donde se une a un demonio y engendra una descendencia maldita. A partir de allí, es demonizada como una figura que odia y asesina recién nacidos, símbolo de una feminidad destructiva y peligrosa. Lilith encarna así a la mujer que no se somete, que se rebela y, por ello, es castigada con la marginación y la monstruosidad, convirtiéndose en un arquetipo del temor patriarcal frente a la autonomía femenina.

Claro, después los católicos nos encontramos con Eva, cuya curiosidad la llevó a probar el fruto prohibido. Por ello, sufrió el castigo divino de la expulsión del paraíso, y las mujeres fueron condenadas a parir con dolor, a estar sujetas a la voluntad del marido —una condición aún no superada— y a ser consideradas como la encarnación del pecado, tal como se aprecia en obras de arte del siglo XIX.

Jean Delville (1891): El ídolo de la perversidad
Jean Delville (1891): El ídolo de la perversidad

El cuerpo femenino como resistencia: arte contra el patriarcado

Precisamente en este espacio –el arte– nos encontramos con una historia que no solo nos expone como pecadoras, sino que nos invisibiliza y esto no ha sucedido de manera fortuita. Como en el caso de los mitos, se ha tratado de la imposición de un sistema patriarcal que ha controlado no solo la producción artística sino también los cuerpos representados. La figura femenina ha estado presente en el arte sí, pero muchas veces no como creadora sino como musa, como cuerpo ofrecido al deseo masculino, como símbolo de pureza o de pecado.

Eva sufrió el castigo divino de la expulsión del paraíso, y las mujeres fueron condenadas a parir con dolor, a estar sujetas a la voluntad del marido —una condición aún no superada— y a ser consideradas como la encarnación del pecado’

Desde las primeras ilustraciones anatómicas del cuerpo humano, realizadas exclusivamente por hombres —que, como señala Thomas Laqueur en La construcción del sexo, (1994), hasta el siglo XVIII, no diferenciaban biológicamente el cuerpo femenino del masculino—, el cuerpo de la mujer fue representado bajo la mirada falocéntrica, convirtiéndolo en objeto de deseo y no en sujeto. Esta lógica patriarcal no solo excluyó a las mujeres del conocimiento científico, sino también de las academias de arte. Patricia Mayayo, en Historias de mujeres, historias del arte (2003), reseña que incluso cuando lograron ingresar al campo artístico, sus obras fueron plagiadas, destruidas o atribuidas a hombres, como en el caso de las esculturas de Camille Claudel atribuidas al famoso escultor Auguste Rodin debido a la relación amorosa que sostuvieron. 

Frente a este orden simbólico patriarcal, el arte feminista emergió como una ruptura radical. Desde la segunda mitad del siglo XX, mujeres artistas comenzaron a reapropiarse de sus cuerpos y sus narrativas a través de la performance, la fotografía y la instalación. Hannah Wilke, Judy Chicago y Marina Abramovic, entre otras, son exponentes fundamentales de esta transformación. Wilke, en obras como S.O.S. Starification Object Series e Intra-Venus, convirtió su cuerpo —bello, sexual, luego enfermo— en un lienzo de resistencia, desafiando el ideal publicitario de belleza femenina. 

Desde las primeras ilustraciones anatómicas del cuerpo humano, realizadas exclusivamente por, el cuerpo de la mujer fue representado bajo la mirada falocéntrica, convirtiéndolo en objeto de deseo y no en sujeto

Judy Chicago utilizó el arte como un instrumento de reparación o reescritura histórica. Su instalación The Dinner Party (1979) honra a más de treinta mujeres borradas de la historia oficial, representadas mediante platos cerámicos decorados con formas de vaginas. Chicago no solo resignifica lo doméstico como espacio de creación, sino que reivindica el cuerpo femenino como fuente de poder y memoria, desmontando el binarismo de Eva y María. 

