Ana Bejarano Ricaurte
12 Febrero 2023

Ana Bejarano Ricaurte

INCESTO

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Es imposible precisar o citar un solo instante de Cien años de soledad en el que se instale el tema del incesto. García Márquez lo propone como premisa fundamental y lo proyecta en relaciones familiares, incluyendo, por supuesto, el amorío final entre Aureliano Babilonia y Amaranta Úrsula del cual nace un niño con cola de marrano a quien devoran las hormigas y con eso marca el fin de la estirpe Buendía. Y está en el cinturón de castidad de Úrsula recién casada con su primo, José Arcadio; en el terror antes de cada parto de la matriarca por dar a luz a un monstruo; en la respuesta de José Arcadio -el hijo- cuando Pietro Crespi le explica que el incesto “es contra natura y además la Ley lo prohíbe”: “me cago dos veces en natura”, le contesta.

Tal vez fue la influencia de Faulkner o Rulfo en nuestro nobel, o quizá era la mirada garciamarquiana de la colombianidad. Lo cierto es que el incesto es, sin duda alguna, uno de los motivos narrativos de la novela más trascendental escrita por un colombiano y tal vez una de las más importantes en la historia del castellano.  

El tema fue pensado también por nuestros jueces, los de la primera Corte Constitucional, en una sentencia histórica, por las particularidades de su caso y sus protagonistas. Tras la promulgación de la Constitución de 1991 vino una importante ola de reconocimiento y garantía de las libertades individuales: el primer paso hacia la eutanasia o la dosis mínima, entre otras decisiones significativas que marcarían la pauta de una Corte que revolucionó el panorama judicial y político del país. 

Impulsado por esos nuevos aires un ciudadano demandó la prohibición del incesto en el Código Penal. Argumentaba que la sanción a las relaciones consentidas entre parientes del núcleo familiar íntimo era una afrenta al libre desarrollo de la personalidad. Algo así como: si es libre y deseado el Estado no tienen nada que opinar sobre lo que ocurre en la cama de dos hermanos. 

La Corte enfrentó una situación compleja, pues la jurisprudencia proferida hasta ese momento reivindicaba el libre desarrollo de la personalidad, como un nuevo valor rector que debía guiar las relaciones del Estado con la ciudadanía. Pero la prohibición del incesto tocó fibras íntimas de los magistrados, incluso las del profesor Carlos Gaviria, quien recibió inicialmente la tarea de sustentar la decisión. 

Gaviria invitó a diversos expertos a pronunciarse sobre la posibilidad de eliminar la prohibición y las consecuencias sociales de esa decisión: genetistas -como el padre de la genética colombiana, el doctor Emilio Yunis-, sociólogos, antropólogos, psicólogos, psiquiatras. Todos estuvieron de acuerdo en que ese tabú comprendía una norma milenaria tendiente a la organización social y prolongación saludable de la especie humana. Señalaron los peligros genéticos, psiquiátricos y relacionales que derivaban de transgredirlo. 

Después Gaviria entró en la materia de si ese tabú debía además estar replicado en el Código Penal y concluyó que las afrentas con las que el incesto podía “afectar la institución familiar” justificaban plenamente su tipificación. Para la Sala Plena de la Corte no fue suficiente esa solución y nombró a un coponente, el doctor Eduardo Cifuentes. Cifuentes le sumó otros argumentos incluyendo el de la moralidad pública y cómo la prohibición del incesto era una de las piedras angulares que permitían sostenerla. Gaviria aclaró su voto frente a la segunda parte de la ponencia (todo un galimatías judicial), pero la Corte votó unánimemente por mantener la prohibición (sentencia C-404 de 1998). 

El asunto parecía saldado hasta ahora, cuando el ministro de Justicia, Néstor Osuna, propone eliminar el delito del incesto. Osuna explica que es parte del esfuerzo por racionalizar el régimen penal, que es una ofensa en desuso porque a nadie lo condenan por eso, que ese tabú es una postura moral que no debe activar la intervención del Estado. 

Y es cierto que han tergiversado al ministro. Porque eliminar el delito de incesto no tiene consecuencias sobre la persecución de los fenómenos de violencia sexual intrafamiliar. Esa es otra ofensa que se agrava cuando la comete un miembro de la familia y así seguirá siendo. Pero eso no soluciona el otro problema. El de la prohibición milenaria constitutiva de lo que Lévi-Strauss llamó la frontera entre lo cultural y lo natural; el del valor simbólico del derecho penal. 

Tendrá que darse el debate en el Congreso, ojalá uno nutrido y de fondo. Lo cierto es que este tema ha emproblemado la reforma de Osuna, que trae muchas soluciones buenas y útiles para la política criminal. Es una decisión poco estratégica que reabre un debate anodino, o por lo menos así se siente ante tantas necesidades de la justicia penal en Colombia. 

No olvide, señor ministro, que a Macondo lo arrasó un remolino de viento por olvidar la primera norma de la humanidad. 
 

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