Judy Chicago, The Dinner Party (1979)
Judy Chicago, The Dinner Party (1979)

Marina Abramovic, en Rhythm 0, se expuso al público junto a una mesa en la que dispuso 72 objetos —entre ellos, una rosa, una pluma, una pistola cargada—, permitiendo que los asistentes al performance decidieran utilizar cualquiera de estos objetos sobre su cuerpo. El resultado fue una demostración brutal del poder que el otro ejerce sobre el cuerpo femenino cuando se lo reduce a objeto: por ejemplo, le clavaron alfileres en el cuerpo, un hombre le cortó la blusa y se la quitó. Esta obra, como muchas otras suyas, constituye una denuncia del disciplinamiento corporal que históricamente ha sufrido la mujer y una búsqueda de la libertad a través del dolor, el límite y la exposición radical.

En Colombia nos encontramos con Débora Arango, nacida en 1907, en Medellín, quien fue una de las más destacadas artistas del país y que, con sus obras de mujeres desnudas, escandalizó a la sociedad conservadora de la época.

Débora Arango
Débora Arango, artista

Escribir con nombre ajeno: el patriarcado y el silencio impuesto a las mujeres que escriben

En la historia de la literatura —como en el arte—, las mujeres han estado sí, pero también muchas veces escondidas no por falta de talento, sino porque el sistema patriarcal les impuso un lugar subordinado, tanto en lo simbólico como en lo material. A la mujer no se le permitió escribir como autora: su rol era ser musa, personaje, lectora pasiva. Por eso, muchas de las grandes escritoras de la historia tuvieron que firmar con seudónimos masculinos para ser tomadas en serio, para ser publicadas, para ser leídas.

A la mujer no se le permitió escribir como autora: su rol era ser musa, personaje, lectora pasiva’

Un ejemplo es el de las hermanas Brontë: Charlotte, Emily y Anne, autoras de obras clásicas como Cumbres borrascosas y Jane Eyre, quienes se convirtieron en Currer, Ellis y Acton Bell. “No queríamos declarar abiertamente que éramos mujeres”, escribió Charlotte, “porque nuestro propósito no era atraer atención hacia nosotras mismas, sino hacia nuestras obras”.

Más de un siglo después, J.K. Rowling —autora de la exitosa saga de Harry Potter— fue convencida por sus editores de usar sus iniciales en lugar de su nombre, Joanne, para evitar que los lectores (en especial los niños) supieran que los libros habían sido escritos por una mujer. Incluso eligió un nuevo seudónimo masculino, Robert Galbraith, para su incursión en la novela negra, buscando escapar al estigma y al prejuicio. Esto demuestra que la lógica del anonimato femenino no es un problema del pasado: sigue operando, aunque con nuevas máscaras. 

Virginia Woolf, en su ensayo Una habitación propia (1967), escribió que “una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas… en los siglos pasados, las mujeres han servido de espejo al hombre, un espejo con el poder mágico de reflejar la figura del hombre al doble de su tamaño… Así, la literatura hecha por mujeres fue desplazada al margen, y ellas mismas fueron obligadas a escribir desde el silencio, desde el simulacro, desde el disfraz”. (Woolf, 1967, pp. 3, 39)

Crédito: Germán Hernández y Carlos Sanabria.
Crédito: Germán Hernández y Carlos Sanabria.

Escribir con seudónimo no fue una elección estética ni un juego literario. Fue una estrategia de supervivencia en un entorno hostil. El patriarcado construyó un canon que excluyó a las mujeres como autoras legítimas, y les negó el derecho a narrarse desde su voz. Si el sujeto no puede nombrarse ni verse a sí mismo, está limitado a la lectura que de él hacen los otros”, lo que equivale a decir que encuentra o reafirma su identidad en los ojos ajenos. Ese fue el lugar que el patriarcado reservó a las mujeres escritoras: un reflejo pasivo de la mirada masculina, nunca una voz legítima en el discurso cultural.

El patriarcado construyó un canon que excluyó a las mujeres como autoras legítimas, y les negó el derecho a narrarse desde su voz

Como escribió la poeta argentina Alejandra Pizarnik, “nombrar es invocar. Decir es existir”. Y cada vez que una mujer es leída por su nombre verdadero, la literatura se vuelve un espacio más justo, más completo, más verdadero. Nombrar es, todavía, un acto político. 

Contra la androcracia: amor, autonomía y el derecho a una vida propia

En cuanto a los espacios políticos, el patriarcado no es solo una estructura simbólica y cultural, sino también una forma de organización política: una androcracia, es decir, un sistema donde el poder político es ejercido por los hombres y para los hombres. Esta estructura ha excluido sistemáticamente a las mujeres del espacio público, relegándolas al ámbito privado, negándoles el derecho a decidir sobre sus cuerpos, sus ideas y sus vidas.

Desde el siglo XIX, mujeres como Elizabeth Cady Stanton, por ejemplo, alzaron la voz contra esta exclusión en la esfera política. Como muchas otras, la nombro porque su exigencia en el reconocimiento de los derechos civiles y políticos parte de una profunda transformación ética y espiritual de la sociedad. En su ensayo, La soledad del ser (1892), Stanton afirma que “la soledad de todo ser humano y la necesidad de confianza en sí mismo deben darle a cada individuo el derecho a elegir sus coyunturas”. (p,10) 

Para Stanton, el derecho de las mujeres a la educación, al voto, a la participación política no es solo una cuestión de justicia, sino de amor y de responsabilidad personal. 

“La razón más poderosa para brindarle a las mujeres todas las oportunidades de recibir educación superior para el pleno desarrollo de sus facultades… es la soledad y la responsabilidad personal de su vida… El motivo más poderoso por el que pedimos que la mujer tenga voz tanto en el gobierno al que está sujeta… es su derecho natural a la soberanía propia”. (Stanton, p.10)

Stanton plantea una alternativa que parte del reconocimiento de que desde la autonomía personal se puede ejercer una ciudadanía plena, de la individualidad como experiencia compartida. Amar —dice, en otras palabras— no es fusionarse con otro, sino reconocer en el otro una soberanía distinta a la propia. Y desde ese amor, construir nuevas formas de convivencia.

Volver al cáliz: arte, historia y cooperación en la crítica al patriarcado desde Riane Eisler

El patriarcado es un sistema ideológico de dominación masculina que opera bajo una estructura vertical de supremacía del hombre y subordinación de la mujer. En este sistema, los hombres ejercen un poder económico, político, social, cultural y religioso desde el cual han escrito la historia. Se manifiesta a través del lenguaje, los cuerpos, las instituciones y las prácticas sociales, y, como hemos descrito, ha demonizado a las mujeres a través de mitos, las ha invisibilizado en el arte y reducido su condición de ciudadanas en los espacios políticos. 

El patriarcado convierte a las mujeres en cuerpos disponibles, disciplinados y controlables desde el ejercicio del poder. Joan Wallach Scott, en Género e historia (2008), lo define como un sistema histórico que ha hecho del género un instrumento de subordinación, especialmente a través de narrativas, leyes, símbolos y representaciones que otorgan sentido a lo masculino como lo universal, y a lo femenino como lo particular, lo secundario o lo desviado. Este sistema jerarquiza los géneros, otorga privilegios a lo masculino y somete lo femenino a una lógica de dominación.

El patriarcado convierte a las mujeres en cuerpos disponibles, disciplinados y controlables desde el ejercicio del poder

Durante siglos, la dominación masculina, la jerarquía y la violencia han sido parte de la historia humana. Pero, ¿y si no siempre fue así? ¿Y si existieron sociedades organizadas bajo principios de cooperación, sin jerarquías de género, sin estructuras de dominación y con una visión sagrada de lo femenino? Riane Eisler, historiadora cultural y teórica del derecho, responde a esta pregunta en su libro El cáliz y la espada, donde plantea una nueva interpretación de nuestra evolución social y simbólica: una teoría de transformación cultural que nos invita a mirar el pasado no como justificación del patriarcado, sino como evidencia de que otro mundo fue —y puede volver a ser— posible.

Eisler nos propone dejar de lado la dicotomía patriarcado/matriarcado, porque ambas están basadas en la jerarquía y la dominación y nos muestra que, en ciertos períodos de nuestra historia —particularmente en la civilización minoica, en la isla de Creta—, existieron modelos sociales centrados en la cooperación, en la equidad entre géneros, y en la sacralidad del cuerpo, del arte y de la naturaleza. Estas culturas, organizadas en torno al símbolo del cáliz —símbolo de vida, nutrición y creatividad—, veneraban a la diosa madre y rechazaban el paradigma de la espada, que representa la violencia, la guerra y la jerarquía. “Durante milenios, los hombres han luchado en guerras y la espada ha sido el símbolo masculino”, escribe, pero aclara: “esto no significa, no obstante, que los hombres deban ser violentos o belicosos”. (El cáliz y la espada, p. 27).

El arte minoico es una de las huellas más evidentes de este paradigma alternativo. No encontramos en él imágenes de conquista ni de guerra, sino representaciones de cuerpos danzantes, figuras femeninas con los pechos descubiertos, animales sagrados y rituales agrícolas. No se trata solo de estética: el arte revela la cosmovisión de una cultura que organizó sus relaciones sociales desde el equilibrio, no desde la supremacía. “Si observamos todo el periodo de nuestra evolución cultural desde la perspectiva de la teoría de la transformación cultural”, sostiene Eisler, “vemos que las raíces de nuestra crisis global del presente se remontan al giro fundamental acaecido en la prehistoria, que nos trajo cambios enormes no solo en la estructura social, sino también tecnológica”. (p. 31)

Ese “giro catastrófico”, como ella lo llama, fue la irrupción del sistema de dominación en el que la espada —el poder de quitar la vida— reemplazó al cáliz —el poder de darla—. Este cambio no fue natural ni inevitable, sino el resultado de invasiones y desplazamientos culturales que impusieron un nuevo orden basado en la subordinación de lo femenino, la violencia institucionalizada y la desigualdad como norma. “La raíz del problema yace en un sistema en el que el poder de la espada se idealiza, en el que se enseña a hombres y mujeres a equiparar la verdadera masculinidad con la violencia y la dominación”. (p. 28)

Frente a esta herencia cultural, Eisler no propone regresar a un ideal matriarcal ni romantizar el pasado. Su propuesta es transformar las estructuras sociales mediante un nuevo modelo que denomina gilanía —de gi (mujer), an (hombre) e ia (resolver)—, basado en la cooperación sin jerarquías, en el respeto por las diferencias, en la equidad entre géneros y en la valoración de la vida por encima del poder para destruirla. La gilanía no es una utopía abstracta: es una invitación a desmontar las tecnologías de la dominación que siguen operando en nuestras instituciones, en nuestros lenguajes y en nuestras prácticas sociales.

Desde una lectura crítica feminista, podemos afirmar que lo que Eisler propone no es solo un modelo organizativo: es una forma distinta de habitar el mundo. Y en este proceso, el arte —como territorio simbólico— se convierte en memoria y en proyecto. Porque allí donde el patriarcado escribió demonios, castigos y silencios, las culturas de cooperación dibujaron diosas, danzas y vida compartida.

Cultura minoica
Cultura minoica.

Quizás hoy, en medio de la crisis de la democracia, del caos social, político y ecológico, ese giro puede comenzar a invertirse. Volver al cáliz no es retroceder: es recordar que el patriarcado no siempre fue, y que, por tanto, no tiene por qué seguir siendo.

Mujeres feministas así lo han propuesto. Entre ellas, Bell Hooks, en Comunión, sostiene:

“Si sabemos que se socializa a hombres y a mujeres para que acepten el pensamiento patriarcal, debemos tener claro que los hombres no son el problema, el problema es el patriarcado... [citando a Erica Jong en Miedo a los cincuenta] La verdad es que no culpo a los hombres concretos por este sistema (patriarcado). Lo prolongan casi sin darse cuenta. Y las mujeres lo prolongan también sin darse cuenta... Creo que el mundo está tan lleno de hombres que están dolidos por la ira de las mujeres como de mujeres perplejas por el sexismo de los hombres… A medida que el patriarcado cambie, las mujeres seremos capaces de amar más a los hombres y los hombres nos podrán amar mejor”. (Hooks, 2023, pp. 165–166)

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